Su familia y amigos votaron por Trump. Ahora él lucha por quedarse en EE. UU.
Su esposa estaba sumida en una espiral de insomnio y sus hijos tenían miedo de ir al colegio, así que Jaime Cachua buscó a la persona en la que más confiaba en un momento de crisis. Se sentó en la mesa de su cocina, en la Georgia rural, frente a su suegro, Sky Atkins, el patriarca de la familia. Jaime, de 33 años, no había visto a su propio padre desde que tenía 10 meses, cuando salió de México en un asiento de coche rumbo a Estados Unidos. Fue Sky, de 45 años, quien estuvo al lado de Jaime en su boda, además de ayudarlo a mudarse a su primera casa y quedarse a pasar la noche en el hospital cuando uno de los hijos de Jaime se enfermó de neumonía.
“Tenemos que prepararnos para el peor de los casos”, le dijo Jaime. “Existe la posibilidad de que lo perdamos todo”.
“¿Eso no es un poco dramático?”, le preguntó Sky. “¿Cómo? Ayúdame a entenderlo”.
Jaime silenció el partido de fútbol en la televisión y empezó a explicarle su nueva realidad como inmigrante indocumentado tras la elección de Donald Trump, quien en parte ganó la presidencia prometiendo deportar a más de 11 millones de personas que vivían de manera ilegal en el país. Los colaboradores de Trump estaban discutiendo planes para construir campos de detención y alistar al ejército para implementar deportaciones masivas a partir del primer día de su gobierno. Su congresista local de Georgia, Marjorie Taylor Greene, decía que no podía “esperar a que ocurriera”. La mejor oportunidad de Jaime para convertirse en residente legal de Estados Unidos era un nuevo programa para inmigrantes como él, personas casadas con ciudadanos estadounidenses y que habían vivido en el país al menos 10 años sin cometer ningún delito. Pero, solo unos días antes, ese programa fue anulado por un juez federal nombrado por Trump.
“No hay nada que les impida detenerme cuando tome posesión”, dijo Jaime.
Sky había pasado gran parte de su vida adulta preparándose para proteger a su familia en caso de crisis. Había aprendido tácticas de supervivencia en el ejército y se había entrenado en el combate cuerpo a cuerpo como funcionario de prisiones de Georgia. En los últimos años, al percibir que el país se volvía más polarizado y volátil, había acumulado una pequeña colección de armas de fuego y una reserva de suministros de emergencia. Preveía que llegaría un momento en que el gobierno se alzaría contra su familia, pero él había contribuido a crear esta crisis en particular.
“Voy a ser sincero contigo”, le dijo a Jaime. “Voté por Trump. Creo en mucho de lo que dice”.
“Me lo imaginaba”, dijo Jaime. “Tú y casi todo el mundo por aquí”.
“Se trata de proteger nuestros derechos como país soberano”, dijo Sky. “Tenemos que acabar con la infiltración en la frontera. No se trata de ti”.
“Es que sí se trata de mí”, dijo Jaime. “Eso es lo que no entiendo”.
Más que rabia o incluso miedo, lo que había experimentado Jaime en las últimas semanas era una creciente sensación de desorientación respecto a las personas que amaba y al lugar que consideraba su hogar. Había vivido todo su vida, menos el primer año en Roma, una ciudad ribereña de 40.000 habitantes situada en las inmediaciones de los montes Apalaches. Era especialista en atención al cliente en el concesionario de coches local, voluntario del equipo de la iglesia y anfitrión de parrilladas familiares en su vecindario. Pero últimamente los camiones de su concesionario estaban engalanados con banderas de Trump, el grupo de su iglesia discutía la “santidad de las fronteras” y su barrio estaba lleno de carteles políticos, entre ellos uno que decía: “¡Empiecen a expulsar a los ilegales YA!”. Más del 70 por ciento de los votantes de los alrededores del condado de Floyd eligieron a Trump y sus deportaciones masivas, incluidos muchos amigos y familiares de Jaime.
