El año que descubrí que México es distinto al resto de América Latina
Hay cosas que son grandes por su tamaño, y otras que lo son por su simbología.
El Museo Nacional de Antropología, en Ciudad de México, es grande en ambos sentidos.
Y, por eso, la primera vez que fui, más que grandioso, me pareció grandilocuente.
"Valor y confianza ante el porvenir hallan los pueblos en la grandeza de su pasado", dice un poema del escritor Jaime Mario Torres Bodet tallado en una enorme pared de mármol en la entrada del imponente recinto.
Y continúa: "Mexicano, contémplate en el espejo de esa grandeza. Comprueba aquí, extranjero, la unidad del destino humano".
En un principio, la idea de que México convoca los destinos de la humanidad me sonó algo vanidosa, algo ensimismada.
Luego visité el museo por segunda vez. Y tercera, y cuarta. En nueve meses en México ya son cinco mis visitas a esta galería que, en efecto, recoge la historia de una región, pero sirve como ventana hacia el mundo, hacia el ser humano.
"Esta es principalmente la historia de Mesoamérica, es verdad", me dijo Antonio Saborit, historiador y director del Museo, mientras observábamos la enorme fuente del patio, que relata en una columna de piedra la historia del origen del todo, y la historia de México.
"Pero si tú te pones a pensar en los paralelos que hay con otras civilizaciones, desde la egipcia hasta la china, encontrarás que sí, que este lugar recoge en realidad la historia de la humanidad", agregó Saborit.
En ese momento entendí el punto de Torres Bodet: más que un gesto presuntuoso, lo que hay detrás de estas palabras es una cosmovisión, una creencia histórica, que los mexicanos tienen de sí mismos, y que el resto de latinoamericanos tenemos mucho menos.
Es la idea, presente desde tiempos prehispánicos, de que este es el centro del universo y el origen de las cosas. Algo que en muchos sentidos es, como pensé a priori, exagerado. Pero que revela la magnitud —la soberbia en el sentido amplio de la palabra— de un país que en realidad es una civilización y bien podría considerarse como un continente.
Este 2024 fue el año que llegué a México después de una década cubriendo el resto de América Latina. Fue el año en que entendí que este país no es como los otros. Y les voy a contar las principales variables diferenciadoras que encontré.
"El mejor país del mundo"
Además de visitar el Museo de Antropología, este año cubrí la llegada al poder de Claudia Sheinbaum, una científica, ambientalista y exalcaldesa que se convirtió en la primera mujer presidenta en la historia.
Y algo que me sorprendió de sus discursos en campaña, y ya como presidenta, es que repetía una frase: "Este es el mejor país del mundo".
"Por su cultura, sus tradiciones, sus lugares, su gastronomía y su gente", decía la entonces candidata. "Vamos a seguir haciendo de México el mejor país del mundo", prometía.
Y la gente respondía con aliento.
Todas las naciones se sienten —quizá lo son— las mejores en el algo: mi país, Colombia, se entiende a sí mismo como "el mejor vividero del mundo".
Pero, con todo y eso, en México me encuentro superlativos de ese estilo en cada esquina: la ciudad más grande, el metrocable más extenso, la comida más picante. Incluso recientemente hice un reportaje sobre "la ciudad más mexicana".
Acá todo es lo más. Y a veces es cierto; a veces no. Lo interesante, más que si son, es la creencia: ¿qué tiene que pasar en la historia de un pueblo para desarrollar una percepción grandiosa de sí mismo?
Mucho, creo, tiene que ver con la historia prehispánica de México, que no solo se reduce al Imperio Azteca, el último, el más grande, el más sangriento, sino que incluye a vastas y complejas civilizaciones como los mayas, los toltecas, los mixtecos, los olmecas, los huastecos y los zapotecas.
En casi todas estas culturas, de maneras distintas, había una cosmovisión que partía de sentirse centro del mundo; en términos culturales y políticos, pero sobre todo geográficos y astrológicos. Son las civilizaciones que le dieron al mundo el maíz, el algodón y la domesticación del perro, entre otras cosas.
Solo en una región de América hubo una civilización tan poderosa —de nuevo, en el sentido amplio de la palabra— como las mesoamericanas: en donde hoy está Perú.
El Imperio Inca, como el Azteca, expandió su gobierno por una diversidad de pueblos que terminaron articulados bajo un mito, una causa: ser el centro del mundo.
Cusco, como Tenochtitlán, se consideraba el origen del todo. Y en Perú, como en México, mucho del legado prehispánico pervive: en su gastronomía, en sus rituales, en sus artesanías.
