Las dos mil caras de los templos de Angkor, el tesoro mejor guardado de Camboya

En sánscrito antiguo, Angkor significa ‘ciudad’. Una ciudad de esas que quitan el habla, comprendida por una gigantesca y sofisticada amalgama de edificaciones construida por el Imperio Jemer entre los siglos IX y XIII. Desde 1992 es Patrimonio de la Humanidad. Un título que la encumbra como una de las mayores atracciones turísticas del mundo. Solo quien cruza sus puertas entiende la magnitud de esta etiqueta: Angkor es una joya arquitectónica de primer nivel se mire por donde se mire.

Alrededor de cuatro millones de visitantes recorren al año esta ciudad sagrada, en procesión, muy cerquita los unos de los otros, codazo viene y codazo va, calcando pasos e instantáneas. Los visitantes extranjeros contribuyen a la causa de la conservación de este espacio con aportes que oscilan entre los 35 dólares y los 64 por persona, según el número de días que se destinen a visitar las ruinas: de uno a tres. Los locales están exentos del pago. Así se desprende un monto millonario anual del que solo el 28 por ciento se reinvierten en su restauración. El resto se diluye en burocracia y otros menesteres.

Desde el cielo, Angkor debe parecer un gigantesco tablero de ajedrez de 400 kilómetros cuadrados de extensión, con sus algo más de 150 templos que son las piezas de una partida milenaria. Todo empieza por el rey, Angkor Wat (‘Ciudad del templo’), la estructura religiosa más grande jamás construida y la edificación más emblemática del complejo. Fue núcleo del devenir político y religioso durante los días de esplendor del imperio. Los Jemeres lograron extender sus dominios por casi toda Indochina y la península de Malaca. Angkor Wat albergó el palacio real y el templo principal de la capital jemer, tributo al dios hindú Visnú. Con el tiempo, las reverencias de los súbditos de Angkor se redirigieron a Buda y la influencia hinduista pasó a mejor vida.

El templo de Bayon es la reina del tablero y recorrerlo supone sentirse observado por cientos de ojos inertes que se proyectan desde cabezas gigantescas de Buda, de narices respingonas y cachetes rollizos. Con todos los ángulos cubiertos, la omnipresencia del iluminado es absoluta. Unos kilómetros más allá, entre una pila de escombros que dan paso a un sinfín de las galerías, se desvela la puerta de entrada al templo Ta-Prohm. En un juego de luces y sombras, el templo se va desplomando donde las raíces de los árboles milenarios resurgen. Es la incontestable selva reclamando sus antiguos dominios.

Y hay alfiles, y caballos y peones... Todos los templos se parecen, pero ninguno es igual. Les hermana a todos las dos mil caras cinceladas que engalanan sus fachadas y siguen con la mirada al visitante. No se mueven, pero el efecto es enigmático. Son ninfas y personajes mitológicos que custodian los templos que las vieron nacer, a pesar del paso del tiempo, y sonríen al turista que tiene la fortuna de alcanzar los límites de su impresionante morada.

LEER MÁS: