Timothy McVeigh: mató a 168 personas, le dieron la inyección letal y nadie se daba cuenta si había muerto
El 11 de junio de 2001, la ciudad norteamericana de Terre Haute amanecía algo tormentosa. Casi como una falacia patética, el clima parecía anticipar lo que sucedería horas después, en la cárcel local, con el destino del terrorista Timothy McVeigh.
Eran las cinco de la mañana cuando se despedía de sus abogados, a través del típico cristal que se aprecia en las películas carcelarias, en lo que sería su última reunión antes de morir. Todavía llevaba puesto el traje naranja, ese que visten los presos en Estados Unidos.
McVeigh tenía 11 razones para llevarlo puesto. Es decir, había sido declarado culpable de 11 cargos federales después de lanzar el 19 de abril de 1995 una bomba en el edificio Federal Alfred P. Murrah -que albergaba oficinas del FBI y una guardería de los hijos de los empleados-, de la ciudad de Oklahoma, con la que causó la muerte de 168 personas.
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Con 26 años, el soldado nacido en Nueva York se convertía en el autor del acto terrorista más grave de la historia de Estados Unidos , luego superado el 11 de septiembre de 2001 por el atentado a las Torres Gemelas, un acontecimiento con 2996 muertos.
Ese 19 de abril de 1995, McVeigh, quien era un simpatizante de la ultraderecha y consideraba al Gobierno un enemigo, quería vengar lo que había sucedido exactamente dos años antes, en lo que se conoce como la masacre de Waco, en Texas.
Lo acontecido en Waco comenzó cuando la congregación protestante de los Davidianos, devenida en secta, fue asediada durante 51 días por el FBI, ya que tenía sospechas de transgresiones con armas e incluso de abuso sexual. Entonces, los miembros de la comunidad se negaban a ser minimizados y a dejar pasar a los oficiales estadounidenses, por lo que éstos terminaron abriendo fuego en respuesta a los ataques que salían desde adentro.
Todo acabó con una serie de incendios que causaron la muerte de 76 de los 85 Davidianos que se encontraban en el complejo y Timothy McVeigh, como otros detractores del Gobierno y de la autoridad, se indignó ante los hechos.
Por eso, según justificó él mismo, dos años después de lo que pasó en 1993 en Waco, llevó a cabo un plan, junto con otro hombre llamado Terry Nichols, que terminó en una de las acciones terroristas más fatales del país norteamericano.
McVeigh y Nichols alquilaron un camión, su vehículo para el atentado, mejor conocido como coche bomba, y construyeron un arma letal con 1800 kilos de nitrato de amonio robados y varias cajas de Tovex, con un alto componente explosivo.
Para escapar, el soldado de entonces 26 años -que había sido condecorado, por ejemplo, por sus servicios al Ejército en la Guerra del Golfo- tenía preparado un auto amarillo, donde había colocado un cartel de “no remolcar” y un sobre con recortes de diario, propaganda de extrema derecha y hasta una copia de la declaración de la independencia, con un mensaje para los políticos que decía: “Obedezcan la Constitución de los Estados Unidos y no les dispararemos”.
La bomba explotó en Oklahoma el 19 de abril de 1995 a las 9:02 de la mañana : mató a 168 personas, entre las que había 19 niños menores de seis años.
McVeigh se escapó pero fue detenido a la hora y media en la ruta, ya que manejaba un auto sin patente y portaba un arma de forma ilegal. Tenía puesta una camisa que decía “Así siempre los tiranos” y llevaba en la espalda el dibujo de un árbol con tres gotas de sangre y una cita de Thomas Jefferson, que dictaba: “El árbol de la libertad debe ser vigorizado de vez en cuando con la sangre de patriotas y tiranos”.
A los tres días de detenido, la policía descubrió que Timothy era el autor material del atentado de Oklahoma. Por el grave delito, lo condenaron a muerte poco más de dos años después. Su compañero Nichols fue sentenciado a cadena perpetua y Michael Fortier, uno de los testigos que sabía del plan de ambos, recibió una pena de 12 años de cárcel por no informarlo a las autoridades.