Pero no es común, entiendo, que un político o ciudadano peruano hable de su país como "el mejor del mundo". En México, en cambio, lo dicen de la presidenta para abajo.
"En tanto que permanezca el mundo, no acabará la fama y la gloria de México-Tenochtitlan", dice otras de las frases talladas en las parades del Museo de Antropología. Es del historiador indígena nahua Chimalpahin en el siglo XVI.
Mi punto es este: los mexicanos piensan, quizá en una forma más pronunciada que el resto de latinoamericanos, que su nación está hecha para grandes cosas.
Grande, en todo sentido
Y cuando digo grandes cosas lo hago, también, en términos literales.
Porque en México todo es grande: las porciones de la comida, las piñatas, las autopistas, los camiones, las plazas, las puertas, las esculturas.
No solo es que tengan gran tamaño: es que tienen escala mexicana.
Lo pensé el día que fui a un supuesto sitio de tapas españolas en el mercado San Juan de CDMX, donde venden pan con jamón y queso como en España pero en una cantidad, en una torre que no cabe en la boca, que para un español sería un escándalo. Acá no: es la manera de hacer las cosas. En grande. Exagerado.
Tanto como una torta ahogada, una banda de corridos tumbados, una cerveza michelada con goma, tamarindo y chile.
Que son cosas heredadas de otras culturas, pero llevadas a escala mexicana. Pensadas en grande, en todo el sentido de la palabra.
O como se lo dijo a BBC Mundo el escritor Carlos Padilla en un reciente reportaje sobre el paste, una empanada mexicana traída de Inglaterra: "El paste es una gran muestra de lo que hacemos en México: todo lo que nos llega, lo mejoramos, especialmente con la comida".
Vecinos del centro del mundo
En términos de magnitudes, pues, el único país de la región comparable con México es Brasil —que, de nuevo, bien podría considerarse un continente. Pero con dos diferencias.
México, primero, es frontera con la primera potencia del mundo durante el siglo XX y lo que llevamos del XXI, una vecindad que marca su economía, su cultura, su política y, bueno, el tamaño de las porciones de la comida, porque en Estados Unidos las tienen iguales.
Hay algo de pertenecer a Norteamérica que hace de México algo distinto a los demás latinoamericanos.
No es solo que mitad de Hollywood vive acá, y que medio Hollywood depende de la mano de obra mexicana, sino, también, que en México se firman tratados de libre comercio de impacto global, que de repente el país es un punto clave de la globalización, que gente de todo el mundo pasa por acá queriendo migrar al norte, que este ha sido centro del mundo —ahí sí— para importantes movimientos literarios, feministas, arquitectónicos.
El punto de inflexión
Y esa vecindad con Estados Unidos no es lo único que diferencia a México de Brasil, y del resto de la región: también es su Revolución, con R mayúscula.
A principios del siglo XX, cuando la mayoría de la región aún estaba gobernada por élites aristocráticas heredadas de la Colonia, México vivió una revuelta popular que le marcó hasta hoy.
Este fue el primer país de América Latina en hacer una reforma agraria, en garantizar derechos de los trabajadores, en desarrollar un sistema nacional de educación pública, en institucionalizar una noción sobre lo público, en priorizar la inversión en cultura y educación y en consolidar una narrativa política y cultural sobre el contenido de la nación.
Eso marcó a toda la región: desde el peronismo argentino hasta la revolución cubana pasando por el movimiento de identidad mestiza de Getulio Vargas en Brasil; es difícil pensar en un movimiento popular en América Latina que no se inspirara en el caso mexicano.
Que consiguieran sus consignas es otra cosa. Que tuvieran razón, otra. Que en México los principios democráticos de la Revolución se hayan revertido por la corrupción y la violencia, otra.
Pero esa sensación, ese antecedente, de que el pueblo llegó al poder para gobernar en su favor, de que en algún momento se reivindicaron sus luchas e identidades, es algo que en México ocurrió de primeras.
Y algo que acá está más vigente que en cualquier lado: Sheinbaum y su movimiento, por ejemplo, se ven a sí mismos como una "transformación" tan profunda —y en la misma línea— que la Revolución.
Tal vez toda esta reflexión se reduce a mi nada pionero descubrimiento de que México, como todos los países, se ve distinto de fuera que de dentro.
Otra cosa que descubrí, para darles otro ejemplo, es que el Chavo del 8 acá es visto con recelo, mientras que en el resto la región es objeto de culto.
Hay cosas, por supuesto, en las que México sí es igual al resto: el idioma, la religión, la desigualdad, la violencia, el machismo.
No digo que no sea América Latina, ni que sea el mejor país del mundo: solo digo que México es distinto.
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