¿Debería el fútbol cederles espacio a otros deportes?

Durante casi medio siglo, la programación de la BBC los sábados por la tarde era sorprendentemente simple y cómodamente inmutable. De hecho, se limitaba a una sola palabra, una que de alguna manera lo transmitía todo sin decirles a los espectadores absolutamente nada. Esa palabra era “Grandstand”.

Como sabrá cualquiera que le haya intentado explicar la idea de un teléfono fijo a un adolescente, la velocidad con la que ha cambiado la tecnología ha hecho que ciertos conceptos no solo sean redundantes sino de alguna manera, ajenos a las generaciones que no los experimentaron de forma directa.

El programa “Grandstand” entra de lleno en esa categoría. Desde su estreno en 1958, fue una piedra angular de los medios de comunicación británicos, una institución nacional, cuyo brillante y alegre tema musical quedó grabado en la conciencia del país. Sus horarios eran consistentes: “Grandstand” se transmitía (casi) todos los sábados, desde el mediodía hasta poco después de las 5 p. m.

Su contenido, sin embargo, no lo era. “Grandstand” estaba marcado por dos elementos relacionados con el fútbol: “Football Focus”, un avance al estilo de las revistas de los juegos del fin de semana, y “Final Score”, en el que el presentador y una falange de reporteros seguían los resultados en vivo a medida que sucedían.

Lo que ocurría en el medio era una especie de popurrí deportivo, exactamente lo contrario de la televisión a la carta. Algunos fines de semana podía haber rugby internacional o tenis en vivo de Wimbledon o algún gran premio de Fórmula Uno. Otros, un poco menos robustos, podían traerte la acción del bádminton desde Kuala Lumpur, unas cuantas partidas de billar o bolos sobre césped. (Los lectores estadounidenses de cierta edad probablemente estén recordando “Wide World of Sports” en este momento).

En 2001, la BBC hizo un ligero cambio en el formato, dividiendo “Football Focus” y “Final Score” como entidades separadas e identificables. La marca Grandstand —muy querida, pero con una pérdida de espectadores a borbotones hacia cadenas por satélite y cable que, en ese momento, habían comprado los derechos televisivos de cualquier cosa que cualquiera quisiera ver— ahora se dedicaría solo al relleno.

La consecuencia obvia, con el tiempo, fue el fracaso del programa. En 2007, “Grandstand” salió del aire definitivamente. “Football Focus” y “Final Score” permanecen, pero el resto de las tardes de los sábados en BBC One, el canal que la mayoría de los televisores británicos tiene sintonizado en automático, ahora está reservado para repeticiones de programas sobre propiedades y mejoras para el hogar.

Más significativo, sin embargo, podría haber sido el impacto psicológico. Se ha propuesto (posiblemente fue Marcus Stead pero también posiblemente fue otra persona*; hay una nota sobre la fuente más abajo) que separar los elementos relacionados con el fútbol de “Grandstand” representó un cambio en la forma en que el Reino Unido entendía el fútbol.

A partir de ese momento, dejó de ser parte del panorama deportivo más amplio, dejó de ser un ingrediente más en esa mezcla, no inherentemente distinto de la liga de rugby, MotoGP o el Campeonato Mundial de Rally. Ahora era algo distinto. El fútbol era un artefacto cultural, una división de entretenimiento, una elección de estilo de vida. Los deportes eran todo lo demás.

Esa distinción solo se ha vuelto más pronunciada en los años posteriores. Las ligas principales de los deportes más importantes —la Liga Premier, la Liga de Campeones, la NBA y la NFL— son ahora entretenimiento durante todo el año. Están inundadas de dinero. Sus estrellas se encuentran entre las personas más famosas del planeta.

Casi todos los demás deportes, por el contrario, parecen estar teniendo problemas para encontrar su lugar. Esto nunca queda más en evidencia que durante los Juegos Olímpicos, ese espectáculo cuatrienal en el que la mayoría de nosotros nos vemos cautivados por la natación, el atletismo o el voleibol durante 17 días y nos comprometemos a verlos más, a adoptar una dieta deportiva más sana y variada.

Y luego, por supuesto, nos encontramos de nuevo arrastrándonos a nuestros viejos hábitos, intrigados por ver cómo le irá a ese nuevo mediocampista, deslumbrados por las luces brillantes, consternados y emocionados por la vulgaridad y lo absurdo de todo esto. (La nueva temporada europea aún no ha comenzado y ya apareció la frase “Mikel Arteta empleó un equipo de carteristas profesionales”.)

"Grandstand”, al igual que “Wide World of Sports”, parece un anacronismo; en un mundo de contenidos bajo demanda, la idea de dedicar cuatro horas a una combinación en esencia aleatoria de deportes parece ridícula. (Y, además, la convicción general de todos en la industria de la televisión es que ya nadie ve televisión lineal).

