Tour por el fastuoso palacio de Bashar al Asad, con un rebelde como guía

Abu Oweis, combatiente rebelde, en el despacho de un alto asesor de Bashar al Asad en el ahora abandonado palacio en Damasco, Siria, el martes. (Nicole Tung/The New York Times)
Abu Oweis, combatiente rebelde, en el despacho de un alto asesor de Bashar al Asad en el ahora abandonado palacio en Damasco, Siria, el martes. (Nicole Tung/The New York Times)

Las alfombras rojas aún atraviesan los espaciosos pasillos del palacio presidencial situado en la cima de una montaña en Damasco, la capital siria. Grandes candelabros cuelgan de ornamentadas salas de recepción repletas de muebles damascenos de madera. Las esculturas modernistas siguen en su sitio en despachos y salas de estar.

Pero desde que Bashar al Asad, que gobernó Siria durante más de dos décadas, huyó del país el domingo, los rebeldes armados que irrumpieron en el norte del país y asaltaron días después la capital se han hecho cargo de este monumento a un reinado brutal.

Vigilan la puerta del palacio, impidiendo el paso a saqueadores y civiles curiosos. Duermen en sillones en un cavernoso salón de recepciones. Y se maravillan de lo que debió costar construir y mantener el gigantesco edificio desde el que al Asad gobernó durante tanto tiempo.

“Ahora está destrozado, pero queremos arreglarlo”, dijo un combatiente con el rostro cubierto que solo dio su nombre de guerra, Abu Oweis. Del palacio dijo: “Es hermoso, pero todo era para Bashar”.

Los rebeldes permitieron a los reporteros de The New York Times explorar el palacio, la mayoría del tiempo acompañados por Abu Oweis, sin otra razón aparente que dejar claro que lo controlaban.

Gran parte del palacio había sido saqueado poco después de la caída de la ciudad. En muchas de las oficinas faltaban televisores. El suelo de una gigantesca sala de conferencias estaba lleno de cajas que parecían contener joyas y cristalería fina, tal vez regalos para los visitantes importantes.

Un retrato desfigurado de al Asad en el interior del palacio presidencial. (Nicole Tung/The New York Times)
Un retrato desfigurado de al Asad en el interior del palacio presidencial. (Nicole Tung/The New York Times)

Sin embargo, el complejo en sí, una extensa estructura cúbica visible desde gran parte de la ciudad, apenas sufrió daños. En la larga mesa de un comedor formal había platos de la colección Chateau de Villeroy & Boch, con una tetera a juego adornada con la bandera siria.

La opulencia del palacio y el desaliño de sus nuevos dueños englobaban las diferencias entre el líder que había caído y quien había ocupado su lugar.

al Asad, oftalmólogo de formación, heredó la presidencia de su padre, Hafez al Asad, en 2000. Mientras que muchos de los dictadores del mundo árabe destacaban sus credenciales militares, el joven al Asad no tenía ninguna de la que hablar. Por eso solía aparecer vestido de traje, a menudo junto a su elegante esposa Asma, nacida en Gran Bretaña y ex banquera de inversiones.

En cambio, Abu Oweis, nuestro guía rebelde, había nacido en Idlib, en el noroeste de Siria, una de las provincias más pobres del país. Tenía 7 años cuando comenzó el levantamiento contra al Asad en 2011 y había crecido mientras el ejército, respaldado por Rusia e Irán, había utilizado una tremenda fuerza militar para tratar de acabar con los rebeldes.

Abu Oweis había abandonado la escuela secundaria, dijo, y se unió a Hayat Tahrir al-Sham, el grupo rebelde islamista que lideró el asalto que derrocó a al Asad.

A sus 20 años, el joven rebelde nunca había salido de Siria ni visitado sus ciudades más grandes, Alepo y Damasco.

“Es una ciudad grande”, dijo de la capital siria. “Muy grande”.

