Cómo fue que Estados Unidos creó al enemigo que más temía
El héroe de guerra talibán observa la multitud, buscando. De la parte de atrás, toma a un hombre con un mechón de pelo polvoriento y la cara marcada por la metralla.
El hombre tiene la cabeza inclinada y le faltan un brazo y un ojo. Algo le ha ocurrido, algo horrible.
“Este”, dice el comandante talibán, sacudiendo al hombre con fuerza excesiva, “fue el último aliado de los estadounidenses aquí”.
En esta remota provincia, el comandante llevó a cabo uno de los ataques más mortíferos contra las fuerzas estadounidenses en Afganistán, una batalla campal que fue una alerta temprana de un conflicto que se desvió de manera terrible y alteró la historia de la guerra.
Ahora, años después de que los estadounidenses abandonaron este valle, y todo Afganistán, el comandante sacude al hombre que localizó entre la multitud para explicarle cómo Estados Unidos perdió ambas cosas.
Agarrándolo del brazo vacío de su chaqueta, el comandante lo hizo girar como a una marioneta. El miembro cortado y las cicatrices desgarradas del hombre solo contaban la mitad de la historia: a su familia la mataron junto a él, masacrada cuando huían de los talibanes.
“Este hombre era mi enemigo jurado”, dijo el comandante talibán, el mulá Osman Jawhari.
“¿Pero sabes quién le hizo esto?”, preguntó el comandante mientras una sonrisa descarada se dibujaba en su rostro.
“Fueron sus amigos, los americanos”.
Convertir a los aliados en enemigos
Cuando empezó la guerra en Afganistán, aquí casi no había talibanes, solo un par de inadaptados barbudos de los que se reían los lugareños.
Luego aparecieron las fuerzas estadounidenses, y este valle de la provincia de Nuristán, rodeado de montañas de bosque alpino, se convirtió en el escenario de algunos de los ataques más violentos ejeciutados contra soldados estadounidenses desde Vietnam.
Durante años, historiadores, periodistas y oficiales militares han tratado de comprender cómo los estadounidenses perdieron el valle. Los investigadores del ejército dedicaron cientos de páginas a los fallos que permitieron que más de 150 insurgentes casi invadieran una incipiente base estadounidense localizada en el diminuto pueblo de Want en julio de 2008, matando a nueve soldados estadounidenses e hiriendo a más de dos decenas.
La batalla, librada por uno de los batallones más condecorados en más de medio siglo, fue “tan notable como cualquier acción de una pequeña unidad en la historia militar estadounidense”, dijo un investigador. Sin embargo, culpó a los oficiales por haber sido sorprendidos con la guardia baja, mientras que otro investigador los exoneró, afirmando que las bajas eran el costo de la guerra.
Casi tan pronto como Estados Unidos se retiró de Afganistán, en gran medida se lavó las manos de ese país. Cuando el expresidente Donald Trump regrese al cargo en enero, será el primer presidente en un cuarto de siglo que no participa en esa guerra. Al contrario, la ha utilizado como arma política para culpar al presidente Joe Biden de su caótico final, a pesar de que el mismo Trump puso en marcha la retirada estadounidense durante su primer mandato.
La guerra más prolongada de Estados Unidos consumió cuatro presidentes y más de 2 billones de dólares. Sin embargo, Estados Unidos nunca se ha enfrentado del todo a cómo perdió el rumbo en Afganistán, incluidos las clamorosas fallas de inteligencia que plagaron todo el esfuerzo bélico.
Las investigaciones oficiales sobre la batalla de Want nunca respondieron a la única pregunta que ningún militar podía permitirse ignorar: ¿cómo se convirtió un valle antaño libre de talibanes en un hervidero de insurgentes? O, dicho de otro modo, ¿por qué tantas de las personas que dieron la bienvenida a los estadounidenses de repente querían matarlos?
Durante más de un año, The New York Times visitó aldeas del valle de Waygal, una zona que era inaccesible, hablando con lugareños, funcionarios talibanes y antiguos combatientes de ambos bandos de la guerra en busca de la respuesta.
Según todos los relatos, los estadounidenses prácticamente aseguraron su propia derrota: bombardearon repetidamente a sus partidarios más cercanos, demostrando lo poco que Estados Unidos entendía la guerra que estaba librando.
Las bajas civiles son trágicamente frecuentes en la guerra, en Afganistán o en cualquier otro lugar. Pero estos ataques fueron diferentes, dicen los habitantes aquí. Los estadounidenses mataron y mutilaron a quienes más los apoyaban, engrosando las filas de los talibanes al convertir a sus aliados en enemigos.
