Anuncios
Elecciones México 2024:

Cobertura Especial | LO ÚLTIMO

La familia que perdió cinco integrantes a causa del coronavirus ahora forma parte de un estudio científico

Todos murieron de la Covid-19: la matriarca de la familia, su hermana y tres de sus 11 hijos. Los sobrevivientes están decididos a encontrar un remedio.

FREEHOLD, Nueva Jersey — Cada mañana se despiertan con los dedos doblados hacia adentro, rígidos como garras.

Sus horarios están dictados por citas médicas, sesiones de terapia física y episodios de agotamiento. Después de semanas conectados a ventiladores, dos hermanos siguen demasiado débiles para trabajar, incluso cuando sus facturas médicas van en aumento.

Pero en una mesa llena de varios miembros de una familia muy unida de Nueva Jersey, los Fusco, quienes perdieron a cinco familiares por el coronavirus, la conversación se aleja repetidamente del caos y el dolor de los últimos tres meses.

No evitan hablar sobre la devastadora pérdida colectiva de su familia. Pero también hablan de un nuevo objetivo: encontrar un remedio para la enfermedad que mató a su madre, a tres hermanos y a una tía.

Al menos otros 19 miembros de la familia contrajeron el virus, y aquellos que sobrevivieron a la COVID-19 no salieron ilesos.

Joe Fusco, de 49 años, perdió 25 kilos y pasó 30 días en un ventilador. Su hermana, Maria Reid, de 44 años, no se puede sacudir el recuerdo de las alucinaciones incoherentes que la acosaron durante los 19 o 20 días en que estuvo inconsciente, o el terror de despertar convencida de que su hija de diez años estaba muerta.

“Esto no ha terminado”, dijo Joe Fusco sobre la pandemia una tarde reciente en el patio trasero de su casa en Freehold, Nueva Jersey. “Esto no ha terminado en lo más mínimo”.

“Quiero ayudar a alguien”, agregó. “No quiero que nadie más tenga que perder a cinco miembros de su familia”.

Los Fusco fueron pioneros involuntarios al navegar la ruta temprana de todo lo que era desconocido sobre un virus que ha matado a más de 126.000 personas en Estados Unidos.

Ahora son precursores de otro tipo, sujetos de al menos tres estudios científicos.

La Escuela de Medicina de la Universidad Johns Hopkins está llevando a cabo una investigación que implica evaluar el ADN de los miembros sobrevivientes y fallecidos de la gran familia italoamericana en busca de pistas genéticas. El ADN de aquellos que murieron será recuperado de cepillos para el cabello, un cepillo de dientes, una muestra de sangre y tejido de una cirugía de vesícula biliar.

Cada jueves, Elizabeth Fusco, la más joven de los 11 hermanos, dona plasma sanguíneo rico en anticuerpos que se usa para tratar a los pacientes con el virus para determinar si puede ayudar a aumentar su respuesta inmune.

“Sabemos que vendrá otra ola”, dice ella. “Es inevitable. Lo que sea que ayude a este mundo es todo lo que me importa”.

Su ayuda puede ser útil mucho antes de la segunda ola prevista, ya que estados como Florida y Texas enfrentan un aumento alarmante de nuevos casos.

El trauma de la familia Fusco comenzó justo antes del confinamiento del estado, cuando una lenta cascada de cierres marcó el comienzo de una nueva normalidad.

El 13 de marzo, Rita Fusco Jackson, de 56 años, se convirtió en la segunda persona en morir de la COVID-19 en Nueva Jersey, que desde entonces ha registrado 14.992 muertes, lo que lo hace el segundo estado de Estados Unidos con más muertes relacionadas con el virus, solo detrás del estado de Nueva York.

En una semana, su madre, Grace Fusco, de 73 años, y dos hermanos, Carmine, de 55 años, y Vincent, de 53 años, también habían muerto. La hermana de Grace Fusco, en Staten Island, murió semanas después.

Su historia se convirtió en un relato aleccionador y urgente sobre la potencia de la enfermedad y la importancia de mantenerse aislados en un momento en el que el distanciamiento social aún era un concepto novedoso.

Durante la primera semana de marzo, según sus hermanos, Carmine Fusco, el hijo mayor que estaba de visita desde Pennsylvania, dijo que sentía escalofríos durante una cena familiar que reunió a cerca de 25 parientes un martes en Freehold.

La fuente precisa de la infección de la familia no está clara, dijo Joe Fusco, dueño de caballos como su padre y hermanos, que en las semanas anteriores había pasado tiempo con los dos hermanos que murieron. Recuerda haberse despertado sintiéndose “golpeado” la mañana después de la cena, celebrada en la casa donde vivía su madre con tres de sus hermanos y sus familias.

Fue ingresado al hospital días después, y entonces comenzó una odisea médica que duraría 44 días. Gran parte del tratamiento fue experimental, dijo, e implicó ensayo y error.

No importaba nada

“Cuando salía del hospital, el doctor dijo: ‘No tienes idea de la deuda de gratitud que el mundo le debe a tu familia’”, dijo Fusco, padre de tres hijos de entre 10 y 18 años.

A medida que las noticias de su historia recorrieron el mundo, los funcionarios estatales de salud utilizaron de ejemplo a la familia como la razón principal para mantenerse alejados.

Aún así, incluso cuando eran el ejemplo de la familia en la que nadie quería convertirse, Elizabeth Fusco estaba asumiendo el papel de la hermana menor que todos podrían desear tener.

Elizabeth Fusco, de 42 años, y su hija estaban entre quienes contrajeron el virus; como muchos otros miembros de la familia, nunca mostraron síntomas.