Cuando Trump fue elegido por primera vez, en 2016, Jaime estaba soltero y sin hijos, sin vínculos reales. Ahora su esposa, Jennifer, se pasaba la noche en vela en la computadora, investigando los vericuetos de la ley de inmigración e intentando contratar a un abogado, a pesar de que tenían miles de dólares de deudas. Sus gemelos de 7 años estaban ordenando la ropa para que fuera más fácil hacer la maleta en caso de emergencia. Jaime y Jennifer habían pensado en trasladar a su familia a Canadá, a España o incluso a México, pero Jaime no conocía a nadie allí y su español oxidado tenía un espeso acento sureño.
“Nunca me había sentido extranjero hasta ahora”, le dijo a Sky.
“No voy a permitir que ocurra nada que ponga en peligro a tu familia”, dijo Sky.
“Ya ocurrió”, dijo Jaime.
“Todos esos criminales de los que ha hablado Trump —los violadores, los miembros de bandas—, esos no son ustedes”, dijo Sky. Había oído decir a Trump que deportaría primero a “los malos” y que posiblemente sería indulgente con los inmigrantes que habían sido traídos al país siendo niños.
“Mereces estar aquí”, dijo Sky. “Para mí, eres básicamente estadounidense”.
“Pero no lo soy”, dijo Jaime.
Jaime había hecho todo lo posible por pasar por estadounidense desde que tenía unos 5 años, cuando su abuelo le enseñó por primera vez algunas de las normas de asimilación del Sur profundo: nada de ropa holgada, nada de bandanas, nada de coches lowrider, nada de acento, nada de hablar español fuera de casa cuando podía evitarlo. En lugar de eso, se familiarizó con el lenguaje de la salvación, los rifles de caza y el fútbol americano de los Georgia Bulldogs. Le pidió a sus profesores y más tarde a sus jefes que no pronunciaran su nombre como Jai-me, más cercana a la pronunciación típica en español, sino como Yei-me.
Su hermano menor, quien nació unos años más tarde como ciudadano estadounidense en un hospital del centro de Roma, utilizó sus prestaciones del gobierno y se metió constantemente en pequeños problemas legales. Mientras tanto, Jaime nunca había infringido ley alguna. Trabajaba 50 horas semanales en el concesionario, conducía por debajo del límite de velocidad, pagaba puntualmente sus impuestos y alisaba las arrugas de los libros antes de devolverlos a la biblioteca. Pero ningún cumplimiento de las normas compensaba el que había infringido antes de tener edad suficiente para caminar o hablar, cuando su familia lo llevó al otro lado de la frontera porque su madre había encontrado trabajo en una planta procesadora de pollos a las afueras de Roma. Más de 30 años después, su presencia en el país seguía siendo ilegal. No tenía derecho a la Seguridad Social, ni a cupones de alimentos, ni a prestaciones de desempleo, ni a ningún tipo de seguro médico que pudiera permitirse.
Lo único que tenía era un permiso de trabajo temporal gracias a DACA —el programa de Acción Diferida para los Llegados en la Infancia—, que protege de la deportación a algunos inmigrantes que llegaron al país siendo niños. Recientemente, Trump expresó su voluntad de colaborar con los demócratas para ayudar a los beneficiarios de DACA a permanecer en el país como “una cuestión de corazón”, pero también había apuntado a la cancelación de DACA durante su primer mandato, y sus aliados seguían desafiando al programa con una demanda pendiente que parecía destinada a la Corte Suprema. Jennifer no sabía qué creer ni en quién confiar, así que había empezado a pasar las tardes en una página de Facebook para beneficiarios de DACA, intentando recabar ideas sobre qué hacer a continuación.
“Algunas personas están cortando todo tipo de comunicación y escondiéndose”, le dijo a Jaime una noche, mientras navegaba en línea después de que sus cuatro hijos estuvieran en la cama. “¿Deberíamos hacer lo mismo?”.