Convencidos de que Nuristán se convertiría en un centro de transporte y un escondite para Al Qaeda y sus aliados, los estadounidenses construyeron bases y patrullaron de manera agresiva una zona que, durante la mayor parte de un siglo, había gozado de autonomía respecto a su propio gobierno.
Nuristán nunca estuvo destinado a ser un punto focal de la guerra contra el terrorismo. Está aislado, incluso para los estándares de Afganistán, en un paisaje de escarpadas crestas montañosas, picos nevados y desfiladeros fluviales, tan bello como implacable.
La mayoría de los británicos se mantuvieron alejados de la zona en sus fatales incursiones en Afganistán que comenzaron en el siglo XIX. Los rusos, en su propio intento fallido más de un siglo después, apenas entraron. Incluso los talibanes la evitaron durante su gobierno en la década de 1990.
Solo los estadounidenses se atrevieron a incursionar en la región, y al hacerlo crearon el bastión insurgente que más temían.
Estados Unidos lanzó más de 1000 bombas en un lugar en el que nunca tuvo que estar. En lugar de ganar corazones y mentes, los estadounidenses sembraron sin saberlo las semillas de su propia desaparición aquí en el valle de Waygal —al igual que ocurrió en gran parte de Afganistán— y luego se quedaron durante años para recoger la cosecha.
“Tienes que saber cuándo eres tú el problema”, dijo el coronel retirado William Ostlund, oficial al mando de los hombres que libraron la batalla en Want (a veces denominada Wanat).
“Hablamos de lecciones aprendidas, pero constantemente volvemos a aprender las lecciones aprendidas, ¿y quién paga por eso?”, preguntó. “Nuestros jóvenes, a quienes ponemos en peligro”.
Para los talibanes, la batalla de Want perforó el mito de la invencibilidad estadounidense, demostrando que la determinación curtida podía vencer incluso a la mayor superpotencia.
Pero también hay otra lección, la hayan aprendido o no del todo los estadounidenses: las consecuencias de adentrarse ciegamente en un valle que malinterpretaron terriblemente.
Hoy, en un extraño eco de la historia, los talibanes parecen estar cometiendo algunos de los mismos errores. Amenazan la independencia del valle y corren el riesgo de dilapidar la buena voluntad de su pueblo, como hicieron los estadounidenses.
Diarios de guerra
Los cuadernos escolares están en bolsas esparcidas por la casa, y sus cubiertas brillaban como pequeños fragmentos de cielo. Forman parte de la colección de objetos de guerra del mulá Osman, reunidos a lo largo de dos décadas de conflicto: brújulas, espadas oxidadas, cartuchos de rifle pegados con cinta adhesiva y decenas de cuadernos azul claro de Unicef.
En su interior están los detalles íntimos de sus operaciones, planes de batalla y presupuestos: cuántos hombres, armas y balas asignó a cada tarea. En los márgenes hay trozos de poesía y rosas dibujadas a mano, garabateadas en las horas ociosas de la guerra.
Se trata de una historia que solo él conoce, los diarios de guerra de un famoso comandante talibán.
Alto y espigado, de complexión delgada, el mulá Osman tiene los ojos hundidos y una cicatriz morada sobre la mejilla, ocasionada por un accidente de trineo.
Luego de ser perseguido durante años por los estadounidenses, el mulá desapareció poco después del final de la guerra. Lo localicé en su aldea natal de Waygal, en su casa de madera tallada y piedra de río, ubicada a la orilla de un río en cascada.
Mientras hojea los cuadernos, se detiene en un ejemplar con las páginas muy manoseadas: La batalla de Want.
Adentro hay mapas y representaciones detalladas del valle y de las rutas hacia Want, pasos de montaña por los que sus hombres trasladaban armas de contrabando para evitar ser detectados por drones. Las casas de aliados y enemigos están marcadas con X; flechas en bucle recorren la página de arriba abajo.
Al percibir nuestro interés, el mulá Osman sacude la cabeza. La batalla de Want no empezó aquí, dice, presionando la cubierta rota entre el pulgar y el índice.
“Empezó muchos años antes”.
Una estela de fuego y humo
Los primeros días rebosaban optimismo.
Nadie quería la visión retrógrada de los talibanes, no cuando los estadounidenses ofrecían una alternativa brillante y resplandeciente.
Estados Unidos acababa de derrocar a los talibanes y Al Qaeda estaba huyendo. Estados Unidos tenía una pequeña presencia en Afganistán, con operaciones limitadas que se enfocaban principalmente en localizar a Osama bin Laden.
