Opinión: Los presidentes esperan lealtad. Trump exige servilismo

(Tim Enthoven/The New York Times)
(Tim Enthoven/The New York Times)


Este lunes hace cuatro años, Donald Trump presionó a Mike Pence para que siguiera una interpretación surrealista del papel constitucional del vicepresidente en el recuento de los votos del Colegio Electoral. Pence se negó, desatando la furia de Trump por no subordinar los principios filosóficos o constitucionales al servicio de su presidente, mostrando así “deslealtad”. Así terminó la utilidad de Pence para el mundo de Trump, aunque fue un final honorable para Pence.

Ahora Trump está seleccionando al personal clave para su segundo mandato. Aunque los posibles designados varían en filosofía, competencia y carácter, desafortunadamente un requisito es constante: la probabilidad de que ejecuten las órdenes de Trump sin observar las normas y estándares de un gobierno eficaz, o quizá incluso sin cumplir con la legalidad.

La obsesión de Trump procede supuestamente de un primer mandato infeliz, en el que demasiados asesores de alto nivel no le eran “leales”. Estos funcionarios tenían otras agendas, dicen los defensores de Trump, que socavaban, frustraban e incluso anulaban las decisiones del presidente, usurpando así su poder de manera ilegítima. A esos usurpadores se les consideraba miembros del “Estado profundo”, republicanos solo de nombre, unidos conspirativamente por el deseo de paralizar la presidencia de Trump. Esta vez no, dicen sus consejeros, en particular su hijo mayor; solo quieren partidarios leales.

Pero, ¿qué es exactamente la “lealtad” en el poder ejecutivo y en el Congreso, donde los senadores tienen una función constitucional de consejo y consentimiento en relación con un número significativo de funcionarios de altos cargos (pero no todos)? Para la mayoría de los ciudadanos, la lealtad se considera, con razón, una virtud. De hecho, un principio fundamental de los veteranos del primer mandato del gobierno de Trump es que hicieron lo que se acostumbra: jurar lealtad a nuestra Constitución, no al hombre. Antiguos funcionarios como Mark Esper y Mark Milley han expuesto de manera persuasiva precisamente este punto, que el equipo de transición de Trump ignora de manera conveniente, temiendo correctamente que hacer valer la lealtad personal por encima de la constitucional produciría un retroceso de nivel nuclear.

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En efecto, Trump, cuya comprensión de la Constitución es imperfecta, en realidad quiere que sus designados muestren vasallaje, un concepto medieval que no implica mera lealtad, sino sumisión. Reprender y degradar a los funcionarios del gabinete ante sus colegas, como hizo con el fiscal general Jeff Sessions y la secretaria de Seguridad Nacional Kirstjen Nielsen, entre otros, y luego mantenerlos en sus cargos es inquietante pero típico de Trump. En la coronación del rey Carlos de Inglaterra en 2023, el príncipe Guillermo prometió que sería “vasallo de vida o muerte” de su padre. Eso es vasallaje, afirmado públicamente, el tipo de vínculo personalista que Trump espera que eluda las obligaciones constitucionales.

Esto es indiscutiblemente perjudicial para una sociedad libre, pero es un hábito bien establecido de Trump. Ni a reyes ni a presidentes, ni a sus países, les sirve rodearse de aduladores y oportunistas. Los presidentes verdaderamente fuertes no temen a los asesores con opiniones firmes.

En su primera reunión formal de gabinete en junio de 2017, con la presencia de los medios de comunicación, Trump solicitó elogios de su equipo, algo que ni siquiera los veteranos de Washington recordaban haber visto.

En la transición actual, los posibles designados de Trump dicen que se les ha preguntado si creen que las elecciones de 2020 fueron robadas (a lo que solo hay una respuesta correcta, contraria a los hechos) y cómo perciben los acontecimientos del 6 de enero de 2021. (Cuando Trump abandone finalmente la escena política, será interesante ver cuántos nominados afirman que nunca creyeron que ganara en 2020 o que el 6 de enero fue un inocente paseo por el parque, no un motín ilegal). Besar el anillo de Trump para obtener los más altos rangos del gobierno es una cosa, pero el verdadero aprieto para los nuevos funcionarios, especialmente los que carecen de experiencia previa en el gobierno, vendrá después de que empiecen a trabajar de verdad. Esa es una de las razones por las que la Constitución frena el poder de nombramiento de los presidentes.

Los redactores de la Constitución se esforzaron por hacerla duradera. No eran ingenuos. Habían vivido “tiempos que ponen a prueba las almas de los hombres”. Alexander Hamilton, por ejemplo, veía el papel de consejo y consentimiento del Senado en los términos más prácticos. Como escribió en el ensayo 76 de El Federalista, la idea de que el presidente “pudiera en general comprar la integridad de todo el cuerpo sería forzada e improbable. Un hombre dispuesto a ver la naturaleza humana tal como es, sin halagar sus virtudes ni exagerar sus vicios, verá suficientes motivos de confianza en la probidad del Senado, para estar satisfecho no solo de que será impracticable para el Ejecutivo corromper o seducir a una mayoría de sus miembros, sino de que la necesidad de su cooperación en el asunto de los nombramientos será una restricción considerable y saludable para la conducta de ese magistrado”.

