El regreso de Donald Trump
Todo indica que el pasado 5 de noviembre el candidato republicano Donald Trump venció a la candidata demócrata Kamala Harris en el voto popular en Estados Unidos, lo cual no le garantizó la victoria presidencial. Tensada en contradicciones, la república democrática más antigua de los tiempos modernos, que durante décadas ha hecho alarde de la universalización de un “gobierno de las mayorías”, no elige a su jefe de Estado por mayoría absoluta. Antes bien, un puñado de estados decide el destino del ejecutivo en Estados Unidos, un proceso que dramatiza las elecciones presidenciales, alimentando el insaciable apetito mediático de las y los ciudadanos del país.
Como marineros desorientados en busca del faro, durante horas refrescamos el mapa electoral de Estados Unidos, observando ansiosamente si destellaban los azules democráticos o los rojos republicanos en Pensilvania, Wisconsin y Carolina del Norte. Finalmente, las luces rojas irradiaron sobre las piezas decisivas del mapa: Donald Trump amarró los 270 votos del Colegio Electoral necesarios para convertirse en el próximo comandante en jefe del país. Apelando a nuestra nostalgia por un anhelo colectivo, la marcha de los resultados electorales hizo eco de las votaciones de 2016; venciendo las feroces, xenófobas y autoritarias corrientes ideológicas de “Make America Great Again” (MAGA).
En su ensayo “La política como vocación”, Max Weber argumenta que los líderes nacionales alcanzan legitimidad mediante tres ejes principales: la costumbre consagrada, el carisma y la legalidad. Durante siglos, mientras los distintos países a lo largo y ancho del mundo oscilaban entre repúblicas democráticas y regímenes autoritarios, Estados Unidos se mantuvo firme en su compromiso reverente con su marco legal y su gobierno de contrapesos. Valores como “libertad” y “democracia” fueron las consignas de los líderes políticos durante generaciones, incluso cuando estas garantías se desarrollaban de manera atropellada dentro del propio país o cuando la fuerza diplomática de Estados Unidos promovía estos valores de manera muchas veces contradictoria. Los militantes de MAGA han provocado un cambio telúrico en el panorama político: con Trump se ha privilegiado el liderazgo carismático por encima de los demás, creando estragos en lo que parecía un pacto nacional inquebrantable con la legalidad.
En un país de binarismo partidista y dinastías políticas –que nos ha dado a los Kennedy, los Clinton y los Bush–, las elecciones presidenciales a menudo son espectáculos trillados y repetitivos. Sin embargo, los últimos meses apuntan más bien a desajustes en la estructura política: varios miembros de la vieja guardia republicana han proclamado su apoyo a Kamala Harris. Entre aquellos se incluyen doscientos extrabajadores de los expresidentes George H. W. Bush y George W. Bush, y/o los senadores John McCain y Mitt Romney, así como más de una docena de personas que trabajaron para Ronald Reagan. También Dick Cheney, exvicepresidente con George W. Bush, y su hija, la congresista Liz Cheney, dieron un espaldarazo a Harris. Un puñado de republicanos incluso habló a favor de Harris durante la Convención Nacional Demócrata en agosto. Sin embargo, aunque fragorosas, las voces opositoras han sido la excepción, y en su mayoría los miembros del Partido Republicano se enlistaron, cual soldados deferentes, dentro de las filas de MAGA.
La victoria de MAGA allana el camino para borrar, dentro del trazado del partido Republicano, todo rastro del movimiento conservador constitucional que alguna vez representó. Los años de Trump ya han dejado una mancha vergonzosa en el país: en ese tiempo se han superpuesto algunas de las mentiras y diatribas más escandalosas y rabiosas del presidente: las acusaciones de que los inmigrantes comen perros, la negativa a condenar la presencia de nacionalistas blancos en Carolina del Sur y su apoyo a los insurrectos que tomaron el edificio del Capitolio en enero de 2021. Con el control republicano del Senado y de la Suprema Corte, el presidente Donald Trump, rabioso –la cólera y la deshonestidad son elementos distintivos de su carácter–, exigirá lealtad incondicional y buscará atropellar los contrapesos institucionales.
En su famoso ensayo “El fin de la historia”, publicado en 1989, el politólogo Francis Fukuyama argumentó que el fin de la Guerra Fría marcaba el triunfo del modelo liberal democrático sobre las otras formas de gobierno. Vista a través del espejo retrovisor del tiempo, el regreso de Trump a la presidencia marcará otro hito en la historia universal: el inicio de la desintegración de la amplia coalición multilateral de países democráticos que se ensambló bajo el liderazgo de los Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial. Tres décadas después de la publicación del ensayo de Fukuyama, la democracia liberal podría estar iniciando su fase final.
* Jonathan Grabinsky (@Jgrabinsky) es especialistas en temas de gobierno y profesor en el Tecnológico de Monterrey. Cuenta con una licenciatura y maestría en políticas públicas de la Universidad de Chicago.