No fue sino hasta 2003, el mismo año en que el Pentágono declaró con optimismo el fin de los “grandes combates” en Afganistán, que los estadounidenses no entraron en el valle del Waygal en busca de Al Qaeda, y fueron recibidos con los brazos abiertos.
Durante una de las primeras patrullas en la zona, un soldado estadounidense cayó desde la ladera de la montaña, precipitándose por un vertedero pedregoso. Los aldeanos recuerdan que lo llevaron a la casa de un anciano de la localidad, donde lo cuidaron hasta que los estadounidenses pudieron recuperarlo.
“A la gente no le importaba que fuera estadounidense”, recordó el mulá Osman. “Solo querían ayudarlo”.
El mulá Osman no lograba convencerlos de que los estadounidenses eran el enemigo. A él tampoco le habían interesado los talibanes hasta que empezó la guerra, una afrenta que dijo que no podía ignorar.
El mulá Osman no lograba convencerlos de que los estadounidenses eran el enemigo. Tampoco le habían interesado los talibanes hasta que empezó la guerra, una afrenta que dijo que no podía ignorar.
Su padre y sus tíos habían luchado contra los rusos por la misma razón. En ese entonces, era un niño, estudiaba en una madrasa, una escuela superior musulmana, y tenía la intención de convertirse en erudito islámico. Tras la retirada de los soviéticos, que desencadenó una guerra civil, el mulá Osman apreciaba a los talibanes por haber puesto fin a los combates. Pero no tenía ningún deseo de unirse a ellos hasta que los estadounidenses invadieron su país.
Al principio, casi ninguno de sus vecinos comprendió su indignación. Entonces, una serie de ataques aéreos afectaron el valle, cambiándolo para siempre.
En octubre de 2003, la CIA emprendió un ataque contra un presunto terrorista en un pueblo de la cima de una montaña, enviando una estela de fuego y humo al cielo negro tinta.
Los helicópteros de combate ametrallaron los bosques donde los habitantes habían huido en busca de seguridad. Un grupo de casas de madera y una mezquita fueron diezmadas; siete personas murieron, algunas mientras huían.
Los estadounidenses declararon que el ataque había sido un éxito, algo que se volvería tan común que perdería significado.
Lo cierto es que los ataques habían fracasado. No solo su objetivo no estaba allí, sino que las casas y la mezquita que atacaron pertenecían a un firme aliado estadounidense, un antiguo gobernador de Nuristán llamado Mawlawi Ghulam Rabbani.
El partido político de Rabbani, Jamiat-e-Islami, detestaba a los talibanes, hasta el punto de que se había asociado con los estadounidenses para derrocarlos. De hecho, esa misma noche, Rabbani se encontraba en Kabul como parte de una delegación de fuerzas proestadounidenses.
Las únicas personas refugiadas en la casa de la ladera de la montaña eran su familia y sus amigos. De los siete muertos, la mayoría eran mujeres y niños, y entre ellos se encontraban el hijo y la hija de Rabbani.
Eran los primeros días de la guerra, antes de que la muerte de civiles por ataques aéreos se convirtiera en un punto álgido en las relaciones entre Estados Unidos y Afganistán. Cuando las fuerzas estadounidenses llegaron a investigar los daños, uno de los hijos supervivientes de Rabbani estaba allí, deambulando por la ladera calcinada, en busca de restos.
“Actuaban como si nunca hubiera ocurrido”, dijo recientemente el hijo desde la casa familiar. Los restos de los ataques aéreos aún marcan el paisaje.
Durante el resto de su vida, el patriarca de los Rabbani cargaría con el trauma de haber apoyado a quien le había arrebatado a su familia. Abrumado por el dolor, preguntaba a cualquiera con quien se cruzara qué podría haber hecho su familia para merecer un final tan cruel.
Aunque el atentado apenas se comentó en Kabul, y mucho menos en Washington, cambió la dinámica en el valle del Waygal. Aunque la gente no estaba dispuesta a rendirse ante los estadounidenses, ya no los veía como liberadores infalibles. Un sentimiento creciente de resentimiento, y de injusticia, abrió una grieta para que creciera el mensaje de los talibanes.
Antes del atentado, el mulá Osman y Rabbani habían sido enemigos, portavoces de visiones opuestas del futuro de su país. Pero en el funeral de la familia Rabbani, el mulá Osman acudió a presentar sus respetos.
Rezó con la familia en los restos humeantes de su antigua mezquita. Conmovidos por su gesto, los hijos supervivientes le regalaron una radio bidireccional, un medio de comunicación a través del valle.
