La política que ha traumatizado a millones de familias chinas
Tocan a la puerta. Los funcionarios de la oficina de Planificación familiar se presentan. Buscan a la embarazada. La resistencia es vana. Se lanzan sobre ella como jauría y la llevan al hospital donde le practicarán un aborto forzoso. Poco importa cuánto haya avanzado la gestación. Un segundo hijo no debe nacer. Bienvenidos a la China de la “política del hijo único”, en el siglo XXI.
Beijing acaba de anunciar que flexibilizará su férreo control de la natalidad. En lugar de uno, las familias podrán tener hasta dos niños. La medida ha durado 35 años. El cambio de política no significa que el Partido Comunista cederá una parte de su poder. Se trata, simplemente, de una reforma para evitar la catástrofe económica que se avecina, si no se detiene el acelerado envejecimiento.
Pero quizás sea demasiado tarde. Las consecuencias de la “política del hijo único” tardarán décadas en borrarse. La restricción transformó de raíz a la sociedad china. Paradójicamente, el control sobre los nacimientos contribuyó en poco o nada al auge económico de las últimas cuatro décadas en el gigante asiático.
Una política cruel
En 1979 China se acercaba a los 1.000 millones de habitantes. La fecundidad se había reducido alrededor de la mitad desde los años 60, sin embargo el líder Deng Xiaoping decidió restringir aún más el crecimiento de la población. El artífice de las reformas económicas en el país comunista creía que mantener una población tan grande atentaba contra el desarrollo. Entonces nació la “política del hijo único”.
Las familias tenían que conformarse con un vástago. En las zonas rurales se permitía excepcionalmente una segunda descendencia, si la primogénita era niña. Los que violasen la limitación enfrentaban enormes multas, el aborto forzoso y la esterilización.
La aplicación de la ley engendró incontables crímenes. Beijing premiaba a los funcionarios locales del Partido Comunista que cumplían con las cuotas de natalidad. Para ganar méritos en la jerarquía política, todos los medios servían. Durante los años 80 las mujeres debían mostrar sus almohadillas sanitarias para probar que no estaban embarazadas. Quienes se atrevían a escapar eran perseguidos y sus propiedades destruidas. Las vasectomías y la implantación de dispositivos anticonceptivos constituían una obligación.
El infanticidio, una práctica tradicional en las zonas rurales de China, aumentó bajo la presión del régimen. Se estima que alrededor de un millón de recién nacidos fueron asesinados solo en los primeros 10 años de implantación de la política. La abrumadora mayoría eran hembras. En el campo las familias prefieren a los varones, porque pueden ocuparse de las labores agrícolas y mantener a sus padres en la vejez. ¿Y si el hijo único muere?
El aborto selectivo propició un desbalance demográfico: más de 20 millones de adultos chinos podrían quedarse sin pareja por el déficit de mujeres. Esta anormalidad ha generado otras. En el “mercado de esposas” el precio de una joven puede superar los 20.000 dólares. Los pretendientes se endeudan para poseer una propiedad inmobiliaria, el “nido que atrapará al fénix”, según la sabiduría popular.
Ahora el Partido Comunista ha entendido que la “política del hijo único” activó una bomba de tiempo demográfica. En las próximas décadas China perderá una de sus principales ventajas competitivas: una fuerza de trabajo casi infinita y muy barata para los inversionistas extranjeros. Y como antes dictó “uno”, ahora exigirá “dos”. En ningún país el gobierno ejerce un control tan absoluto sobre la reproducción de sus ciudadanos.
El improbable baby boom
Pero la voluntad de Beijing no bastará. ¿Cómo convencer a la generación de la “política del hijo único” de la necesidad de incrementar su descendencia? El promedio de las jóvenes familias chinas apenas pueden costear los servicios de guardería, la alimentación, los gastos escolares y de salud de su primer descendiente.
Por otra parte, el ascenso del nivel de vida y los nuevos horizontes profesionales han hecho que millones de madres potenciales reconsideren la maternidad. La tasa de fertilidad en China no rebasa los dos hijos por mujer, lo cual significa que el remplazo no está asegurado.
¿Podrá el Partido Comunista obligar a los jóvenes chinos a extender sus familias para cumplir con un “deber patriótico”? ¿Los funcionarios corruptos volverán a imponer su ley para enriquecerse y ganar los favores de Beijing? Mientras el destino del pueblo chino siga en manos de la elite comunista, la respuesta a ambas preguntas será un absoluto sí.