“¿Cómo?”, preguntó Jaime. “Estoy registrado gracias a DACA. Conocen nuestra dirección. Saben dónde trabajo. Si quieren empezar a atrapar gente, soy el más fácil de atrapar”.
“Podrías perder tu permiso de trabajo”, dijo. “Deberíamos ahorrar, pedir ayuda, prepararnos para la pobreza”.
Él se rió y mantuvo los ojos fijos en el televisor. Acababan de comprar una batería de coche de 120 dólares a plazos, repartiendo los pagos en cuatro meses. “Podemos soportar vivir en quiebra”, dijo. “Somos buenos haciéndolo”.
“Esto no es una broma”, dijo ella. “¿Por qué soy yo quien hace todo el trabajo?”.
La familia de Jennifer había vivido en Roma durante generaciones, y apenas se había parado a pensar en la situación migratoria de Jaime en sus primeros meses juntos. Supuso que era una simple cuestión de papeleo que se arreglaría con su matrimonio, o teniendo hijos juntos nacidos en Estados Unidos, pero en vez de eso habían pasado años tropezando con los obstáculos y gastos del estrecho camino del país hacia la ciudadanía. Había estado sumida en un frenesí desde las elecciones, olvidándose a menudo de comer o dormir. Hacía listas de cosas por hacer, investigaba códigos legales, organizaba colectas de fondos y dirigía círculos de oración, aunque a veces Jaime parecía cada vez más retraído.
“¿Tiene algún sentido luchar contra lo que la gente quiere?”, se preguntaba a veces. Roma había elegido este resultado, y ahora había un “Puesto de Souvenirs de la Victoria MAGA” junto a la interestatal y un desfile de camiones con banderas de Trump tocando el claxon por el centro de la ciudad. Jaime se había tomado unas semanas sin asistir a la iglesia que amaba. No se había despertado con el sonido de su alarma y se había quedado en la cama con el celular en la mano, hojeando noticias sobre Trump y sus cargos, especulando sobre reformas para evitar que los inmigrantes “envenenaran la sangre” del país, cómo deportar a las familias juntas, quitarles las tarjetas de residencia y acabar con la ciudadanía por derecho de nacimiento.
Jaime creía que la única forma de garantizar su seguridad era hacerse ciudadano estadounidense, y en su caso ese proceso era caro, prolongado e improbable. Un abogado le había dicho que primero tendría que salir de Estados Unidos, regresar a México, posiblemente esperar semanas o incluso meses y luego arriesgarse a ser detenido volviendo a entrar en el país con una inspección legal. Solo entonces podría empezar a solicitar la residencia en Estados Unidos, un proceso agotador que en parte se basaba en un juicio sobre su carácter. Jennifer había empezado a recopilar decenas de cartas de personas de Roma para ayudar en su caso, y sacó una carpeta y empezó a leerle algunas a Jaime.
“Se esfuerza cada día por vivir como un hombre de Dios”, escribió un dirigente de su iglesia. “Tiene una profunda integridad y un corazón enorme y generoso”.
“Muchos de sus clientes solo quieren tratar con él porque tiene la mejor sonrisa”, escribió un compañero de trabajo.
“Ha sido el amigo con el que contaba desde la escuela secundaria”.
Jennifer apiló las cartas y las volvió a meter en la carpeta. “Aquí, a la gente le importas”, dijo. “Es posible que sus creencias políticas no lo demuestren, pero se preocupan por ti”.
Jaime se apartó del televisor y la miró. “¿Cuántas cartas crees que necesitamos?”.
“Todas las que podamos conseguir”, dijo ella, porque quizá su marido podría salvarse por algunas de las mismas personas cuyos votos lo habían puesto en peligro.
“¿Y Sky?”, preguntó.