“Hasta ese momento, la zona era muy tranquila. Era segura para todos, incluso para los militares estadounidenses”, dijo el mulá Osman.
“Pero después del ataque a la familia Rabbani, los talibanes tomaron el control. Y comenzó el levantamiento”, dijo.
‘Peores que los estadounidenses’
Hombres jóvenes acudieron a unirse a las escasas filas de los seguidores del mulá Osman, impulsados por la amargura ocasionada por el asesinato de los Rabbani.
No es que los estadounidenses se dieran cuenta. Durante los tres años siguientes, dejaron Nuristán en paz, distraídos por los combates en otras partes de Afganistán y por la nueva guerra en Irak.
Los estadounidenses regresaron en 2006, convencidos de que Al Qaeda y sus aliados se refugiaban en las montañas, pero el valle ya se había transformado. Los talibanes ya no eran un espectáculo secundario.
Los estadounidenses empezaron a construir bases en el valle, dando al mulá Osman exactamente lo que quería: una oportunidad para demostrar que, fuera cual fuera el desarrollo prometido por los estadounidenses, ellos traerían la muerte.
Y así fue. En su búsqueda de Al Qaeda, detuvieron a agricultores y pastores, lanzaron bombas suficientes para arrasar una montaña y mataron a inocentes, incluido un vehículo lleno de adolescentes que no se detuvo en un puesto de control.
Con la creciente indignación pública, la popularidad del mulá Osman se disparó. Asumió más riesgos, tendiendo emboscadas a las patrullas a pie y llenando de explosivos los caminos de tierra. Con cada escaramuza, detectaba las tendencias y los puntos vulnerables de los estadounidenses.
Sin embargo, no todos se oponían a los estadounidenses. Una familia en particular destacaba como la mayor defensora —y beneficiaria— de los estadounidenses.
Desde el momento en que llegaron las fuerzas de Estados Unidos, la familia de Rafiullah Arif los acogió, como antes habían hecho los Rabbani. La familia les alquiló terrenos para construir una base, e incluso ofreció a sus hijos para ayudar con la seguridad, la logística, y lo que hiciera falta.
Rafiullah, alto y con una espesa mata de pelo negro, se convirtió en un leal colaborador de los estadounidenses, ayudando con el transporte y los suministros y, al menos según el mulá Osman, recopilando información de inteligencia.
“Estos tipos eran peores que los estadounidenses”, dijo el mulá Osman. “Los estadounidenses venían por Bin Laden, y por Al Qaeda. ¿Pero nuestra propia gente? ¿Qué razón tenían?”.
El mulá Osman y Rafiullah se convirtieron en enemigos acérrimos en un arriesgado enfrentamiento de política local con implicaciones globales. Cuanto más alienaban los estadounidenses a los habitantes del valle del Waygal, ellos más se acercaban a los talibanes.
Y cuanto más se acercaban los lugareños al mulá Osman, más necesitaban los estadounidenses a aliados como Rafiullah.
Autoderrota
El coronel Ostlund llegó a Nuristán en 2007, heredando la creciente hostilidad hacia Estados Unidos y la ubicación salvaje y poco práctica de las bases estadounidenses. Se sorprendió con su lejanía y el poco sentido que tenían.
Tenían que reabastecerse en helicóptero en desolados barrancos donde los insurgentes eran capaces de dispararles libremente y el tiempo podía cambiar en un instante. Le preocupaba constantemente que un cohete talibán derribara un helicóptero con sus hombres.
Las montañas superaban los 3000 metros de altura y brotaban del río con tal brusquedad que casi eclipsaban el cielo.
Aunque Ostlund y sus hombres habían venido a luchar, no deseaban hacerlo con una desventaja tan asombrosa.
Para ese entonces, el mulá Osman disponía de muchos más hombres. Los organizó en equipos de 10, con un imán, un jefe de equipo, un observador con binoculares, un radiotelegrafista, un artillero… y un cámara para grabar cada emboscada.
Estudiaba cada batalla, revisando las imágenes como un entrenador de fútbol. Los videos se convirtieron en la pieza central de su campaña de propaganda, compartidos ampliamente a través de teléfonos móviles y en las redes sociales, una prueba de la eficacia de los talibanes en su lucha contra Estados Unidos.
Pero el mulá Osman quería hacer más: quería invadir una base estadounidense y matar a todos los que estuvieran adentro.
Y casi lo logró.
Casi un año antes de la batalla de Want, los talibanes asaltaron otra base, en agosto de 2007. Los combatientes del mulá Osman estuvieron tan cerca de invadirla que los estadounidenses tuvieron que luchar cuerpo a cuerpo hasta que llegó el apoyo aéreo, tan cerca que los pilotos se vieron obligados a bombardear su propia base.