Una agonía televisada
Luego de que despidiera a sus abogados en Terre Haute, Rob Nigh, el jefe del equipo de letrados que representaba a McVeigh, manifestó: “No logramos que dijera una palabra de arrepentimiento, pero eso reduce el horror de la ejecución”.
McVeigh actuaba como si estuviese orgulloso de haber matado a esas 168 personas. Ahora, en su sombría mente, él se convertiría en la víctima número 169.
La pena de muerte había sido declarada, en 1972, inconstitucional por la Corte Suprema estadounidense, pero una hendija había quedado abierta por si algún estado quería plantear cambios en los procedimientos judiciales. Y así fue posible que, en 2001, Indiana presenciase la ejecución del norteamericano de 33 años.
Timothy ya sabía cómo era el proceso que le esperaba. Se lo había explicado un rato antes el director del centro penitenciario, Harvey Lappin. Como última comida, había elegido dos bochas de helado de menta granizada.
Al condenado a muerte le esperaba una camilla en un cuarto rodeado de diferentes ventanas de vidrio, desde donde diez familiares de las víctimas del atentado, cinco observadores y 10 periodistas presenciarían su lento y solitario final. Una cámara en plano picado filmaría su agonía, que sería retransmitida a 232 sobrevivientes y familiares de víctimas de la tragedia que se encontraban en una sala de Oklahoma.
El reloj marcaba las 7:02 cuando una aguja con la mezcla letal de químicos le era insertada en una vena de su pierna izquierda . Sin embargo, el líquido todavía no pasaba por el tubo.
Según recuerdan los presentes, después de colocada la aguja se corrió una cortina que separaba el cuarto de las salas con los espectadores y McVeigh los miró a cada uno de ellos, hasta lanzar el rostro hacia arriba, como observando a través de la cámara a esos sobrevivientes y parientes de los fallecidos.
El director del penal leyó los cargos contra el terrorista y a las 7:10 le pasaron la primera droga, un calmante. De acuerdo con lo relatado por los testigos, su cuerpo se relajó y sus pies se separaron. A su lado estaba Lappin, el alcaide de la cárcel.
A las 7:11 llegó el momento del cóctel siguiente, que le dificultó la respiración. 7:13 y la tercera droga hizo que su corazón se detuviera.
Los testigos consideraron “imposible” establecer en qué momento murió, dado que sus ojos permanecían abiertos, aunque alguno habló de sus pupilas que se volvieron “acuosas” y su piel “amarillenta”.
Desde una Iglesia cercana, la de Saint Joseph, algunos detractores de la pena de muerte rezaban un Padre Nuestro. El fallecimiento de McVeigh ya había sido anunciado.
El entonces presidente, George W. Bush, expresaba en la Casa Blanca: “No fue un acto de venganza, sino de justicia, respecto de las víctimas del atentado en la ciudad de Oklahoma. Hoy, todos aquellos afectados por la maldad perpetrada en la ciudad de Oklahoma pueden saber que se hizo justicia . Para la ley norteamericana, el caso está cerrado”.
El condenado eligió escribir, como últimas palabras, un poema redactado en 1875 por William Ernest Henley titulado “Invictus”. Éste decía:
En la noche que me envuelve,
Negra como la vorágine infinita,
Agradezco a cualquier divinidad que sea
Por mi alma invencible
Oprimido por las circunstancias
Ni siquiera vacilo o lloro en voz alta.
Bajo los golpes del destino
Mi cabeza sangra pero no se doblega.
Más allá de este lugar de odio y lágrimas
Incumbe sólo el horror de la sombra,
Sin embargo la amenaza futura
Me encuentra y me encontrará sin miedo.
No importa cuán estrecho es el pasaje
O cuán pesada la sentencia,
Soy el amo de mi destino: soy el capitán de mi alma.
Ese 11 de junio de 2001, el director de la cárcel pronunciaba a las 7:14, con una frialdad casi necesaria, la frase que cerraba el procedimiento judicial: “Ha sido cumplida la sentencia”.