Unos días después, Sky cruzó Roma en coche para visitar a Jaime y Jennifer y cuidar de sus nietos. Llevó golosinas para los niños y su “bolsa de supervivencia”, que lo había acompañado a todas partes durante los últimos años. Contenía todos los suministros que creía que podría necesitar para ser autosuficiente en caso de apagón o colapso social: torniquetes, prismáticos, cuchillos, silbatos, linternas, filtros de agua, encendedores, un kit para mordeduras de serpiente, un arma de fuego, una honda y una Biblia.
Pasó por delante de la pequeña casa donde había crecido, en el lado oeste de Roma. El patio estaba cubierto de maleza, y un grupo de hombres holgazaneaba en una esquina. “Probablemente traficantes de drogas”, dijo Sky. “Ya no tengo mucha fe en la humanidad”.
Pasó junto a una iglesia baptista abandonada y luego una pizzería decorada con una bandera mexicana. “La MS-13 está empezando a operar desde allí”, dijo, repitiendo un rumor que le había contado un amigo de las fuerzas del orden. “Están intentando apoderarse de todo el barrio. Drogas, tráfico sexual… lo que quieras”.
Así era como había llegado a ver Roma a través de su trabajo como oficial de control de animales y correccional: como una ciudad inestable y cada vez más peligrosa. Miles de inmigrantes se habían trasladado a la zona desde México y Centroamérica en la última década, ayudando a impulsar la industria y a revitalizar el centro de la ciudad, pero Sky también se encontró con otros impactos de la inmigración como parte de su trabajo. Capturó pitbulls en libertad cuyos dueños procedían de países que no tenían leyes sobre las correas y trató con redes locales de peleas de gallos vinculadas a cárteles. Se ocupó de sobredosis de drogas cuyo origen era el fentanilo procedente de México. Aprendió a reconocer los colores de las bandas y las etiquetas de graffiti que aparecían por todo Georgia: Norteños. Mexican Mafia. Latin Kings. MS-13.
No pensaba en la cuestión fronteriza como una abstracción lejana. Eran las bandas, las drogas y a veces también los presos con los que trataba cada día. Solo unos meses antes, un inmigrante indocumentado había intentado huir de la policía en Roma a las 2:00 a. m. en un Dodge Charger cuando chocó contra otro coche, matando a dos personas e hiriendo de gravedad a un niño de 1 año.
“La sangre de estos estadounidenses inocentes está en las manos de todos los demócratas de fronteras abiertas”, había dicho entonces el diputado Greene, y Sky creía que era cierto.
“Los extranjeros ilegales están a punto de remplazarlos, de remplazar sus empleos, de remplazar las escuelas de sus hijos, de remplazar su cultura”, dijo Greene, y aunque los principales medios de comunicación desestimaron sus comentarios como parte de una teoría de la conspiración racista, Sky se preguntó si no tendría algo de razón. Su antigua escuela primaria atendía a decenas de alumnos que hablaban inglés como segunda lengua. La antigua tienda de bodas del centro empezaba a especializarse en vestidos para quinceañeras. A una hora por la autopista, la ciudad textil de Dalton, Georgia, se había vuelto mayoritariamente hispana, con un desfile anual para celebrar la independencia de México.
Sky se detuvo en el pasaje donde está la casa de Jaime y llevó su bolsa de viaje. En ningún sitio podía sentir la escalada de las tensiones políticas del país como dentro de su propia familia. Compartía casa con su padre, pero llevaban trece meses sin hablarse, desde que éste acusó a Sky de ser un “soldado radical” de Trump. Su cuñada era transgénero, pero Sky se negó a utilizar nuevos pronombres o a cambiar su manera de hablar porque, dijo, “no creía en esa porquería”. Su esposa, demócrata, había considerado brevemente la posibilidad de mudarse unos días después de las elecciones, acusando a Sky de traicionar a sus nietos hispanos con su voto.