[A continuación: un video brindado por Osman y empleado como propaganda por los talibanes que muestra la incursión en la base militar estadounidense de Bella en agosto de 2007.]
En el ataque, el mulá Osman sufrió heridas por una granada, pero no murió ningún estadounidense. Sin embargo, la cuestión estaba clara: los talibanes controlaban el valle, y los estadounidenses corrían peligro.
El mulá Osman les tendió otra emboscada aproximadamente un mes después, situando a sus hombres a lo largo de los senderos incrustados en las laderas pedregosas y verticales. Seis estadounidenses murieron, entre ellos un jefe de pelotón, una muestra devastadora de la violencia que se avecinaba.
Se mire por donde se mire, la cantidad de combate librado y soportado por los hombres del coronel, del Segundo Batallón, Regimiento 503 de Infantería de la Brigada Aerotransportada 173, fue extraordinaria. Uno de los estadounidenses emboscados por el mulá Osman, Kyle J. White, fue condecorado con la Medalla de Honor.
En sus 15 meses de misión, los hombres del coronel Ostlund lanzaron más morteros, arrojaron más bombas y se enzarzaron en más tiroteos en Nuristán y una provincia vecina que casi cualquier otra unidad de toda la guerra, según Wesley Morgan, cuyo libro The Hardest Place relata la guerra en el Waygal y los valles circundantes.
Pero esa violencia solo cimentó la hostilidad de la población hacia los estadounidenses, y la creciente popularidad de los talibanes. Lo que dejó a los estadounidenses en un curioso atolladero: cuanto más luchaban, más violentas se volvían las cosas.
“No comprendíamos a la gente, ni la cultura”, dijo el coronel Ostland. “En realidad, no trabajábamos con la gente ni nos disculpábamos por las cosas malas que ocurrían. Mejoramos en eso, pero ya era demasiado tarde”.
Los estadounidenses terminaron por consolidar las fuerzas en su base en el terreno de la familia de Rafiullah, en un pueblo llamado Bella, pero los talibanes los siguieron. El mulá Osman empezó a lanzar ataques diarios allí.
Ostland estaba harto. Quería trasladar sus fuerzas a la aldea de Want, en la boca del valle, donde sería más fácil defenderse. Había pasado meses negociando con los ancianos de la aldea para comprar terrenos allí y en julio de 2008 por fin consiguió el permiso.
Pero, en su prisa por marcharse, los estadounidenses habían pasado por alto algo fundamental: ya no había ningún lugar seguro para ellos en el valle del Waygal.
El último aliado estadounidense
Quizá el único que se quedó al lado de los estadounidenses haya sido Rafiullah.
Pero su lealtad era cada vez más insostenible, e incluso el dinero que recibía su familia cada vez valía menos. Rafiullah y su familia ni siquiera podían ir al mercado local sin preocuparse por la posibilidad de que los hombres del mulá Osman los mataran. Ahora, con los estadounidenses preparándose para abandonar su aldea, él y su familia estarían completamente desprotegidos.
Los estadounidenses estaban siendo atacados con disparos de mortero por segundo día consecutivo. Rafiullah y su familia decidieron marcharse para siempre.
Recogieron sus pertenencias y huyeron en un par de camionetas con otros civiles, entre ellos varios médicos que trabajaban en la clínica local.
Los vehículos en fuga llamaron la atención de los estadounidenses, que creyeron erróneamente que los talibanes estaban reuniendo fuerzas para otro ataque.
Los oficiales solicitaron un ataque aéreo, lanzando una lluvia de disparos desde dos helicópteros Apache contra el convoy, destruyéndolos a ellos y a casi todos los que iban adentro.
Rafiullah perdió a su padre, a su madre, a su hermano y a su sobrino, junto con su brazo, un ojo y cualquier atisbo de apoyo a la guerra de Estados Unidos en Afganistán.
Los estadounidenses, una vez más, declararon que el ataque había sido un éxito.
La batalla de Want
El mulá Osman y sus hombres, agotados tras semanas de lucha, se retiraron a las montañas. Bajo la copa de un árbol gigante, el mulá les ordenó que volvieran a casa. Tenían que descansar.
Uno de sus lugartenientes se opuso. Los estadounidenses estaban expuestos y eran vulnerables.
¿Por qué no aprovechar la ventaja?, preguntó.
Al fin y al cabo, los talibanes tenían mano de obra fresca: los propios estadounidenses se habían encargado de eso. La muerte de la familia de Rafiullah y de los médicos del convoy había inspirado otra oleada de reclutas talibanes.
