México, el país en el que suceden tragedias y sus políticos, todos, sólo piensan en sacarle beneficio

México: familiares de afectados por caída de templete en evento de Movimiento Ciudadano. (Julio Cesar AGUILAR / AFP)
México: familiares de afectados por caída de templete en evento de Movimiento Ciudadano. (Julio Cesar AGUILAR / AFP)

Dos noticias. El niño Emiliano fue asesinado en Tabasco. Horas más tarde, el templete de Movimiento Ciudadano, en el cierre de su campaña de Lorenia Canavati, se cayó y dejó, hasta ahora, a nueve muertos y aproximadamente 70 heridos. Dos noticias que movieron fibras sensibles. Y cómo no, si reflejan la tragedia de modo tan funesto como crudo. En México, un niño puede ser baleado insensiblemente. No hay quien lo cuide y no hay quien lo atienda. Y también puedes morir por asistir a un evento político en el que ibas a distraerte, a divertirte con la música que ofrecen los partidos para hacer atractiva toda la parafernalia.

Y luego viene lo peor: la cacería de brujas. Todo se vuelve motivo de politización. Así pasa en uno y otro bando de un país ya inevitablemente dividido y polarizado. La oposición que lucra políticamente con la muerte de un niño (aunque ellos también sean responsables medulares de la violencia crónica que se vive en México). Y un presidente que no tiene el menor rubor en hacer que la muerte de Emiliano se trate de él: claro, lo quieren atacar a él. El colmo del protagonismo.

Esa es la vida que entiende la clase política: todo gira alrededor de ellos. En cada situación, es posible sacar un beneficio. En eso sí que son especialistas: entienden de inmediato cómo pueden aprovecharse del contexto. Lo mismo con lo sucedido en San Pedro Garza García. No pasaron ni cinco minutos cuando ya se estaba hablando de la tragedia en términos políticos: que Álvarez Máynez era un cobarde por correr, por básicamente responder al instinto de supervivencia humano.

Aunque, ahora, tanto él como Samuel García no pierdan oportunidad para demostrar lo generosos que son al dar atención a las víctimas, como si fuera algo excepcional y no una obligación de ambos por los cargos que ostentan: gobernador de la entidad adonde se dieron los hechos y aspirante presidencial, centro de atención de dicho evento aunque no fuera su cierre como tal. Piden no politizar. Ojalá lo pensaran también sobre ellos mismos: sin redes, sin postureo, con las puras ganas de hacer su trabajo y ayudar a las familias de los fallecidos y de los que están internados.

Todo es usado como motín político. Y no es que sea una ingenuidad. Porque lo obvio es pensar que lo harán así. La época lo demanda: no hay evento que se libre de pasar por la trituradora de la politización. Y olvidan mutuamente que todos son culpables, que este país es resultado de los gobiernos de antes y del de ahora. Que si la desesperanza cunde es por ellos, por todos. Que ellos son los que dividen y luego salen a quejarse de la división. No hay virtud en destruir, cuando lo que necesita este país es construir.

Incluso después será así, tal y como pasó durante los últimos seis años. La llegada de López Obrador politizó a la sociedad mexicana, decían algunos; pero más que politizar, radicalizó. Por él, sí, pero también porque quienes le critican, aunque no sean muy diferentes en sus modos: egolatría, victimismo, incapacidad de aceptar críticas.

Cuando haya una nueva presidenta después del 2 de junio, si no se presentan quejas (Sheinbaum no ha querido decir que aceptará los resultados sean cuales sean), habrá un mensaje conocido: ahora hay que unirnos, éxito a mi rival, que gobierne para todos los mexicanos. Eso se quedará en el discurso. Los hechos volverán a la dinámica de la última era: encono y odio. Mientras el país se cae a pedazos en tantos sentidos. Pero ese dolor no alcanza para remover la megalomanía de la clase política mexicana.

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