Y ahora se enfrentaba a otra división con Jaime, a quien Sky dijo que quería como un hijo. Sky se había mostrado escéptico cuando Jennifer le presentó a Jaime por primera vez, temiendo que le complicara la vida casándose con un inmigrante indocumentado, pero Jaime había demostrado ser “un cristiano devoto, un gran padre, un padre de familia modelo”, dijo Sky.
Jaime entregó a su hijo de 1 año a Sky y le habló de su último plan, a largo plazo antes de que Trump asumiera el poder: viajar de vuelta a México, esperar el papeleo, volver a entrar en Estados Unidos y luego solicitar la residencia legal. Él y Jennifer tenían una cita con un abogado de inmigración en Atlanta, y Jaime dijo que podrían necesitar ayuda para el cuidado de los niños, los gastos legales y cartas de apoyo.
“Es estúpido que se lo pongan tan difícil a alguien como tú”, dijo Sky.
“Estamos de acuerdo”, dijo Jaime.
“Sé que no siempre lo parece, pero te cubro las espaldas”, dijo Sky. “Me gusta Trump, pero es un fanfarrón. Es un vendedor. Endurecerá las cosas en la frontera, pero en realidad no va a perseguir a gente como tú. Nadie te va a meter en un autobús a menos que pasen por encima de mí”.
Jaime y Jennifer condujeron fuera de Roma, pasando por delante del puesto de souvenirs MAGA y en dirección al bufete de abogados de Uriel Delgado, en los suburbios de Atlanta. Le entregaron la carpeta de pruebas de Jennifer, los artefactos rutinarios de una vida en Estados Unidos. Formularios fiscales. Boletines de notas escolares. Cartas de apoyo. Pagos del coche. Documentos hipotecarios. Facturas de tarjetas de crédito.
“Súper organizado”, dijo Delgado. “Es un caso perfecto”.
“¿Así que es fácil?”, preguntó Jaime.
“No exactamente”, dijo Delgado. Explicó que Trump se había equivocado a lo largo de los años sobre cómo tratar a los beneficiarios de DACA, pero que ahora estaba llenando su nuevo gobierno de funcionarios deseosos de deportaciones masivas. “Ahora mismo, en términos de lo alarmado que estoy por los próximos cuatro años, diría que la situación es un 9 de 10”. Les habló de algunos de sus otros clientes en las últimas semanas: el pánico diario que presenciaba en su oficina, la desesperación, la devastación cuando todo lo que podía ofrecer eran consuelos y callejones sin salida. “Así que, sí”, dijo. “En realidad es un 10 de 10. Incluso un caso fácil se volvió muy difícil”.
En la situación de Jaime, Delgado dijo que el primer paso era solicitar la libertad condicional anticipada, esencialmente un documento de viaje que permitiría a Jaime salir de Estados Unidos y volver a entrar legalmente. El tiempo de espera para la aprobación podría llevar entre 6 y 24 meses, a menos que Jaime tuviera un motivo para solicitarlo con carácter de urgencia, en cuyo caso podría conseguir volver al país antes de la toma de posesión de Trump.
“Muchos de mis clientes pueden tener un familiar en México que esté enfermo o muriéndose”, dijo Delgado. “Dicen que necesitan ir a visitarlo, y así es como consiguen el permiso de emergencia”.
“Yo no tengo nada de eso”, dijo Jaime. “Toda mi familia está aquí”.
“¿Ningún pariente lejano que pueda tener algún tipo de enfermedad?”.
“No”, dijo Jaime.
“Ok. ¿Y tú mismo tienes algún problema médico?”. dijo Delgado. “¿Quizá un problema dental? ¿Algo por lo que tengas que ir a México para costearte el tratamiento?”.
“La verdad es que no”, dijo Jaime, y Jennifer suspiró y le dio un codazo en el hombro. Sabía que su marido a veces perdía una comisión de ventas en el trabajo porque se negaba a exagerar o a aprovecharse de un cliente. Creía que había que seguir las normas, aunque estuvieran en su contra.
