Un juego totalmente nuevo
Hace unas semanas, hubo un problema con el equipo de fútbol que ocupa una cantidad poco saludable de mis pensamientos. Bueno, estrictamente hablando, hubo varios problemas. Uno fue que todos los jugadores, incluido mi hijo, eran menores de 7 años, lo que resulta ser una limitación táctica. Otro fue que me convencieron de ser uno de los entrenadores.
No obstante, lo más urgente era que seguíamos dejando que nos anotaran goles. Goles evitables. Goles tontos. Goles prácticamente regalados al rival, acompañados de una tarjeta muy emotiva.
A nivel técnico, cuando los niños empiezan a jugar fútbol formal en Inglaterra —a los 6 años—, los partidos no son competitivos. No hay tablas de clasificación. Ni siquiera se registran los resultados. Sin embargo, no es lo mismo que nadie sepa cuáles son los resultados. Y era evidente, para cualquiera que supiera contar, que nuestros resultados no eran buenos.
Pensé que lo que necesitábamos era una pizca de la antigua sabiduría que me habían transmitido a mí, cuando daba mis primeros pasos en el fútbol. Geoff —mi primer y único entrenador juvenil, cuyo hijo cobraba todos los tiros libres y tiros de esquina— nos había dado dos instrucciones, y solo dos: juega hacia el frente y, en caso de duda, patéala fuera.
Así que llamé a mi hijo para que se acercara y le sugerí, con delicadeza, que no había ningún problema —si se sentía presionado, si el rival le acosaba, si no había otra opción— en lanzar el balón a un lugar seguro. Patéalo a un lugar vacío, hacia el campo contrario, si se puede. Si eso no es posible, patéalo afuera y que haya un saque de banda.
Esa era la teoría. Esta fue la práctica: durante un periodo de tres semanas, inmediatamente después de esa pequeña intervención paterna, no hubo una esfera existente en la que mi hijo no pateara la pelota de forma eficaz, deliberada y, en ocasiones, bastante ingeniosa fuera de la cancha.
A menudo, eso implicaba perseguir a un rival, ganar el balón y de inmediato lanzarlo fuera del campo. Y a veces significaba tomar posesión, con tiempo y espacio, controlar con habilidad el balón, mirar a sus compañeros y luego patearlo con frialdad hacia afuera, como aquella vez que Renato Sanches le dio un pase a una valla publicitaria.
Supongo que el problema es que un poco de conocimiento es algo peligroso. Hay algunos periodistas especializados en fútbol que se han tomado el tiempo y se han esforzado por obtener certificaciones reales de entrenador. Yo no soy uno de ellos. Hasta que tuve hijos, entrenar no era algo que yo anhelara.
No obstante, he pasado unos 20 años hablando con esas personas cuyo trabajo consiste en formar a jóvenes futbolistas, los que llegan a engalanar los campos más famosos del mundo, los que toman un juego y lo convierten en arte. Por desgracia, cuando me pidieron que ayudara al grupo etario de mi hijo —bajo los auspicios de un entrenador realmente cualificado, por suerte—, lo hice con ideas.
Creo que, en general, eran bastante saludables. Por ejemplo, sabía que una proporción tan diminuta de jugadores llega a ser profesional que no tiene ningún sentido presionar a tus pupilos.
No están ahí para ganar. No están ahí para cumplir tus sueños. Están ahí para sentir la alegría de jugar, para amar el juego, para aprender todo lo que este puede enseñar sobre el trabajo en equipo, el esfuerzo y el ejercicio. En Noruega, un país que en la actualidad produce bastantes jugadores de fútbol, no hay competencia real sino hasta que los niños llegan a la adolescencia.
Por supuesto que el problema es que no hay nada tan peligroso como un poco de conocimiento. En mis más o menos tres meses como entrenador sub-7, he aprendido muchas cosas. He aprendido que algunas personas se toman el fútbol juvenil muy en serio: uno de nuestros rivales había instalado un iPhone para filmar el partido, supongo que para que los entrenadores pudieran revisar el video después.
