La Concertación Democrática Nicaragüense, el grupo disidente que desde el exilio busca apoyo regional para combatir al régimen de Ortega
Dentro del país, acoso, persecución, encierro y tortura. Fuera del país, separación de la familia, quiebre de lazos sociales, falta de documentos, de trabajo, de estudios. O blancos de sicarios enviados desde Managua. Así viven los opositores nicaragüenses, con sus vidas dislocadas por el régimen de Daniel Ortega, el dictador que comanda un gobierno donde su palabra es ley.
La Concertación Democrática Nicaragüense, un movimiento opositor en el exilio, ya estaba de gira por América Latina denunciando las barbaridades del régimen, la semana pasada, cuando sobrevino una noticia donde el presidente Ortega confirmaba el carácter surrealista de su gobierno: abrió un consulado en Kabul y estableció relaciones con los talibanes, los fundamentalistas a cargo del gobierno de Afganistán, cuyo solo nombre es sinónimo de brutalidad.
Porque el régimen de Ortega no pisa el freno, creando y reinventando al vuelo alianzas y estrategias, como dijeron a LA NACION distintos miembros de la concertación, de visita en Buenos Aires para buscar apoyo de la dirigencia política y la sociedad civil. Y para relatar en detalle cómo funciona este sistema, que cuenta con el apoyo de colaboradores cubanos y rusos.
“Necesitamos debilitar los cimientos del régimen a partir de la incidencia internacional, que tiene que ver por ejemplo con los préstamos de organismos financieros. Debilitarlo también en su base, lo que todavía le queda, porque ya no es lo mismo que hace cinco o seis años, cuando tenía un promedio del 35% al 38% de respaldo. Hoy en día el apoyo no llega ni al 15%”, dijo Lucy Valenti, expresidenta de la Cámara Nacional de Turismo hasta que debió partir al exilio.
El año 2018 fue una fecha clave en la relación entre el régimen y la sociedad. Una fecha de quiebre. Los estudiantes y otros sectores tomaron las calles en protestas que crecieron de manera progresiva, hasta que Ortega tomó la fatídica decisión de mandar a reprimir. Sus hombres dispersaron a miles de manifestantes, acorralaron a otros, y mataron a más de 300 en un lapso de tres meses. Las protestas se extinguieron, pero no el malestar, ahora multiplicado por el dolor de quienes perdieron amigos, familiares y conocidos por expresar su descontento.
Tres años después se consumó una pantomima electoral, con la persecución sistemática de los líderes y candidatos opositores a la presidencia, que debieron exiliarse o acabaron encerrados, engrosando las filas de los presos políticos. Ortega “se impuso en las urnas”, como suele decirse, porque antes se impuso en la cárcel.
Y no solo cayeron los candidatos, sino quienes mostraran el menor desacuerdo. Lucy Valenti se escabulló de casualidad. El agente que mandaron a arrestarla estaba preguntando por ella al encargado del edificio, y Lucy pasó de largo sin que el otro se diera cuenta. El agente tenía su foto, fotos de sus hijos y de los últimos autos que se le conocían, incluso uno que le habían robado. “También es cierto que estábamos en pandemia y yo tenía mascarilla”, recordó, casi disculpando la torpeza del oficial.
El surrealismo del régimen se expresa hasta en las cosas más nimias. Según relató Valenti, meses más tarde de su escape, unos amigos cruzaron la frontera para llevarle sus cuatro perros. Pero antes debieron ponerlos a nombre de otra persona, una precaución sin la cual las mascotas no hubieran salido del país. A su manera, ellas también eran rehenes del régimen.
Si de extravagancias se trata, viene al caso recordar asimismo el caso de la joven nicaragüense Sheynnis Palacios, consagrada Miss Universo en noviembre pasado. Su triunfo en el certamen sacó a los nicaragüenses a las calles, como no lo hacían desde 2018, pero esta vez en una explosión de euforia, festejando a lo grande.