“Ya se nos ocurrirá algo”, dijo Jennifer. “Pero lo que nos frena son las finanzas. ¿A qué cifra debería aspirar, como un total desde ahora hasta que consiga la green card?”.
“Veamos”, dijo Delgado, y sacó una calculadora y empezó a sumar números. Estaban los costes gubernamentales de renovar su DACA (555 dólares), solicitar la libertad condicional anticipada (630 dólares), ajustar su estatus (1440 dólares) y solicitar un nuevo permiso de trabajo (410 dólares). “Luego están los gastos legales”, dijo Delgado. “Estoy por debajo del mercado, pero siguen siendo unos 4500 dólares”.
“Y luego está mi boleto de avión, obviamente”, dijo Jaime.
“Claro”, dijo Delgado.
“Y mi boleto de avión”, dijo Jennifer. “No voy a separarme, porque si algo sale mal y no te dejan volver…”. Se le cortó la voz y empezó a llorar.
“Además, el hotel. Más los gastos de viaje. Más el tiempo que me costará en el trabajo”, dijo Jaime. Jennifer apoyó la cabeza en la mesa y empezó a rezar, y Jaime le cogió la mano.
“Y aunque encontremos todo este dinero y sigamos adelante, sigue existiendo el riesgo de que sea para nada, ¿verdad?”. dijo Jaime.
“Siempre hay un riesgo”, dijo Delgado. “Puede que no te lo aprueben. Puede haber retrasos. Podría alargarse”.
“Y antes de que pase algo, podrían deportarme”.
“Podrían deportarte”, convino Delgado. “Pero cuanto más esperes, mayor será esa posibilidad”.
Jaime y Jennifer reunieron los papeles, le dieron las gracias y dijeron que buscarían un préstamo y enviarían un depósito cuando volvieran a Roma.
“Roma, ¿eh?”, dijo Delgado. “Allí es donde crecí. Una ciudad pequeña. Muy conservadora”.
“Todavía hay mucho de eso”, dijo Jaime.
“Por lo visto”, dijo Delgado.
Les habló de sus padres, quienes emigraron de México a Georgia cuando eran niños y más tarde recibieron una amnistía por el presidente Ronald Reagan. Trabajaron en empleos de servicio, ahorraron y finalmente lograron comprar un edificio en el centro de Roma, donde abrieron un restaurante y un club nocturno. Era un lugar popular, sobre todo entre el creciente número de inmigrantes de la ciudad, pero los propietarios de los negocios vecinos no dejaban de crear nuevos obstáculos: impugnaban su licencia para vender bebidas alcohólicas, alegaban códigos de construcción ocultos, presentaban quejas por ruidos y, finalmente, recurrían al racismo puro y duro acusando a la familia de Delgado de una conexión inverosímil con un cártel mexicano. La policía de Roma siguió presentándose en el restaurante. El ayuntamiento intervino. Al final, sus padres decidieron cerrar el negocio y seguir a Delgado a Atlanta, donde se había convertido en un destacado abogado de inmigración, en parte para poder defender a su familia si volvían a sufrir discriminación.
“Cada vez que manejo para allá, sigo sintiendo esa rabia, esa espesura en el aire”, dijo Delgado.
“Lo entiendo”, dijo Jaime. “Es un lugar complicado”.
“Es esa mentalidad de pueblo pequeño”, dijo Delgado.
“Sí, pero no todo es malo”, dijo Jaime. “Hay mucha bondad”.
“¿Tú crees?”, preguntó Delgado.
“Eso espero”, dijo Jaime, y luego siguió a Jennifer hasta el coche y empezó a conducir de vuelta a casa.
Eli Saslow
escribe reportajes en profundidad sobre el impacto de los grandes temas nacionales en la vida de las personas. Más de Eli Saslow
Erin Schaff
es fotoperiodista del Times y cubre historias en todo el país. Más de Erin Schaff
c. 2024 The New York Times Company