El horticultor investigador que arriesga la vida por las flores más raras

Carlos Magdalena examina un nenúfar gigante del Amazonas en el Conservatorio Princesa de Gales del Real Jardín Botánico de Kew, en Londres (Andrea DiCenzo/The New York Times)
Carlos Magdalena examina un nenúfar gigante del Amazonas en el Conservatorio Princesa de Gales del Real Jardín Botánico de Kew, en Londres (Andrea DiCenzo/The New York Times)

Carlos Magdalena, cuyas aventuras botánicas tienen tintes de Indiana Jones, fue un motor para salvar el nenúfar más pequeño del mundo y hallar el más grande.

En Australia, fue a cazar plantas en helicóptero y vadeó aguas infestadas de cocodrilos para ver florecer un nenúfar. En Mauricio, cogió un espécimen desde el borde de un acantilado. El mes pasado, mientras buscaba nenúfares en un afluente colombiano del Orinoco, un río plagado de pirañas, saltó de tablón en tablón en plena oscuridad a las 4 a. m. para llegar a un buque viejo.

“No es que yo sea tan osado” dijo Carlos Magdalena, horticultor investigador del Real Jardín Botánico de Kew, en Londres, en una entrevista en inglés. “Estas situaciones surgen así, nada más, y no son como los extremos que hace Superman. A menudo soy más Peter Sellers que Indiana Jones”.

La principal responsabilidad de Magdalena en los Jardines de Kew es cuidar las plantas tropicales. Pero también se le conoce como “el mesías de las plantas”, según le ungió un periódico español en 2010, por su labor de rescate de varias especies vegetales al borde de la extinción. Esa labor le ha granjeado un enorme respeto en el campo de la botánica y le ha convertido en una especie de celebridad en el mundo de la horticultura.

Su fama creció aún más cuando David Attenborough, el decano británico de los documentales sobre la naturaleza, repitió el eslogan de “mesías de las plantas” en el estreno en 2012 de una de sus películas, que incluía una escena de Magdalena propagando el nenúfar pigmeo.

La atención, especialmente de una figura tan venerada como Attenborough, consternó inicialmente a Magdalena. “Imagínate lo que pasa cuando un Dios te llama mesías”, dijo ante uno de los elegantes invernaderos de los Jardines de Kew.

Magdalena con visitantes en el Conservatorio Princesa de Gales. Es el salvador del nenúfar más pequeño del mundo e impulsor de la denominación del más grande (Andrea DiCenzo/The New York Times)
Magdalena con visitantes en el Conservatorio Princesa de Gales. Es el salvador del nenúfar más pequeño del mundo e impulsor de la denominación del más grande (Andrea DiCenzo/The New York Times)

Resulta apropiado que el momento estelar de Magdalena en el documental lo muestre trabajando con nenúfares, la planta más cercana a su corazón y la primera que cultivó cuando tenía 8 años en la finca de sus padres, una parcela de tierra en la región asturiana del norte de España.

El nenúfar pigmeo fue lo que atrajo la atención del público.

El nenúfar más pequeño del mundo,
Nymphaea thermarum
, con una flor del tamaño de una uña, se había convertido en una de las posesiones más preciadas de los Jardines de Kew. En 2014, lo robaron del jardín. El ladrón nunca fue capturado, pero Magdalena, quien había cuidado de la diminuta planta, hizo rondas por los medios de comunicación, explicando la rareza de la flor, nativa de Ruanda.

Desde entonces, ha asumido el papel de altavoz del silencioso reino vegetal, convirtiéndose en un animador tan exuberante y colorido como algunas de las flores tropicales que cultiva.

“Las plantas no hablan. Las plantas no lloran. Las plantas no sangran”, dijo. “Así que he decidido hablar por ellas”.

El menor de cinco hermanos, Magdalena era un estudiante indiferente, pero devoraba la enciclopedia de jardinería de sus padres, la cual ya había leído 12 veces para cuando cumplió los 8 años. “Prefería vivir mirando a las hormigas”, dijo sobre su infancia.

