Opinión: La Alemania que conocíamos ya no existe

(Brandon Celi/The New York Times)
(Brandon Celi/The New York Times)


Cuando hace poco busqué un coche de alquiler en Las Vegas —estaba en Estados Unidos para cubrir las elecciones—, el agente del mostrador insistió en “ascenderme” a un BMW. “Para que te sientas como en casa”, me dijo mientras miraba mi carné de conducir alemán y sonreía. Tomé las llaves e hice una nota mental: afuera de Alemania, Alemania sigue intacta.

Cuando viajo, esto me ocurre a menudo. Afuera de Alemania, Alemania sigue siendo un país de automóviles, hogar de una economía floreciente. Afuera de Alemania, Alemania sigue siendo un país próspero, donde todo el mundo conduce un BMW o similar. Afuera de Alemania, Alemania sigue siendo un país ordenado, un lugar agradable tanto política como socialmente. Le sonreí al agente. Pero por dentro, hice una mueca de dolor. Porque en Alemania, Alemania ya no parece Alemania.

El lunes, el canciller Olaf Scholz perdió un voto de confianza en el Bundestag, el parlamento alemán, poniendo fin oficialmente a su gobierno. Era una formalidad: la coalición tripartita había caído a principios de noviembre, cuando Scholz destituyó al ministro de Finanzas, Christian Lindner, lo que llevó a sus Demócratas Libres a abandonar el gobierno. La medida dejó a Scholz, socialdemócrata, con un gobierno en minoría junto a los Verdes. En vez de seguir tambaleándose, decidió convocar elecciones anticipadas que se celebrarán el 23 de febrero. La moción de censura fue un último trámite.

A primera vista, la historia de la ruptura del gobierno parece una serie de suspenso político como House of Cards pero bastante aburrida, centrada en una lucha presupuestaria. Sin embargo, bajo el ruido mediático hay una crisis existencial. El país económicamente próspero, socialmente cohesionado y políticamente estable ha desaparecido. Y este gobierno, desgarrado ideológicamente y sacudido por crisis externas, ha sido incapaz de hacerle frente. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?

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En otoño de 2021, las cosas parecían muy distintas. Después de que Angela Merkel decidiera no volver a postularse tras pasar 16 años en el cargo, Scholz derrotó a su sucesor democristiano y formó el primer gobierno tripartito de la historia reciente de Alemania. Entraron políticos más jóvenes como Annalena Baerbock, ministra de Asuntos Exteriores, y Lindner. Era la primera vez que los Verdes, un partido de tendencia económica de izquierdas enraizado en el movimiento ecologista de los años ochenta, compartían el poder a escala nacional con los Demócratas Libres, un partido favorable a las libertades civiles y a la empresa.

En entrevistas para un libro que estaba escribiendo, muchos de esos políticos más jóvenes hablaron de superar sus barreras ideológicas para modernizar Alemania tras el largo reinado de Merkel, a la que veían excesivamente apegada al statu quo. Hablaban con entusiasmo de digitalizar el país y fomentar las industrias ecológicas. La energía parecía auténtica. Dirigido por el firme y moderado Scholz, el gobierno parecía bien preparado para afrontar los retos del país.

Pero los problemas no tardaron en acumularse. El primero fue la invasión de Ucrania por Vladimir Putin, que lanzó al nuevo gobierno al modo de gestión de crisis: comprando frenéticamente gas en los mercados internacionales para sustituir la energía rusa, tratando de proteger a los consumidores y a las empresas de la subida de los precios y organizando entregas de armas a Ucrania. Después de que Scholz anunciara una
Zeitenwende
, un punto de inflexión en la política exterior, el gobierno destinó 100.000 millones de euros a reconstruir el ejército alemán.

Todo eso se produjo mientras la economía se tambaleaba. Mientras otros países del Grupo de los 7 están creciendo, Alemania está a punto de registrar su segundo año consecutivo de recesión. Sus empresas emblemáticas están pasando apuros. Volkswagen, que emplea a unas 300.000 personas en Alemania, tiene previsto cerrar fábricas y despedir a miles de trabajadores. Ford, Audi y Tesla también han anunciado despidos, al igual que ThyssenKrupp, un importante fabricante de acero. Alemania, antaño la economía más destacada de Europa, ha pasado de líder a rezagada.

Las razones de la recesión son complejas. El abrupto final del gas ruso barato es un factor importante, por supuesto, pero también lo es la agenda de reformas ecológicas del gobierno, que —al eliminar gradualmente el carbón y depender más de las energías renovables— han exacerbado el costo de la energía. Esto no ha ayudado a los fabricantes de automóviles alemanes, a quienes les cuesta competir con sus homólogos chinos. Algunas empresas han tomado decisiones claramente equivocadas, pero el gobierno tampoco las ha apoyado. En general, el gobierno es culpable de invertir poco no solo en industrias clave, sino también en escuelas, ferrocarriles y carreteras. En conjunto, el panorama es sombrío.

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Mientras tanto, se ha estado gestando un debate tóxico sobre la migración. Desde 2015, millones de personas han llegado a Alemania, entre ellas, más recientemente, cerca de un millón de ucranianos. La actitud del país ha sido bipolar. Por un lado, el hecho de que Alemania sea una sociedad multiétnica y multirreligiosa está ampliamente aceptado. Pero, por otro, existe un descontento latente —que periódicamente se convierte en oleadas de ira— sobre la inmigración. El gobierno ha ofrecido una respuesta igualmente ambivalente, facilitando a la vez la inmigración de trabajadores cualificados e imponiendo estrictos controles fronterizos, con medidas de asilo más duras y más expulsiones. El planteamiento no ha complacido a nadie.

Estas dificultades se han combinado con un efecto político devastador. Ante tantas dificultades, cada vez es más difícil gobernar. El público no ha sido comprensivo: la frustración con el gobierno es generalizada, sus partidos gozan de una antipatía generalizada. En este ambiente febril, un partido prorruso de reciente creación, la Alianza Sahra Wagenknecht, ha prosperado y la ultraderechista Alternativa para Alemania se ha consolidado como el segundo partido más popular del país. Si la coalición a tres bandas era un experimento para enfrentar la fragmentación política del país, ha fracasado. El momento, con el ascenso de Donald Trump y la confusión de Europa, no podía ser peor.

Sin embargo, no todo está perdido. La crisis de Alemania es real, pero se trata tanto de una crisis de confianza como de cualquier otra cosa. El desempleo puede crecer, pero sigue siendo mínimo. Nuestras restricciones presupuestarias, lejos de ser una fuerza de la naturaleza, pueden superarse con voluntad política. El sistema de partidos se está fracturando, pero incluso los estados más divididos han sido capaces de formar gobiernos: el año que viene es muy posible que volvamos a ver una coalición estable entre democristianos y socialdemócratas. Tras haber integrado a generaciones y generaciones de inmigrantes, no hay razón para que no podamos volver a hacerlo.

Sin embargo, vale la pena prestar mucha atención. Alemania podría ser el canario en la mina de carbón para las sociedades occidentales. La mayoría de nuestros vecinos y amigos se enfrentan a los mismos problemas: los costos de transformar las economías basadas en el carbono, los peligros de responder a los nuevos retos geopolíticos, las dificultades para lograr la cohesión social. Si Alemania, la zona más templada de la política mundial, no puede hacerlo, ¿quién podrá?

Anna Sauerbrey (@annakatrein) es editora y escritora en el semanario alemán Die Zeit.

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