La adaptación a la nueva realidad de la Liga de Campeones
Los jugadores del Lille permanecieron en el campo del estadio Pierre Mauroy en comunión con sus aficionados. Las gradas seguían llenas mucho después del final del partido y no había señales de que la fiesta fuera a terminar. Ethan Mbappé —nombre famoso, aunque en un rostro no conocido— lucía la amplia sonrisa de un hombre que iba a disfrutar mucho enviándole mensajes a su hermano más tarde.
Su club había tenido un inicio de temporada variopinto. El Lille era quinto en la Ligue 1, la primera división francesa: tres victorias, dos derrotas y un solo empate. Todavía no estaba claro qué depararían los próximos meses. Lo más probable era que el equipo no fuera a luchar por el título de liga. La competencia por un puesto en la Liga de Campeones parecía intensa.
Y ahora, de repente, todo había tomado una forma nítida. Independientemente de lo que pasara durante esta campaña, tanto si esas primeras victorias anunciaban el comienzo de algo como si esas derrotas eran presagios de problemas futuros, este año siempre sería recordado como el año en que el Lille derrotó al Real Madrid.
A lo largo de las dos primeras jornadas, ha sido un poco difícil saber qué pensar del nuevo formato de la Liga de Campeones. Hay algunas cosas claras: estamos de acuerdo en que el nuevo formato de la competencia es un monumento tanto al interés propio de los equipos más poderosos de Europa como a la cobardía de los organismos encargados de velar por la buena salud del fútbol.
Después de todo, se ha diseñado expresamente para satisfacer las incesantes demandas de los aristócratas del continente. Querían más partidos entre ellos. Gracias a la cobardía de la Unión de Asociaciones Europeas de Fútbol, los han conseguido.
Querían que esos encuentros entrañaran menos peligro que, digamos, una semifinal. También lo consiguieron. Querían reducir el riesgo de que alguno de ellos no clasificara a las lucrativas y prestigiosas rondas eliminatorias. Deseo cumplido.
También puede suponerse —o al menos debería suponerse— que un cambio tan cosmético no aborda ni puede abordar el verdadero defecto de la Liga de Campeones: la desigualdad cada vez mayor en el fútbol europeo, la que significa que el Lille nombrara, para enfrentar al Real Madrid, a un equipo que en total costó más o menos lo que Kylian Mbappé puede ganar en una o dos temporadas. En todo caso, el cambio solo servirá para exacerbar esa desigualdad.
Sin embargo, más allá de eso, el dictamen definitivo es esquivo. En la columna de puntos positivos: hay un amplio consenso en que el antiguo modelo, el sistema de la fase de grupos que se utilizó durante las últimas tres décadas, aunque con una que otra alteración ocasional, se había vuelto obsoleto y previsible. La ampliación del campo y la estructura renovada han servido para introducir cierta frescura, una dosis muy necesaria de incertidumbre.
Esto ha traído consigo intriga, algo que había faltado en las ediciones recientes.
Tal vez lo más significativo de todo sea que los clubes a los que la élite suele tratar como algo entre acotación y molestia —los equipos secundarios de las grandes naciones y los campeones de los países con mercados más pequeños— ahora tienen un sentido renovado de propósito.
Para que quede claro, es un beneficio imprevisto pero complementario. Nadie debería dudar de que el torneo no se creó pensando en ellos. Sin embargo, que la causa y la consecuencia no estén relacionadas no hace que esta última sea menos real.
Con tan solo un punto en sus dos primeros partidos, el PSV Eindhoven y el Dínamo de Zagreb podrían, según el antiguo modelo, estar ya eliminados de la Liga de Campeones y sus ambiciones recalibradas hacia un lugar de consolación en la Europa League. Ahora, tienen seis oportunidades más de sumar dos o tres victorias que podrían prolongar su estadía en la competencia hasta la primavera.
Y luego, por supuesto, están los puntos negativos. Los estadísticos de la BBC han calculado que, más o menos en la última década de la Liga de Campeones, hubo alrededor de una docena de las llamadas goleadas —victorias por cuatro goles o más— en la fase de grupos. Esta temporada ya hubo nueve, con seis jornadas más por disputarse. Van a ser unos meses muy largos para el Slovan de Bratislava.