Le interesaban poco las oficinas que ocupaban las plantas superiores del palacio. El régimen de al Asad gobernaba con saña, metiendo a los opositores en cárceles donde muchos eran torturados o simplemente desaparecían. El palacio, por el contrario, se ocupaba de los aspectos burocráticos de la gobernanza, la representación pública de una presidencia.

Un despacho con vistas privilegiadas y cuarto de baño privado había pertenecido a Bouthaina Shaaban, quien asesoró a la dinastía al Asad durante décadas. Sobre una mesa había fotos enmarcadas de lo que parecía ser su cumpleaños número 70.

Una estantería detrás de su escritorio contenía una placa en la que aparecía el joven Bashar al Asad y una portada enmarcada de 1983 de la revista Time, en la que retrataban a su padre.

El texto decía: “Siria: enfrentándose a EE. UU., pujando por un papel más importante”.

Cerca de allí había una oficina de protocolo, encargada de organizar las visitas oficiales. Su anónimo ocupante tenía a mano una carpeta de la Escuela de Protocolo de Washington y un libro titulado Honor y Respeto, una guía de títulos oficiales.

Un gran almacén estaba repleto hasta el techo de regalos que al Asad había recibido de visitantes de todo el mundo. Un recorrido superficial reveló placas y bustos en los que aparecía al Asad, a veces junto a otros líderes mundiales.

Había un camello de medio metro de altura con una montura enjoyada (de origen desconocido); un castillo dorado de Arabia Saudita en un gran estuche verde; y una foto de la reina Isabel II de Reino Unido y su esposo, el príncipe Felipe, fechada en 2002. Eso fue mucho antes de que Bashar al Asad se convirtiera en un paria internacional por su brutalidad durante la guerra, incluido el uso de gas venenoso contra su propio pueblo.

Rebuscando entre el botín, Abu Oweis encontró tres cuadros de Asma al Asad, arrancó uno de su marco y lo tiró al suelo para que lo pisara quien entrara en la habitación.

El palacio mostraba algunos indicios de que el ambiente en su interior se había enrarecido a medida que los rebeldes se acercaban a la ciudad. Un contenedor rebosaba de papeles triturados. En la mesa de un despacho había una taza de café a medio terminar, una decena de colillas y un control remoto, lo que evocaba la imagen de quien ocupaba la oficina fumando nerviosamente mientras veía las noticias del avance rebelde. El televisor había sido arrancado de la pared.

En el exterior del palacio, un grupo de sirios que nunca se habían atrevido a acercarse tanto deambulaba maravillado por la grandeza de la estructura y los jardines que la rodean.

“Llevaba la vida de un rey, y nosotros vivíamos como conejos y perros”, dijo Khaled Bakkar, de 58 años.

Había asistido a una protesta antigubernamental a principios del levantamiento de 2011, dijo, y fue detenido, golpeado y metido en una cárcel abarrotada durante dos meses.

“Estábamos hacinados como piedras”, dijo.

Él y los que lo acompañaban lamentaron lo duras que se habían vuelto sus vidas durante la guerra: el colapso de la economía, la falta de electricidad fiable, los sobornos que tenían que pagar por simples servicios gubernamentales o para pasar con sus vehículos los controles policiales.

“El Estado no nos proporcionaba nada, y cuando decíamos una sola palabra, nos detenían”, dijo Bakkar.

Su hija, Batoul Bakkar, de 28 años, ejercía la medicina interna en un hospital público y describió los malos salarios y la insuficiencia de suministros médicos, que atribuyó a la corrupción y a los efectos de las sanciones internacionales punitivas dirigidas contra el régimen de al Asad.

Había seguido con gran expectación las noticias sobre el acercamiento de los rebeldes, dijo, y ahora se sentía aliviada de que hubieran derrocado al régimen.

“Por supuesto que la gente tiene miedo por el futuro, pero tenemos fe en que al final estaremos mejor”, dijo. “Queremos olvidar el pasado y construir el futuro”.


Ben Hubbard
es el jefe del buró de Estambul, y cubre Turquía y la región vecina. Más de Ben Hubbard

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