El mulá Osman decidió aprovechar la oportunidad. Ganar, había llegado a creer, era cuestión de los primeros cinco minutos.
Sabía que los estadounidenses esperaban ataques breves. Pero esta vez sería diferente. Los talibanes se mantendrían en pie y lucharían, presionando su ventaja en los minutos que tardaran los estadounidenses en activar sus defensas.
Esos cinco minutos, pensó, podría ganarse o perderse toda la batalla.
El mulá Osman convocó a más de 150 hombres de nueve aldeas para prepararse. Tomaron prestadas armas de los talibanes de otras zonas, pero también de los aldeanos locales, que estaban encantados de vaciar sus armerías para la causa.
Para trasladar armas pesadas hasta Want sin ser detectados, desmontaron cañones antiaéreos de calibre 50, los pasaron de contrabando por las montañas y los volvieron a armar en ubicaciones en las laderas.
“Want es como un cuenco”, explicó el mulá Osman. En casi todos los costados, una montaña se eleva desde el valle, como un anfiteatro de piedra. “Desde arriba, podría haberle tirado piedras a los estadounidenses”.
Los insurgentes tomaron sus posiciones por la noche, moviéndose como fantasmas por los estrechos senderos, subiendo y bajando pendientes casi verticales, cargando cientos de kilos de armamento en una ruta agotadora que evitaba la única carretera que atravesaba el valle y que sabían que estaría vigilada por los estadounidenses.
[A continuación: un video brindado por Osman y empleado como propaganda por los talibanes que muestra la batalla de Want en julio de 2008.]
El mulá ubicó hombres en los tejados de los edificios a pocos metros de la base. Incluso colocó a algunos combatientes en los árboles.
Los pistoleros acechaban en la base de las montañas, bajo coníferas que ofrecían cobertura contra drones y satélites, y mantuvieron sus posiciones.
Poco después de las 4:00 a. m. del 13 de julio, los soldados estadounidenses de Want se preparaban para un patrullaje matutino cuando detectaron movimiento.
El chasquido de las ametralladoras inundó el valle mientras los combatientes talibanes descargaban cargador tras cargador. El silbido y el estampido de las granadas propulsadas por cohetes continuaron desde tres direcciones.
Desde un peñasco en equilibrio en la ladera de la montaña, el mulá Osman ordenó por radio a sus hombres que mantuvieran el ataque —que se comprometieran a los cinco minutos— porque podía ser todo lo que tendrían.
Apuntó primero a las armas pesadas: un sistema de misiles guiados por cable encima de un Humvee, que ardió como una pira durante el resto de la batalla, y un depósito de municiones, que explotó convirtiéndose en escombros ardientes.
Las balas atravesaron la base por todos lados. El volumen de los disparos dejó atónitos a los estadounidenses, al igual que la intimidad de la batalla. Los combatientes de ambos bandos estaban tan cerca que podían verse las caras.
El ataque más feroz se dirigió contra un puesto de avanzada estadounidense llamado Topside, situado en la ladera de la colina sobre la base. Se había montado apresuradamente en los días anteriores, y cedía terreno elevado al norte y al oeste. Mientras la mayoría de los estadounidenses estaban en la base principal, solo nueve hombres estaban apostados en Topside.
La primera descarga fue feroz y precisa, matando, hiriendo o aturdiendo a todos los hombres de Topside. Y eso solo fue el principio. Con cada oleada de granadas y disparos, los insurgentes se acercaban más, aproximándose a pocos metros del puesto avanzado.
Al darse cuenta de la difícil situación de los hombres de Topside, un teniente y un médico abandonaron la base principal para ayudar. Se apresuraron a atravesar el pueblo y subir la colina mientras les perseguían los disparos.
El rescate fue fugaz. Poco después de que entraran en el puesto avanzado, al menos un combatiente talibán atravesó el perímetro, abrió fuego y los mató a ambos. Ocho de los nueve estadounidenses que murieron ese día perdieron la vida en Topside.
Al cabo de una hora de combate, helicópteros Apache acudieron en ayuda de los estadounidenses. Poco después, llegaron aviones y refuerzos sobre el terreno, lo que cambió la batalla de manera decisiva.
No está claro cuántos talibanes murieron ese día. El mulá Osman afirma que solo tres, lo que casi con toda seguridad es una burda subestimación. Los informes estadounidenses hablan de numerosos talibanes muertos.
Fuera cual fuera el número, era un precio que el mulá Osman y sus hombres estuvieron dispuestos a pagar.