El gobierno se tomó mal los festejos, primero porque las manifestaciones están prohibidas desde ese año. Y porque, como pronto se supo, Sheynnis participó de las protestas de 2018, según fotos que subió a sus redes. Tras algunas acciones contra su entorno, la abuela y el hermano de Palacios abandonaron el país, y ella misma nunca volvió a pisar suelo nicaragüense.
Juan Diego Barberena, secretario ejecutivo de la concertación, contó que también él terminó en el exilio. Como Valenti, como la Miss Universo, como tantos otros. Reside en Costa Rica, donde viven 270.000 nicaragüenses. “Y eso es solo una parte de los migrantes. Más de un millón de personas se fueron del país desde 2018”, precisó. Y dijo que los que se quedaron en el país sufrieron el exilio interior. Muchos jóvenes no pudieron continuar sus estudios universitarios porque fueron expulsados de las universidades públicas, y sus expedientes académicos fueron eliminados.
No faltan los disidentes que continúan su activismo de manera clandestina, en comunicación con la oposición en el exterior y eludiendo con coraje el espionaje interno. “Hay un acuerdo de seguridad de Nicaragua con Rusia, que mandó gente a ayudar al control de la disidencia. Cualquier grafiti en las calles o posteo en las redes significa la detención inmediata. También tienen vigiladas las llamadas y las reuniones virtuales por Zoom”, dijo Barberena.
“Si tenemos una asamblea virtual, para que te puedas conectar en el Zoom tienes que hacerlo en el lugar más aislado de tu casa, donde no te pueda escuchar el vecino”, agregó, subrayando el temor a la delación de ciudadanos entre sí, cercanos al régimen, quizás a sueldo, una clase de denuncias y entregas distante de la solidaridad revolucionaria alguna vez proclamada.
Estas persecuciones tienen reminiscencias de Cuba, otro régimen especializado en el espionaje interno y la represión. Nada raro en este caso, por los lazos históricos entre La Habana y Managua desde la década de 1970, cuando Daniel Ortega accedió por primera vez al poder, comandando una revolución comunista. Ortega volvió a la presidencia como mandatario electo en 2007, y desde entonces nada lo mueve del palacio presidencial. Y bien custodiado.
“Los guardias personales de Ortega son cubanos”, dijo Valenti sobre el entorno del dictador. En ese entorno ya no está su hermano, Humberto Ortega Saavedra, exjefe del Ejército detenido en mayo por criticar el régimen “dictatorial”. Días después, el presidente llamó “traidor” a su hermano en un acto con militares y policías, y dijo que “vendió su alma al diablo”.
Humberto quizás le esté haciendo compañía a los cerca de 140 presos políticos en las celdas del régimen. Y eso que Ortega despachó a otros 222 detenidos en el recordado vuelo chárter de febrero de 2023 a Estados Unidos. Uno de ellos fue Kevin Solís, otro miembro de la delegación que estuvo esta semana en la Argentina.
Kevin pasó una larga temporada en “el Infiernillo”, una prisión de alta seguridad de la que poco se sabe. “Según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos soy la segunda persona que padeció más torturas en Nicaragua”, dijo sobre el aislamiento, los golpes (le quebraron costillas) y otros maltratos extremos, como arrancarle las uñas o la alimentación forzada cuando hizo huelga de hambre.
“Este trato así de radical es porque nadie puede entrar, nadie te puede ver, nadie te puede tocar. En tres años yo no pude tocar a mi mamá, abrazarla ni nada. Me gustaría resaltar el nombre de mi torturador, se llama Roberto Guevara, director del sistema penitenciario”, dijo Kevin sobre esos años de fantasmal existencia.
“Mi captura fue totalmente ilegal, no hubo orden de detención en mi contra, no tuve derecho a la legítima defensa. El debido proceso se violentó desde el día uno, el día que me secuestraron”, agregó. Su descripción bien podría adaptarse a la sociedad nicaragüense, secuestrada por un régimen que lleva 17 años en el poder. Y que no tiene intención de dejarlo.