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Pedir al Senado que actúe como preveía Hamilton no es difícil. Recientemente, 38 republicanos de la Cámara de Representantes propinaron a Trump su primera derrota legislativa como presidente electo al rechazar una resolución de continuidad que él apoyaba. Es seguro que los senadores son tan independientes como los miembros de la Cámara.

¿Cómo funciona el vasallaje en el cargo? Esta es la verdadera prueba de la integridad personal de los designados, que demuestra si su lealtad es con la Constitución o con Trump. En el Departamento de Defensa, por ejemplo, donde los oficiales militares están obligados a no seguir órdenes ilegales, ¿qué ocurre si Trump ordena un despliegue nacional que viola la Ley Posse Comitatus? ¿Pete Hegseth, a quien Trump ha elegido como secretario de Defensa, instará a rescindir la orden o se limitará a transmitirla a los servicios armados? ¿Objetaran los oficiales uniformados, tal vez asesorados por abogados del gobierno? ¿Hasta dónde podría extenderse este caos en la cadena de mando, y qué daños duraderos podría causar?

Órdenes ilegales análogas podrían causar crisis significativas en la comunidad de inteligencia, considerada por muchos, entre ellos Trump, el corazón oscuro del Estado profundo. Pero los departamentos y agencias federales que corren mayor riesgo son los encargados de hacer cumplir la ley, especialmente el Departamento de Justicia. Si Trump ordena que su elección para fiscal general, Pam Bondi, procese a Liz Cheney por posiblemente instigar para que se cometa perjurio ante la comisión de la Cámara de Representantes del 6 de enero, ¿qué hará Bondi? Podría decir que no está prohibido que los miembros del Congreso animen a los testigos a decir la verdad en las audiencias legislativas y que no hay pruebas de que Cassidy Hutchinson u otros testigos cometieran perjurio.

O Bondi podría dar instrucciones al fiscal general adjunto elegido por Trump, Todd Blanche, quien representó al presidente electo en varios casos penales, para que investigue no solo a Cheney, sino también a Hutchinson y a otros testigos. El caso de Blanche sentará precedentes. Es un antiguo fiscal federal. Conoce las normas. ¿Seguirá acríticamente la orden de Bondi, a riesgo de su propia ética jurídica y de posibles medidas disciplinarias del colegio de abogados? Si Blanche transmite la orden al fiscal general adjunto de la división penal o de seguridad nacional, o directamente al fiscal del distrito de Columbia, ¿qué ocurrirá? Y una vez presentada a los abogados litigantes de carrera, ¿qué harán, estando en juego su propia profesionalidad? Todas estas preguntas y decisiones se aplican también a los miembros del personal del FBI y a otros investigadores, quienes se enfrentarán a escenarios comparables.

Como resultado, podría haber un Departamento de Justicia en crisis continua. Sin embargo, pase lo que pase allí y en otros organismos, creo que el poder judicial federal, incluida la Corte Suprema bajo el presidente de la corte, John Roberts, y especialmente los tribunales de primera instancia, no tolerarán durante mucho tiempo el tipo de procesamientos malintencionados que Trump está considerando en su campaña de represalias. El ejemplo de los jueces del tribunal del Distrito de Columbia, ya fuesen nombrados por presidentes republicanos o demócratas, que trataron a los acusados del 6 de enero es instructivo, especialmente sus decisiones sobre las sentencias. Puede que no todos fueran como el “Máximo John” Sirica de Watergate, nombrado por el presidente Dwight Eisenhower, pero fueron duros. No hay nada como el cargo vitalicio de la judicatura, comparado con servir “a placer del presidente por el momento”.

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Por supuesto, solo el costo de la representación legal durante las investigaciones o los procesamientos puede ser desalentador, sobre todo porque Trump utilizará dinero de los contribuyentes si decide emprender una guerra legal contra sus oponentes políticos. Es posible que él no gaste sus recursos personales, pero sus objetivos sí. Y no dispondrán del grado de inmunidad oficial que tienen los presidentes, penal o civilmente, algo en lo que los aspirantes al cargo deben pensar de antemano.

Las personas designadas por Trump deben tener muy en cuenta la pericia del presidente electo para eludir las consecuencias de sus actos, mientras que sus leales partidarios no suelen hacerlo. Que se lo pregunten a Michael Cohen y a Rudy Giuliani.

John R. Bolton fue fiscal general adjunto de la división civil del Departamento de Justicia con Ronald Reagan y el asesor de seguridad nacional que más tiempo ha trabajado para Donald Trump.

c. 2025 The New York Times Company