KitKat, el club erótico de Berlín al que no puedes acceder con celular (por lo que pueda pasar)

El KitKat Club de Berlín, uno de los centros del ocio nocturno 'fetichista' más emblemáticos de la capital alemana. Foto: @themysticrose.officialpage
El KitKat Club de Berlín, uno de los centros del ocio nocturno 'fetichista' más emblemáticos de la capital alemana. Foto: @themysticrose.officialpage

Dicen que la libertad no tiene precio, pero en el KitKat Club de Berlín la libertad cuesta 25 euros (470 pesos mexicanos). Entrar en este lugar es sumergirse en una especie de agujero negro donde es fácil perder la noción del tiempo y la realidad. Si tienes suerte de encontrar a un desconocido con un reloj en la muñeca, pregúntale por la hora, ubícate. No esperes a que se enciendan las luces a las 9 de la mañana del día siguiente, señal de que la noche ha llegado a su fin. Márchate antes, huye. La magia del erotismo solo funciona bajo el neón, los focos fluorescentes y el juego de sombras. Si nada es lo que parece, mejor quedarse con la ensoñación intacta que presenciar el efecto que cerca de 24 horas de fiesta salvaje tiene en las personas.

El KiktKat Club es una de las discotecas más emblemáticas de la capital alemana y hace justicia a su merecida fama. Nada más ingresar, el visitante se topa con una antesala por la que debe transitar obligatoriamente, preámbulo de lo que le espera. La gente entra tapada hasta la cabeza para hacer frente a las gélidas temperaturas de Berlín en otoño y es ahí, en el ropero, donde se desprende de la ropa de 'civil' y saca a relucir su versión más desinhibido. Fuera abrigos, camisetas, vergüenza y complejos. El código de vestimenta es simple: cuanta menos indumentaria y más sexy, mejor. El látex, el cuero y la lencería de encaje se imponen, así como las transparencias, las camisas de rejilla que no dejan nada a la imaginación y las pezoneras, los accesorios de moda dentro del KitKat. La ironía de este lugar es que, por unas horas, el recatado se convierte en el raro de la fiesta y el ‘exhibicionista’ acaba pasando desapercibido entre tanta carne y torso desnudo.

Lo que sucede en el KitKat se queda en el KitKat, cuyo nombre nada tiene que ver con la famosa chocolatina, sino con un colectivo de corte liberal surgido allá por el siglo XVIII. Cualquier registro de lo que ahí sucede está terminantemente prohibido. Además de la ropa y la timidez, lo tercero que se queda en el ropero es el celular móvil. Nadie puede entrar con él, lo que nos remite al inicio de esta crónica: los relojes de muñeca se convierten en un bien preciado para situarse en una línea espacio-temporal que tenga sentido. Las horas ahí dentro se escurren entre las manos…

El club sexual por excelencia en Berlín fue fundado en 1994 por los productores de cine porno Simon Thaur y su pareja Kristen Krüger. Se inspira en el club nocturno del musical ‘Cabaret’, creado por el director teatral Harold Price, del que toma su nombre. Un local ficticio emplazado en el Berlín de los años 30, en pleno apogeo nazi. Está conformado en la actualidad por varias salas donde el ‘techno’ y el ‘house’ resuenan histriónicos. En la más grande y la más repleta de todas, no cabe un alma más, pero siempre se le hace espacio al recién llegado, como desafiando cualquier ley física. La gente se contornea al ritmo de la música, se besa, se toca, lo de menos es hablar, las manos desaparecen dentro de la escasa ropa del amante esporádico, los cuerpos se retuercen y se contraen embebidos en alcohol y drogas sintéticas. Un cincuentón venido a menos en silla de ruedas se pasea por la pista de baile sin pantalones mientras se masturba mirando a su alrededor con ojos golosos. El resto le hace espacio para que pase, sin reprenderle ni censura. La imagen es esperpéntica, pero a nadie parece sorprenderle. A casi nadie.

Hay camas alrededor de la estancia donde varias parejas se sumergen en los preliminares del juego erótico y una piscina al aire libre a la que nadie osa meterse. Las frías temperaturas no acompañan. Aquí y allá se alzan jaulas de tamaño humano donde cualquiera puede introducirse y dejarse llevar por sus fantasías sacadas del porno ‘hardcore’. Una mujer se mete en una de ellas y un desconocido le sigue los pasos sin que medie palabra alguna entre ellos. En el KitKat todo el mundo busca una excusa para dejarse llevar o un gesto que le indique que puede participar de la escena fetichista que se inicia antes sus ojos.

El KitKat Club, centro de culto y revolución tras la caída del Muro de Berlín

La madrugada va cayendo y los tríos y cuartetos comienzan a multiplicarse. En una tarima, varias mujeres y hombres, treintañeros rozando los cuarenta, se besan excitadísimos y se pasan las babas y las manos los unos a los otros, de dos en dos, de tres en tres, los cuatro al unísono. Y entonces le hacen señas a un quinto para que suba y les acompañe. No se lo piensa y acude al llamado sin titubear. El ambiente huele a sudor, cigarrillo y ganas.

La fila del baño del KitKat Club es un hervidero de gente que va y que viene, a cada cual más exaltado. La puerta de uno de los cubículos se abre y emergen de su interior dos personas con rostro satisfecho. Otras tres del que está justo en el lado opuesto mientras reproducen el mismo semblante victorioso. Los individuos que entran y salen solos de estos espacios son como especies en extinción. Un hombre de nacionalidad siria y una mujer española esperan su turno. No se conocen de nada. No han coincidido en toda la noche. Cuando llega el momento de sumergirse cada uno en su respectivo cubículo, él le pregunta si quiere acompañarle, con cara expectante mientras se acaricia los fornidos pectorales. Contra todo pronóstico, ella rehúsa la invitación. Le agradece el gesto, “pero no”. Él no insiste y cierra la puerta mientras ella hace lo propio al otro lado del lúgubre pasillo. Con permiso del sirio al que le salió mal la intentona, pero, probablemente, no la siguiente, en el KitKat encontrar un desconocido cómplice que te siga el juego es, cuanto menos, poco retador. Ahí dentro se respira obviedad y predisposición para dejarse llevar sin ataduras ni preocupaciones.

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Hubo un tiempo en el que el KitKat era un lugar de culto con esencia revolucionaria. Fundado apenas cinco años después de la caída del Muro de Berlín en 1989, pronto se ganó la animadversión de los sectores más retrógrados del país. La llegada al poder alemán del partido conservador en 2001 puso a sus responsables en el centro de la polémica y de las persecuciones policiales, acusados de incitar a la “perversión pública". Aunque la discoteca ha sabido mantener su fama como centro de disfrute sin tapujos, hoy en día se ven menos orgías, látigos y azotes de los que se anuncian, lo que no le quita ni un ápice de magnetismo. Qué hay más excitante que ser y dejar ser, a cada cual con sus fetiches y gustos excéntricos.

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