Pero en cierto sentido ese programa, o algo parecido, es más necesario que nunca. No todos estos deportes son espectáculos televisivos naturales, como lo dejó bien claro el comediante australiano Jimmy Rees durante los Juegos de París. Algunos son profundamente arcanos o innegablemente elitistas. Hay incluso un puñado de ellos que es probable que sea mejor dejar como actividades de nicho.

Muchos, sin embargo, serían significativamente más populares (y, por lo tanto, más viables financieramente) si tan solo tuvieran lo único que les falta: exposición. “Grandstand” ofreció eso, en su forma —seamos sinceros— extraña y difícil de manejar, antes de que las cadenas por satélite lo volvieran irrelevante.

Excepto durante los Juegos Olímpicos, casi todos los deportes —incluso el atletismo y la natación, deportes para los que existe un público ya preparado y que funcionan a la perfección en la televisión— están condenados a desarrollarse en silencio, capaces de llegar solo a los ya convertidos, transmitidos solo en plataformas relativamente desconocidas que los espectadores deben buscar.

Esta es la razón por la que muchos de ellos, en última instancia, se han rendido. Netflix, Prime Video y todas las plataformas de emisión en continuo ahora están llenas de documentales íntimos, con la esperanza de hacer por sus disciplinas lo que “Drive To Survive” hizo por la Fórmula Uno. Esto es a la vez una forma de pensamiento creativo y una admisión de la derrota. No hay manera de competir con el fútbol por la atención como deporte. Esa batalla está perdida. Lo único que queda es intentar refrescar la marca como forma de contenido.

Esto, por supuesto, tiene un costo: rompe la relación entre recompensa y resultados. Las estrellas que emergen de esos programas no son necesariamente los mejores atletas, sino las personalidades más magnéticas. Al mismo tiempo, consolida el fútbol, y sus homólogos en Estados Unidos, como el único espectáculo real disponible.

No tiene por qué ser así. Léon Marchand, Noah Lyles y Mondo Duplantis no tienen que pasar los próximos cuatro años en una sombra relativa, antes de emerger una vez más en Los Ángeles en 2028 ante un público dispuesto a adorarlos. Lo único que necesitan, lo único que sus deportes necesitan, es la oportunidad de ser vistos. Pero para que eso suceda, el fútbol —al menos el complejo industrial del fútbol— debe estar dispuesto a ceder un poco de terreno, a aceptar que no importa cuán grande haya llegado a ser, sigue siendo solo un deporte.

*Una nota sobre la fuente: leí esta teoría sobre cómo el fútbol se separó del resto de los deportes en algún lugar, en algún momento indefinido del pasado. Me he esforzado mucho en encontrarlo para ofrecerle al autor el crédito que le corresponde, pero no he conseguido nada. Si es usted esa persona, por favor póngase en contacto. Estaré más que feliz de ponerle su nombre.

Lo viejo y lo nuevo

Hubo una emoción genuina en las voces de Trinity Rodman y Sophia Smith esta semana, antes de que Estados Unidos se enfrente a Brasil en la final olímpica de fútbol femenino, mientras contemplaban la posibilidad de un mundo en el que Marta —quien por ahora sigue activa, tras lo que aproximadamente han sido dos eones geológicos desde que comenzó su carrera— ya no sea una jugadora de fútbol internacional.

“Ella es la jugadora que más admiré”, dijo Smith. “Siempre que veía las mejores jugadas con mi papá, siempre aparecía Marta. Jugar contra ella en un partido de esta magnitud es muy especial”. Rodman también quiso subrayar hasta qué punto Marta, de 38 años, había “cambiado el fútbol en todo el mundo; es una gran jugadora y un gran ser humano”.

Para celebrarlo, ambas jugadoras planean hacerla llorar el sábado.

Para ser justos, eso podría ser un poco grosero, pero en este momento hay un ambiente genuino de propósito en la selección femenina de Estados Unidos. Su campaña olímpica no siempre ha sido emocionante y, en ocasiones, ha jugado un poco con la suerte. Pero en este momento está a punto de comenzar el mandato de Emma Hayes con una medalla de oro olímpica y sus jugadoras no están dispuestas a permitir que el sentimentalismo se interponga en el camino de esa ambición.

“Emma ha trabajado todos los días para consolidar nuestra confianza”, dijo la delantera Mallory Swanson. “Ha demostrado que se preocupa por nosotras como jugadoras y como personas, y eso es de gran ayuda para nosotras, porque somos más que simples atletas. Ella sabe qué decir y cuándo decirlo. Somos un equipo realmente distinto y gran parte del mérito es de Emma”.

Dado el poco tiempo que Hayes tuvo con sus jugadoras —viajó a Estados Unidos apenas a finales de mayo, lo que le dio unas ocho semanas antes de los Juegos Olímpicos para moldear el equipo a su imagen—, eso podría, de hecho, quedarse corto. La final olímpica bien podría ser el acto final de la carrera internacional de Marta. Pero pareciera que bien podría ser también el comienzo de una era completamente distinta para sus oponentes.

c.2024 The New York Times Company