También he aprendido que, a veces, los niños pueden ser demasiado obedientes. Se toman las cosas en serio y al pie de la letra. Por ejemplo, si les dices que saquen la pelota para que haya un saque de banda, eso es lo que harán. Siempre. (Esto no funciona en un entorno doméstico, con la limpieza, por ejemplo. Lo he intentado).
Sin embargo, sobre todo, he aprendido cosas sobre mí mismo. Nunca se me habría ocurrido describirme como una persona competitiva, la verdad. Claro que, si estoy jugando, por lo general prefiero ganar a perder, pero el resultado no me carcome la conciencia.
No obstante, algo sucede cuando ves jugar a tu hijo —al saber que su felicidad depende, en cierta medida, del resultado; al saber que solo quieres que experimente placer y nunca dolor; al saber que no tienes forma de controlar lo que ocurra— que agudiza los sentidos.
Sin embargo, sobre todo, ahora sé lo mucho que puede significar estar al lado de tu hijo cuando empieza a hacer lo que te encanta, lo que has amado durante tanto tiempo, y ver que empieza a darle la alegría que te ha dado a ti.
Ganamos nuestro primer partido la semana pasada. Mi hijo anotó dos goles. No creo que haya intentado sacar alguno para que fuera saque de banda. (A partir de ahí, los ha descrito como “goles a la Luis Díaz”). Cuando sonó el silbatazo final, él y sus compañeros se arrancaron las camisetas en el aire frío de noviembre y se alejaron en señal de celebración, radiantes por lo que habían conseguido. Me encanta el fútbol desde hace mucho tiempo. Pero nunca me había hecho tan feliz como en ese momento.
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Nota de programación
En circunstancias normales, la columna de esta semana habría tratado un asunto bastante más urgente que el destino del equipo de fútbol de mi hijo. Pude haberme centrado en David Coote, el árbitro de la Liga Premier que enfrenta una investigación por los comentarios despectivos que hizo sobre Jürgen Klopp y el Liverpool, y el enorme papel que los árbitros desempeñan ahora en la cultura del fútbol, por ejemplo.
La razón por la que esta columna no trató de eso es que esta no es una semana normal. Esta será la última columna de On Soccer publicada por The New York Times —o al menos la última que yo haya escrito— porque el viernes es mi último día en el Times.
Comenzamos esta columna en vísperas de la Copa Mundial Femenina de 2019 y ha sido un placer y un privilegio construir nuestra propia pequeña comunidad a su alrededor desde entonces.
He tenido mucha suerte de hacer muchas cosas increíbles para The New York Times, artículos que me llenan de orgullo. El Times me envió a Groenlandia y a las islas Sorlingas, a partidos que no se celebraron y a lugares que, ahora, no parecen reales. El Times me dejó escribir sobre chefs, influentes y jugadores que no existían. El Times dijo que sí cuando le pedí dedicar un año a un solo tema. He asistido a finales de la Copa del Mundo y a juegos improvisados de martes por la noche, y me ha encantado cada minuto.
Durante la mayor parte de ese periodo, esta columna ha sido una constante: no solo escribirla, sino leer toda la correspondencia que enviaban los lectores. En serio: todas y cada una de sus cartas. (Sí, Alan Goldhammer, puedo confirmar que tu nombre siempre ha sido mi favorito).
Muchas de esas preguntas, ideas y comentarios ayudaron a dar forma a los artículos que escribí. Todos me ayudaron a reflexionar. Pero, sobre todo, me dieron el honor de escribir para gente real, a la que el tema parecía encantarle tanto como a mí. Todo eso ha hecho que escribir esta columna sea lo más gratificante que he hecho en el Times, y por eso quería darles las gracias, a todos, por leerla.
c.2024 The New York Times Company