“En Want, decidimos hacer frente a los estadounidenses”, recordó el gobernador talibán del distrito de Want. “O nos mataban, o nos dejaban en paz”.
Los estadounidenses, por su parte, consideraron la batalla de Want como una victoria táctica. Los talibanes se retiraron, y los soldados defendieron su base contra una fuerza muchas veces superior a la suya.
Pero, un día después, los estadounidenses abandonaron Want.
Represalias estadounidenses
La retirada estadounidense no fue el punto final sobre Want.
A la salida estadounidense siguieron una serie de incursiones y ataques aéreos. Los habitantes describieron el hallazgo de trozos de sus hijos esparcidos por las ramas rotas de los árboles.
“¿Quién podría cometer semejante crueldad con un hombre?”, dijo uno de ellos, hablando en poco más que un susurro.
Hoy, el paisaje sigue siendo una ruina: árboles astillados o escasamente rebrotados, casas improvisadas con los escombros, vecinos atrapados por el trauma, tan destrozados como su entorno.
Nadie lo entiende mejor que Rafiullah.
Tras el ataque en el que falleció su familia, Rafiullah huyó de la provincia. Pero cuando los estadounidenses se retiraron de Afganistán en 2021, volvió a casa.
Los talibanes habían recuperado el poder y concedido una amnistía nacional a sus antiguos enemigos. Incluso habían devuelto la tierra que su familia había dado a los estadounidenses para su base.
Aunque los talibanes le perdonaron la vida, la suya es una vida a medias, la vida de un paria.
Se muerde la lengua sobre el nuevo gobierno; aún les teme. Mientras los talibanes permanecían cerca, vigilando sus palabras, centró su enojo en los estadounidenses.
“Dicen que vinieron a ayudarnos, pero terminaron matándonos”, dijo, entrecerrando los ojos por el sol. “Apoyamos su misión y nos traicionaron”.
Paz e impuestos
El bazar central se anima con el sonido de las nuevas construcciones, la mezcla del hormigón y el corte de madera mientras los hombres se apiñan en los tejados, planeando ampliaciones.
“Puedes ir a cualquier parte de este país y nadie te va a hacer daño”, alardea el mulá Osman, pasando el brazo por encima del pueblo de Want. “Ahora, los únicos que se quejan son los fabricantes de ataúdes”.
En un puesto recién abierto que vende sopa junto al mercado, el propietario tuerce la cara. Sí, admite, vender sopa en Want no era un negocio viable antes de que los estadounidenses se marcharan en 2021. Pero ahora apenas es viable.
“Ahora es más seguro, pero hoy en día nadie tiene dinero”, susurra.
Al salir del pueblo, el mulá Osman detiene su convoy en una mezquita que se cierne peligrosamente sobre las rugientes aguas del río Waygal.
Es la hora de la oración, y otras personas que se dirigían al valle se unen para realizar el ritual del mediodía. Un Toyota Corolla, no apto para el accidentado terreno, se detiene detrás. Bajan tres hombres, vestidos con ropas almidonadas y zapatos de vestir relucientes, típicos de los burócratas de Kabul.
Aunque los talibanes cambiaron los rangos superiores del gobierno, siguen dependiendo en gran medida de la fuerza de trabajo del gobierno anterior. Esos visitantes en particular son del departamento de finanzas.
El mulá Osman mira fijamente a los hombres y les pregunta qué hacen en Waygal.
“Estamos registrando empresas”, dice uno de ellos.
No hay muchas: unas cuantas tiendas precarias ubicadas al borde de la carretera que venden polvorientos rollos de galletas y bolsitas de té verde, además de unos pastores con rebaños de cabras de ojos redondos y relucientes como canicas.
Los visitantes solo podían significar una cosa: impuestos. Y eso supondría el fin de un pacto de 100 años para dejar en paz el valle de Waygal.
El mulá Osman hace una mueca.
Esta zona recibía el nombre de Kafiristán, o la tierra de los no creyentes. Sus habitantes practicaban una antigua forma de paganismo y solo se convirtieron al islam en la década de 1890, cuando el emir de Afganistán conquistó el territorio y lo rebautizó Nuristán, o tierra de la luz.
En esa conquista, algunas regiones se convirtieron pacíficamente, entre ellas el valle de Waygal, y el emir les concedió un estatuto especial. Según los lugareños, se les permitió conservar sus recursos a perpetuidad: la tierra, el agua, los minerales y la madera. Y estarían exentos de impuestos.
El mulá Osman es leal a los talibanes, pero sobre todo a Nuristán.