Su madre cultivaba flores. Su padre se dedicaba a la agricultura como pasatiempo. Y la naturaleza se convirtió en el centro de la visión del mundo de su hijo. Su abuelo lo llevaba a pasear en burro, apuntando con el dedo los nombres de plantas y animales, y es un hábito que heredó.

“Nunca superé esa etapa en la cual los niños apuntan con el dedo a todo en la naturaleza”, dijo.

Igual que su madre a veces obligaba a su marido a parar el coche en medio de la carretera si una planta le llamaba la atención, Magdalena no puede evitar hacer lo mismo, cosa que a veces impacienta a sus colegas de los Jardínes de Kew.

“Es todo un espectáculo verle saltar a un barranco o a un arroyo en busca de plantas, con el agua hasta el cuello y feliz durante horas”, dijo Christian Ziegler, un fotoperiodista que ha trabajado con Magdalena en algunas de sus búsquedas mundiales de flora en peligro de extinción.

Con pocas oportunidades de trabajo en Asturias, donde regentaba un bar, Magdalena se trasladó a Londres en 2001. Aunque el Reino Unido se diferenciaba en muchos aspectos de su hogar, los dos lugares tenían algo en común: paisajes húmedos y verdes.

Al principio, aceptó trabajos de hostelería. Entonces, un día de 2002, visitó los Jardines de Kew, y el viaje se convirtió en una historia de origen tan poco común como algunas de sus preciadas plantas.

Mientras miraba a través del agua condensada que empañaba las ventanas de un vivero tropical, soñó que “todas esas plantas podrían estar a mi alcance”.

Envió un correo electrónico de consulta a la Escuela de Horticultura de Kew, y el director le invitó a una visita. Los dos congeniaron, y Magdalena, a pesar de su falta de cualificación profesional o académica, consiguió unas prácticas no remuneradas.

Cuatro meses después, consiguió un trabajo temporal como ayudante de propagador en el vivero de sus sueños. “Es hora de lucirme”, dijo.

La primera planta que Magdalena salvó de la extinción fue el café marrón, o Ramosmania rodriguesii, un árbol que alcanza la altura de un hombre y tiene unas características flores blancas en forma de estrella. Endémico de la isla mauriciana de Rodrigues, no se había visto ningún ejemplar vivo desde 1877, hasta que el niño de una escuela lo encontró otro hace unos 45 años.

Se envió un esqueje a los Jardines de Kew y, aunque el clon floreció, la planta no produjo semillas. Hasta que Magdalena llegó.

En lo que se ha convertido en parte de la tradición botánica, pasó cinco meses estudiando intensamente la planta. Tras muchos experimentos y 200 intentos de polinización, consiguió obtener semillas, unas 20 de las cuales se enviaron a Mauricio, donde ahora vuelve a verse esta bonita flor.

“Carlos cumple”, dijo Alex Monro, científico jefe de los Jardines de Kew.

Aunque con el tiempo obtuvo un diploma de la escuela de horticultura de Kew —para él, “el Oxford de la jardinería”—, es conocido por recurrir menos a las técnicas tradicionales y más a enfoques poco convencionales.

Para salvar el nenúfar pigmeo, tomó prestadas semillas de un jardín botánico alemán. Aunque estas semillas germinaron, murieron rápidamente. “Una extinción a punto de ocurrir”, dijo.

Magdalena lo intentó todo, cultivando las semillas en agua ácida y alcalina, y experimentando con la luz y la temperatura. Nada funcionaba.

Una noche, mientras observaba cómo burbujeaba el agua de sus tortellini, se preguntó si la dificultad para germinar el diminuto nenúfar tenía que ver con la cantidad de dióxido de carbono a la que estaban expuestas las plantas.

“Las plantas necesitan luz, agua, nutrientes. Pero también dióxido de carbono”, explicó.

Mientras preparaba la cena, recordó que los nenúfares en su hábitat natural en Ruanda crecían en un arroyo poco profundo, y que hay mucho más CO2 por encima del agua que por debajo, así que cambió la profundidad del agua que estaba utilizando en su experimento en un intento de que recibieran más del gas. Y funcionó.

Aunque su fama inicial se debe a los mininenúfares, su mayor logro se sitúa en el otro extremo del espectro de tamaño.

