La caída de Al-Assad ante los rebeldes islamistas de Siria tiene inquietos a los autócratas de la región
EL CAIRO.- Las imágenes que llegaron esta semana desde Siria recordaban algunos de los días más emocionantes de la “primavera árabe”. Los rebeldes habían derrocado a un dictador y la gente bailaba en las calles, mientras una multitud de sirios abría las cárceles del régimen para liberar a sus seres queridos y a otros cientos de presos políticos.
En una región aún gobernada por autócratas, ese renovado fervor revolucionario tiene inquietos a los líderes árabes, muchos de los cuales recientemente habían reanudado sus vínculos con el presidente sirio, Bashar al-Assad.
Según analistas, funcionarios y diplomáticos de la región, a los líderes de Egipto, Jordania y Arabia Saudita les preocupa que el derrocamiento de Al-Assad pueda provocar disturbios en sus propios países. También les preocupa que Siria se hunda en el caos, y observan con cautela el ascenso al poder de Damasco de los rebeldes islamistas encabezados por el grupo Hayat Tahrir al-Sham (HTS). “No deseamos que Siria caiga en el pantano del caos o la anarquía”, dijo el sábado el ministro de Relaciones Exteriores de Jordania, Ayman Safadi, desde la ciudad de Aqaba, donde recibió a sus colegas cancilleres de la región, así como al secretario de Estado norteamericano, Antony Blinken, para hablar sobre la transición del poder en Siria.
En los días transcurridos desde que HTS tomó la capital siria y obligó a Al-Assad a huir a Moscú, los Estados árabes de mayoría sunita se han movido con cautela. En sus declaraciones públicas, instaron a los sirios a mantener las instituciones de gobierno y garantizar que la transición política sea inclusiva. A principios de esta semana, los embajadores de siete países árabes se reunieron en Damasco con representantes de HTS, según una oficina de prensa afiliada a la agrupación rebelde.
Los rebeldes intentaron tranquilizar a los embajadores asegurándoles que estaban a salvo, según un diplomático de la región que habló bajo condición de anonimato por no estar autorizado a referirse públicamente al tema. “Queremos tener relaciones constructivas; ustedes no corren ningún riesgo”, les habría dicho el HTS a los asistentes. Pero el recelo hacia los rebeldes fue evidente desde el principio: el sábado pasado, cuando la avanzada rebelde se acercaba a Damasco, los cancilleres de varios países árabes se reunieron de emergencia al margen de una conferencia en Doha, Qatar, y luego hicieron un llamado a los rebeldes para que detuvieran su avance y mantuvieran conversaciones con el régimen.
“Les preocupa que en Siria se produzca un vacío de poder y que los islamistas llenen ese vacío, se atrincheren en Siria y desde allí extiendan su influencia”, dice Fawaz Gerges, profesor de relaciones internacionales de la Escuela de Economía y Ciencias Políticas de Londres.
Los Estados árabes temen desde hace mucho tiempo el atractivo político de los movimientos islamistas, cuya disciplina, organización y programas de asistencia social representan una verdadera amenaza para los autócratas de la región. Y en ninguna parte ese temor es más profundo que en Egipto, donde en 2013 el presidente Abdel Fatah El-Sisi tomó el poder con un golpe militar que derrocó al gobierno de la Hermandad Musulmana, elegido después de la “primavera árabe”.
El-Sisi ordenó una amplia ofensiva que destruyó al movimiento, pero “gran parte de la población egipcia todavía simpatiza en silencio con la Hermandad”, dice el diplomático destacado en la región, y agrega que la perspectiva de que el HTS, un grupo de ideas afines, gane un punto de apoyo en Siria “es una amenaza ideológica y existencial para El-Sisi”. Según Hesham Youssef, un exdiplomático egipcio, Arabia Saudita y los Emiratos Árabes Unidos comparten esas preocupaciones. De hecho, esas dos monarquías del Golfo impulsaron la contrarrevolución contra la primavera árabe, utilizando la inmensa riqueza de sus países para frustrar los movimientos populares y encumbrar a gobiernos autoritarios en Bahréin, Egipto, Libia, Túnez y Yemen.
Pero si bien los Estados árabes desconfiaban de los islamistas, durante años también rechazaron a Al-Assad y su gobierno, y en 2011 expulsaron a Siria de la Liga Árabe. En Oriente Medio era una época de cambios revolucionarios, y hasta los otros autócratas de la región estaban horrorizados por las atrocidades de Al-Assad contra sus propios ciudadanos. En ese momento, unos ocho meses después del levantamiento, la brutal represión de Al-Assad contra los manifestantes ya había terminado con la vida de miles de civiles sirios.