“No apoyaría ningún intento de gravar a Nuristán”, refunfuña mientras los recaudadores se alejan.
En su opinión, ya han hecho suficientes concesiones. Cuando el nuevo gobierno llegó al poder, favoreció a los clérigos en detrimento de los comandantes, dejando sin trabajo a los combatientes que ganaron la guerra. Incluido el mulá Osman.
Y luego está la amnistía.
Para el mulá Osman, eso ha sido a la vez fácil e imposible. Su yerno fue soldado de las Fuerzas Especiales afganas en Kandahar, y todavía usa su uniforme en casa del mulá Osman. Es de la familia, forma parte de la desordenada y misteriosa reconfiguración de alianzas que suele seguir a los conflictos prolongados en Afganistán.
El mulá Osman también ha perdonado a los estadounidenses, forasteros que nunca comprendieron Afganistán. Ahora que se han ido, también lo ha hecho su enemistad con ellos.
Pero otros son más difíciles de perdonar, como los afganos que se pusieron del lado de los estadounidenses en Nuristán, que aceptaron su dinero y apoyaron su invasión. Gente a la que ahora debe ver todos los días, como si nada hubiera pasado.
Gente como Rafiullah.
Más al interior del valle, el mulá Osman camina entre los restos de la base estadounidense de Bella, atrayendo a una multitud de aldeanos mientras enumera las atrocidades estadounidenses que sufrieron.
La multitud asiente con la cabeza y, de repente, de pie ante nosotros, está el último aliado estadounidense del valle, una baja andante de la guerra.
Como tiene prohibido vengarse de Rafiullah, el mulá Osman lo toma de la manga y lo arrastra como si fuera un accesorio: un monumento viviente a la traición estadounidense.
“Debes conocer a mi amigo Rafiullah”, dice el mulá Osman.
¿Enfrentarse al pueblo?
El mulá Osman está sentado en el suelo de esterilla de un hotel de Kandahar, mirando cómo un ventilador de techo hace circular el infernal aire veraniego. A él y a otros ancianos de Nuristán se les había concedido una rara reunión con el líder supremo de Afganistán, el jeque Haibatulá Ajundzadá.
Habían pasado semanas ensayando lo que iban a decir.
En los meses anteriores, los talibanes habían formalizado la decisión de gravar Nuristán, una medida invasiva dada la historia de la provincia.
Ahora, el gobierno se disponía a ir más lejos: había dicho a los habitantes del valle que exigía sus derechos sobre la tierra, el agua y los minerales; en resumen, su independencia.
El mulá Osman y los demás habían acudido en un último esfuerzo para rogarle al gobierno que recapacitara.
“Creo que se trata de un malentendido”, dijo el mulá Osman, sonando menos optimista de lo que quería. “Solo tenemos que explicarlo”.
Cuando Estados Unidos lanzó su incursión en el valle del Waygal destinada al fracaso, malinterpretó fundamentalmente el lugar. Construyó bases donde no las necesitaba, mató aliados y convocó una presencia talibán que nunca había existido en Nuristán.
Era difícil no preguntarse si los talibanes estaban cometiendo un error similar al tomar decisiones contra quienes les habían entregado la victoria.
Cuando llegó el jeque Haibatulá, vestido con túnicas blancas, se unió a los nuristaníes en el suelo, según dijo el mulá Osman.
El mulá contó cómo presionó al líder supremo sobre el destino de la tierra de Nuristán. Otros hablaron de la soberanía nuristaní y de su historia de resistencia.
Al final de la reunión, Haibatulá prometió un decreto escrito por el que se concederían los terrenos al pueblo del valle de Waygal a perpetuidad, recordó el mulá Osman. La delegación se marchó eufórica.
El grupo regresó a Nuristán y esperó. Y esperaron un poco más. Pasó un mes sin decreto. Y luego muchos meses.
A principios de este año, los talibanes le pidieron que se convirtiera en gobernador del distrito de Waygal, su pueblo natal. Un regreso al lugar donde empezó todo.
Era un papel menor que el que tuvo durante la guerra, pero al menos estaba en Nuristán, el único lugar que realmente le importaba.
“Es mejor que quedarse en casa”, dijo.
Ha vuelto a trabajar en una historia de Nuristán que estaba meditando antes de que empezara la guerra, una oportunidad de revisar el pasado y sus lecciones.
Pero sigue esperando el decreto del líder supremo.
Azam Ahmed
es corresponsal de investigaciones internacionales del Times. Ha informado sobre los escándalos de Wall Street, la guerra de Afganistán y la violencia y corrupción en México, Centroamérica y el Caribe. Más de Azam Ahmed
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