Mujeres con la cara tatuada: la dolorosa tradición en Myanmar que acabó prohibiéndose
En la ciudad de Mindat, localizada en el oeste de Myanmar, antigua Birmania, vive Yaw Shen, una mujer prehistórica de casi un siglo de vida y lóbulos dilatados que le llegan a la altura de los hombros. Sus orejas llevan años cediendo al peso de unos aretes descomunales, confeccionados en madera y terminados con cuentitas de colores. La anciana aparece por la puerta de su casa y empuña una especie de cilindro leñoso. Procede a sentarse en un taburete minúsculo, acorde con el escaso tamaño de su frágil anatomía. Entonces, encaja uno de los extremos del artilugio en su orificio nasal, el izquierdo. Coge una bocanada de aire profunda y lo redirige al interior de la caña a través de la nariz mientras sus dedos se alternan livianos sobre una serie de huecos perforados en el borde inferior. La flauta deja salir una musiquilla apacible y dulce con sabor a reminiscencia.
El recital de Yaw Shen es un espectáculo en sí mismo por la forma tan nasal de tocar el instrumento. Pero más impresionante es aún su rostro reconvertido en lienzo. La mujer recuerda el día que le tatuaron la cara hace ya 83 años como uno dolorosísimo, el más doloroso de los días. Tenía 15 años.
—Fueron veinte horas seguidas de pinchazos. Me tuvieron que sujetar entre tres personas porque el dolor era muy muy fuerte. Quería salir corriendo. Pero no tenía elección, mis padres me obligaron —cuenta.
Las perforaciones se las practicó otra mujer, “tattoo master, tattoo master”, aclara nuestro traductor. En esa época, cada aldea contaba con su propia maestra tatuadora, cuenta. Provista de una especie de aguja de pino tallada en punta, ejecutó las incisiones bajo la piel de la niña Yaw Shen. Era como si la atacaran cientos de abejas sobreexcitadas, turnándose para agujerearle los mofletes, la frente, los párpados, la nariz, el mentón, todo el rostro, excepto los labios.
La tinta se conseguía a partir de mezclar plantas y entrañas de animal o combinarlas con ceniza y agua. Para la tribu a la que pertenece Yaw Shen, marcar la cara de las niñas –nunca la de los niños– era símbolo inequívoco de belleza femenina y casta. Sin tatuajes era imposible encontrar marido.
Cuenta la leyenda que los orígenes de esta práctica son bien distintos: se empleaba para afear a las jóvenes y evitar así que los invasores y reyes las secuestraran. El Gobierno de Myanmar abolió esta tradición milenaria en la década de los 60 para evitar el sufrimiento al que se exponía a las niñas, cuya edad no solía superar los 16 años al momento de ser tatuadas.
El estado de Chin, a la que pertenece la ciudad de Mindat, es morada de algo más de una decena de pueblos indígenas de los 135 reconocidos oficialmente por el Gobierno birmano. Una zona puramente tribal dominada por las etnias Bamar, budista y mayoritaria en el país; Mon, animistas y/o budistas, y Chin, predominante en esta demarcación, reconvertidos al cristianismo por las campañas misioneras durante la colonia británica. La llega de los misionarios a la región fue también determinante para que la práctica desapareciera. Actualmente solo quedan un puñado de mujeres con la cara tatuada, la mayoría adultas mayores de 60.
Al final de nuestra charla, siempre con la intermediación del traductor, le pregunto a Yaw Shen qué opinaba su marido de sus tatuajes. Se casaron cuando ella tenía 16 y falleció hace unos años. La mujer no esperaba la pregunta y sonríe entre divertida y ruborizada, como si fuera algo demasiado íntimo como para verbalizarlo.
—Él siempre me decía que era la mujer más hermosa que había visto, contesta finalmente.
—¿Y él? ¿Era también el hombre más guapo que había visto?
—El más guapo de todos.
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Una junta militar gobierna Myanmar tras el golpe de Estado perpetrado por el Ejército en febrero de 2021. El gobierno del LND, elegido democráticamente en las urnas, fue disuelto y su líder, la Nobel de la paz Aung San Suu Kyi, está detenida desde entonces. En estos dos años de régimen han sido asesinadas al menos 2.890 personas y el número de desplazados alcanza los 1,2 millones, según Naciones Unidas. El país está sumido en una espiral de violencia y violación de derechos humanos sistemática. A la crisis humanitaria hay que añadir el retroceso económico y aislamiento internacional que ha experimentado Myanmar en manos de los militares, uno de los países más pobres del mundo.