Lo que vino después fue una sangrienta guerra civil que duró años y que llevó a Rusia e Irán, aliados clave de Al-Assad, a intervenir para apuntalar su régimen. Poco después, cuando parecía que a Al-Assad ya nadie lo movería del poder, los Estados árabes empezaron a restablecer relaciones con Siria.
El año pasado, Al-Assad fue recibido nuevamente en la Liga Árabe. En la cumbre de la organización celebrada en Yeddah, Arabia Saudita, se vieron imágenes de Al-Assad abrazando al príncipe heredero del reino, Mohammed bin Salman, una sorprendente reivindicación de uno de los líderes más represivos del mundo.
Los gobiernos árabes esperaban que su apoyo diplomático y financiero convenciera al líder sirio de hacer varios cambios, como alejarse de Irán o incluso frenar el lucrativo comercio ilegal de fenitilina, un estimulante sintético conocido como Captagon: la venta de drogas no solo financiaba al régimen de Al-Assad, sino que también alimentaba el delito y las adicciones en los países vecinos.
A cambio de su reincorporación a la Liga Árabe, dice Youssef, los países árabes también esperaban que Al-Assad entrara en diálogo con sus opositores políticos más moderados para impedir la expansión de grupos como HTS, que ya controlaba parte del territorio sirio.
Pero Al-Assad no cumplió con su parte. “De todos modos, Bashar ya nos había, no había cumplido ninguna de sus promesas”, dice Ali Shihabi, un empresario saudí estrechamente vinculado con la familia real de su país. A puertas cerradas, dice Shihabi, “las relaciones seguían siendo tensas”.
Ahora, los Estados árabes observan a Siria con cautela: siguen tratando de proyectar su influencia en el país, pero también están esperando a que las aguas se asienten.
“Por lo general, cuando cae un dictador hay caos”, apunta Abdulkhaleq Abdulla, analista político radicado en Dubái.
Abdulla dice que a Emiratos Árabes Unidos y sus aliados les preocupa que la producción de drogas de Siria caiga en manos de uno de los muchos grupos armados que actualmente operan en el país. Bajo el gobierno de Al-Asad, Siria exportaba 10.000 millones de dólares de Captagon al año, gran parte de los cuales se contrabandeaban a través de Jordania y Arabia Saudita.
A pesar de sus reservas, los gobiernos árabes no tienen más remedio que colaborar con HTS, señalan los analistas y diplomáticos.
Jordania “no tiene otra opción”, dice el escritor y analista político jordano Tareq al-Naimat.
“Para proteger sus fronteras, tendrán que lidiar con los poderes de facto que gobiernan Siria”, dice Al-Naimat.
Pero lo que preocupa a países como Egipto —donde según una agrupación defensora de los derechos civiles El-Sisi tiene unos 20.000 presos políticos—, es la posible influencia de Siria fuera de sus fronteras. Egipto también está sumido en una grave crisis económica, y en las redes sociales los egipcios comparten su creciente indignación.
A principios de esta semana, un sitio de noticias afiliado a la Hermandad Musulmana compartió un video de manifestantes abucheando a El-Sisi durante su visita a Noruega: le gritaban que después de Al-Assad, el siguiente era él.
“Para un régimen autoritario, es muy probable que las escenas de Siria sean aterradoras, sabiendo que ellos tampoco son capaces de satisfacer las demandas de sus ciudadanos”, dice Mai El-Sadany, directora ejecutivo del Instituto Tahrir para la Política de Medio Oriente, con sede en Washington.
La policía egipcia también arrestó a decenas de sirios que celebraban el derrocamiento de Al-Assad en las calles de El Cairo. Unos 20 de ellos fueron liberados, mientras que a otros les dijeron que serían deportados a Siria.
El domingo, mientras llegaban las imágenes desde Damasco, la activista de los derechos humanos egipcia Mona Seif les agradeció a los sirios por irrumpir en la prisión de Sednaya, una instalación famosa por su brutalidad, para liberar a los detenidos.
El hermano de Seif, el escritor y activista Alaa Abd El-Fattah, es el preso político más destacado de Egipto. Su madre, Laila Soueif, estuvo en huelga de hambre durante más de 70 días como protesta por el encarcelamiento de su hijo.
“Gracias a las manos que abrieron la cárcel de Sednaya y filmaron la liberación de los detenidos”, posteó Seif en la red social X.
“Eso llevó esperanza a los corazones de muchas familias que desde todas partes del mundo soñaban con la liberación de sus seres queridos”, agregó Seif.
Por Claire Parker y Susannah George
Traducción de Jaime Arrambide