Los nenúfares gigantes, del género Victoria, son una parte importante de las exposiciones de verano de los Jardines de Kew y se exhiben en un invernadero especial para ellos.

En 2007, el trabajo mal pagado de Magdalena incluía el cuidado de las dos únicas especies conocidas: Victoria amazonica y Victoria cruziana.

Las plantas fueron bautizadas con el nombre de la reina Victoria, recién coronada, para asegurar su patrocinio de los Jardines de Kew.

Mientras cuidaba de las enormes plantas, Magdalena se obsesionó cada vez más y se pasaba las noches investigándolas en internet. Fue entonces cuando se topó con una foto de la hoja de Victoria más extraña que había visto nunca y, sospechando que se trataba de una especie desconocida, tuvo que aprender más.

Se puso en contacto con el propietario de la foto, quien había encontrado este lirio anómalamente enorme en los estanques amazónicos de la región del Beni, en el norte de Bolivia, y había trasplantado esquejes de él a un estanque artificial en Santa Cruz, Bolivia.

Unos años más tarde, Magdalena se encontraba en Bolivia, enseñando a una comunidad local a cultivar nueces de Brasil de forma más eficaz. Se tomó un par de días libres, se aventuró al estanque de aquel hombre para ver los misteriosos y enormes nenúfares por sí mismo y persuadió al propietario, con la ayuda del Jardín Botánico de Santa Cruz, para donar algunas semillas a los Jardines de Kew.

De vuelta a Londres, cuando las semillas bolivianas empezaron a crecer con hojas y flores que tenían un aspecto diferente al que estaba acostumbrado, empezó a sospechar que estaba ante una tercera especie de Victoria aún sin nombre.

Procedió con cautela en su investigación, plenamente consciente de que era inusual en el campo de la ciencia botánica que “un jardinero como yo”, como él dijo, pudiera ayudar a identificar una nueva especie. Pero sus observaciones acabaron por convencerle, y la comunidad científica estuvo de acuerdo.

El 4 de julio de 2022, los Jardines de Kew anunció el descubrimiento de un tercer nenúfar de Victoria, que fue bautizado como Victoria boliviana Magdalena & L. T. Sm., el segundo nombre en reconocimiento a la contribución de Lucy T. Smith, botánica e ilustradora de los jardines, quien había compartido su convicción de que se trataba de una nueva especie.

La atención de los medios fue intensa.

“Sigo concediendo entrevistas. Ayer por ejemplo, fue una para una productora de televisión alemana”, dijo Magdalena, quien cree que puede haber más especies de nenúfares gigantes a la espera de ser descubiertas.

“Mis queridos nenúfares”, dijo, usando la palabra en español para la planta.

Aunque el apodo de “mesías de las plantas” le había molestado en un principio por pretencioso, desde entonces lo ha adoptado —“Es un apodo tan bueno”— y lo ha utilizado como título de un libro.

“En España, ‘el mesías’ es como sinónimo de Jesucristo, cosa que yo no soy”, dijo. Sin embargo, “para la cultura anglosajona, es más como alguien que tiene una misión, alguien que tiene cosas que decir en la lucha por una causa”.

Su celebridad y su franqueza no siempre han sentado bien en el refinado mundo de la jardinería. Pero dijo que no le importaba molestar a la gente y que no pensaba bajar la voz en defensa del mundo vegetal, al que quiere dotar del mismo carisma que al reino animal.

“Tenemos que dejar de pensar que las plantas no son más que el verde en el fondo”, dijo señalando una Titan arum en flor. También conocida como flor cadáver, es la más olorosa de todas las plantas, y su hedor a podrido es una estrategia evolutiva para atraer a los polinizadores. “¿No es increíble?” dijo Magdalena.

Su voz cambió entonces a un tono más serio, hablando de la carrera por salvar tantas plantas como sea posible antes de que desaparezcan para siempre.

“Todavía hay más de 100.000 especies amenazadas que están sentadas en el bar tomando su última cerveza”, dijo el antiguo camarero. “No tengo nada más que hacer. Solo esto”.

c. 2024 The New York Times Company