Con cuatro personas ya muertas, dos conectadas a ventiladores y una hermana hospitalizada que recibía oxígeno, Fusco surgió como una feroz defensora, incluso cuando temía por su propia hija, Alexandra, quien tiene 12 años y nació con una grave condición de salud, hernia diafragmática congénita. “Me decían que me calmara”, dijo. “No. No me voy a calmar. Dile que se calme a alguien que no ha perdido a una madre, una hermana y dos hermanos en menos de siete días. Díganme cómo van a salvar a mi hermano y a mi hermana”.

La familia celebró un funeral para cuatro personas el 1 de abril. Seguían angustiados porque los dos hermanos que por entonces estaban conectados a ventiladores no estuvieron ahí y ahora planifican una celebración conmemorativa y de entierro después de una misa a inicios de agosto.

Fusco dijo que hizo a un lado el duelo temporalmente. “Consumí mi tiempo con: ‘no voy a perder a otro’”, dijo.

Desesperada, ella y otros familiares presionaron a los doctores para que probaran una variedad de tratamientos: remdesivir, plasma convaleciente, hidroxicloroquina.

“No me importaba si les daban veneno para rata si me dijeran que eso los mejoraría”, dijo, mientras su voz se quebraba.

Llamó al gobernador a su celular. Ella y la prima de su madre, Roseann Paradiso Fodera, una vocera de la familia, se trataban de tú a tú con personal del Congreso. Presionaron a cualquiera que escuchara para conseguir acceso a medicinas experimentales y, después, para que se realizaran autopsias que nunca ocurrieron.

En ese frenesí de enojo los alentaron sus vecinos, conocidos a medio mundo de distancia y amigos de toda la vida.

“Abrías la puerta”, dijo Dana Fusco, la esposa de Joe, “y había comida. La comunidad fue realmente increíble”.

Las enfermeras y el personal médico del Centro Médico CentraState, el hospital en Freehold donde se atendió a Grace Fusco y a cinco de sus hijos, fungieron como los ojos, oídos y manos amorosas de la familia en un momento en que no se permitía el ingreso de visitantes.

“Durante 44 días, cada tres o cuatro horas, estaba al teléfono con ellos”, dijo Dana Fusco. El hospital declinó hacer comentarios y citó razones de privacidad.

Cuando su esposo se despertó el domingo de Pascua, ella le pidió que no le contaran de inmediato sobre las muertes. Una vez que estuvo más fuerte, le permitieron visitarlo para decírselo en persona.

Para los Fusco, el camino del virus mostró poca lógica. Un pariente infectado que es fumador empedernido no mostró síntomas, y dos tíos más viejos con innumerables problemas de salud subyacentes se recuperaron en aproximadamente una semana. Varios de los miembros de la familia que estuvieron más enfermos no tenían problemas de salud subyacentes graves, dijo Joe Fusco.

Más de tres meses después, entre ellos se ha instalado una calma anestesiada.

“Como si no hubiera pasado”, dijo Reid. “Es solo que no están aquí”.

Quedarse en el pasado, dijo, es un lujo que no puede darse. “Tengo que seguir adelante”, dijo Reid, quien, junto con su esposo e hija, comparte una casa con la familia de Joe. “Tengo una hija pequeña”.

Joe Fusco dijo que seguía frustrado por las actitudes indolentes de las personas que se apiñan cerca de las playas o afuera de los bares sin cubrebocas.

“Estos idiotas están allá afuera y no toman precauciones”, dijo. “No usan cubrebocas. Y no hacen lo que se supone que deben hacer. Están locos”.

Una difícil recuperación

Los médicos dicen que los pacientes que se recuperan de la COVID-19 con frecuencia necesitan reconstruir la fuerza muscular, y algunos pueden tener problemas respiratorios, cardíacos y renales o tener un mayor riesgo de coágulos sanguíneos y derrames cerebrales. Algunos pacientes que experimentaron delirios mientras se encontraban en ventilador pueden tener un mayor riesgo de depresión.

Y aquellos colocados en comas inducidos también pueden perder tono muscular en sus manos, lo que hace que sus dedos se contraigan.

Se desconoce mucho sobre la recuperación de la COVID-19, dijo Laurie G. Jacobs, presidenta del Departamento de Medicina en el Centro Médico de la Universidad de Hackensack, que está estableciendo una clínica para pacientes que se recuperan de la COVID-19 para comprender, rastrear y tratar mejor sus variadas necesidades.

“Hay desesperación por conseguir respuestas”, dijo Jacobs.

Joe Fusco dijo que fue frustrante la aparente falta de uniformidad en la orientación de los médicos que tratan a pacientes que se recuperan de la COVID-19. Dijo que su doctor ordenó una batería de exámenes, pero el de su hermana, no.

“Uno pensaría que habría algún tipo de protocolo a seguir, pero no lo hay”.

Cuando Grace Fusco se enfermó y necesitó un ventilador, pidió una almohada que había pertenecido a su marido, quien murió en 2017, su rosario y un escapulario. Le recordó a su hija que llevara una bandeja de pollo la noche siguiente al programa para personas sin hogar para el cual cocinaba cada semana.

“Ella dijo: ‘No te preocupes. Voy a estar bien’”, recordó Elizabeth Fusco. “Diles a todos que los amo”.

Nunca despertó, y nunca supo que ninguno de sus hijos había muerto.

“La habría matado”, dijo Joe Fusco. “Ella siempre decía —y yo soy igual— que hay una secuencia en la vida, y enterrar a tus hijos no es parte de eso”.

“No es la forma en la que se supone debe pasar”.

This article originally appeared in The New York Times.

© 2020 The New York Times Company