Amazonas, el secreto mejor guardado de Colombia que deberías visitar una vez en la vida

En 2019 me hice una promesa: el día que regresara a Colombia, daba igual cuando, cómo, más tarde que pronto o a la inversa, viajaría al Amazonas, caminaría sobre sus aguas como hizo Jesucristo en el Mar de Galilea o, en su defecto y a propósito de mi humanidad, lo recorrería en bote, embobada con sus sonidos y vaivenes. Apetecía mucho y fue demasiado. Sabía que era grande, tenía que ser inmenso, pero sus dimensiones titánicas dieron al traste con cualquier expectativa previa, que era escasa porque con verlo de frente me bastaba. Pero el río te fulmina, de una grandeza indescriptible: sabes cómo llegas, pero sales siendo otro.

El Amazonas atraviesa Colombia por el departamento del mismo nombre, en un galimatías perfecto de ramificaciones y zigzag apabullante de unos 1.558 kilómetros. Y cuando crees que lo abarcas, el río se extiende como un océano sin final predecible. Cerca de sus orillas habitan 26 pueblos indígenas, según estimaciones gubernamentales, con 14 dialectos diferentes. Gentes de una tranquilidad pasmosa que han asumido el mandato del turismo para que los beneficios que se desprenden de la llegada –todavía controlada– de turistas se revierta en sus comunidades. A los guardianes del Amazonas les corresponde la promoción y explotación sostenible de su territorio. Es de justicia.

Una de estas poblaciones, la comunidad Mocagua, aparece entre la inquebrantable selva en algún punto de la ruta fluvial que separa Leticia, capital de la Amazonía colombiana, y el municipio de Puerto Nariño. La integran unas 800 personas pertenecientes a 250 familias y tres clanes indígenas: los Ticuna, que son la mayoría, los Ocaina y los Cocama, a la que pertenece Fredy Sinarahua. Él y sus hermanos (son 16, según Fredy, porque sus padres no tenían televisor) se encargan de proveer al recién llegado de una experiencia inolvidable y de mostrarle las maravillas de una tierra donde las certezas de otras latitudes quedan aparcadas por unos días. Capitanean con destreza los botes que sirven para movilizarse de un lado a otro de los márgenes del gran río, como si siguieran las líneas de una autopista imperceptible para el común de los mortales. En ellos recae la tarea de difundir la sabiduría ancestral que se cierne sobre sus bosques tropicales, ahí donde habita la Curupira, un ser mitológico que engaña a quienes le retan y anda con los pies desencajados. Ellos son quienes alientan al forastero a sumergirse en el Amazonas turbio y sedimentado, nadar entre delfines rosas, grises y pirañas que no engullen porque padecen de miedo escénico (realidad 1 - Hollywood 0).

Frente a un Estado ausente que provee a cuentagotas, los habitantes de Mocagua conocen todo aquello que les rodea. "Toca así", cuenta José, hermano de Fredy. De ahí radica su supervivencia digna. Saben de los tiempos perfectos de la naturaleza, qué planta es medicina, con cuál hacer utensilios y urdir canastos, qué madera es más resistente para construir botes y hogares, qué arañas son un viaje asegurado al hospital de Leticia y cuáles mascotas, cada sonido de aves y animales varios que les devuelve el viento, de la lógica estacionaria de las aguas que el cambio climático está trastocando y retrasa la temporada de desove de los peces. Y sin huevos, la pesca escasea y no hay comida que llevarse a la boca. Y sin comida proveniente del río, les toca extender los cultivos sobre un terreno que le pertenece a la selva y esta se resiente y con ella la flora y fauna de la que los indígenas dependen.

Fredy está preocupado. Una sensación odiosa que comparte con sus vecinos del Perú que habitan en la orilla de enfrente, porque el río es frontera natural entre los dos países. El miedo ahora es que no haya forma de revertir la degradación ambiental. Mientras tanto, celebran el cambio de gobierno en Brasil con la esperanza de que la llegada de Lula al poder evite la deforestación sistemática de la Amazonía brasileña que puso en marcha el gobierno de Jair Bolsonaro durante sus cuatro años de mandato. A miles de kilómetros de donde se escriben las leyes brasileñas, cualquier política medioambiental tiene consecuencias a este lado del río y viceversa, un efecto dominó. Para bien o para mal.

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