No obstante, las quejas más comunes y más impactantes están relacionadas con el significado. La primera es relativamente fácil de explicar: el nuevo formato puede permitir más choques entre la crema y nata del continente, pero esos encuentros se sienten más como partidos de exhibición de lo que tal vez sea ideal.
El París Saint-Germain perdió el martes en el campo del Arsenal, pero su puesto en la competencia no está en peligro. El equipo de Luis Enrique solo necesita ganar dos partidos más para colarse en la ronda eliminatoria y hay muy pocas dudas de que lo logrará. Perder en el Emirates Stadium fue un golpe para el prestigio del club, en efecto, pero lo más probable es que tenga pocas consecuencias más allá de eso.
La segunda es un poco más complicada. Para los europeos, este formato en el que cada equipo se abre camino a través de una lista de partidos hecha a la medida está resultando un tanto incipiente. Cada resultado existe en su propia burbuja. Cada equipo está en su propio viaje, desconectado de la competencia en conjunto.
El Arsenal no tiene que visitar ahora París para consolidar su ventaja. El PSG no debe enfrentar ahora la posibilidad de quedar como segundo de grupo. Ambos seguirán su camino por separado. El encuentro entre ellos no tiene consecuencias, no reales. Solamente fue algo que sucedió, un contenido aislado para un solo martes por la noche.
Todas esas preocupaciones —quizá quejas— son legítimas, aunque en cierta medida estén imbuidas de un rechazo reflexivo de todo lo nuevo, de todo lo diferente, de una creencia de que la mejor forma de un pasatiempo querido es la más familiar y reconfortante. Pero también es legítimo resistirse a un cambio que se ha hecho solo para servir mejor a los intereses específicos de la élite.
No obstante, el problema de intentar evaluar qué es bueno para la Liga de Campeones y para el fútbol europeo en su conjunto es que lo que hace especial a la Liga de Campeones es diferente para los distintos clubes y aficionados.
Hay más de un tipo de significado. Está el grandioso, conceptual y teórico, el que falta cuando el Arsenal vence al PSG sin contexto ni consecuencias. Y está el tipo de significado que es inherente a un partido de fútbol no como una pieza de una historia más amplia, sino como una ocasión particular.
El Lille nunca se había enfrentado al Real Madrid. El martes por la noche se medía por primera vez con el campeón reinante de Europa, el club más famoso del mundo. Nadie en el estadio Pierre Mauroy estaba pensando en que era una excepción. En el fondo, nadie se preguntaba qué significaba todo aquello.
Grandes ideas, pasos pequeños
Hubo algo curiosamente defensivo en el comunicado que emitió la FIFA para anunciar los doce estadios repartidos por todo Estados Unidos y seleccionados para albergar la renovada y ampliada Copa Mundial de Clubes del próximo verano. Se leyó un poco como si una organización refutara primero o tal vez protestara demasiado.
Nos dicen que el torneo enfrentará a los “32 mejores clubes del mundo”, un discurso de mercadotecnia que olvida mencionar la presencia —por ejemplo— del RB Salzburgo, un equipo al que el Brest destrozó la última vez que se le vio en la Liga de Campeones. Esos 32 equipos se batirán por el “único título oficial de Campeón Mundial de Clubes de la FIFA”. Pues sí. ¿Alguien decía lo contrario?
En cualquier caso, el hecho de que la competencia tenga una sede será un alivio considerable para Gianni Infantino, presidente de la FIFA, carente de conciencia de sí mismo y partero de esta idea en particular. Esto significa que ahora podrá dedicar todo su tiempo al problema más urgente de que el certamen no cuenta aún con una cadena de televisión que lo transmita.
La razón es sencilla. Nadie sabe —nadie puede saber— qué significará el torneo de Infantino para los equipos participantes. Esto es especialmente cierto para los participantes europeos, cuyo entusiasmo contribuirá en gran medida a definir no solo las cifras de audiencia de la competencia, sino también su supuesto prestigio.
Es evidente que las cadenas pagarán más por un mes de fútbol significativo con el Real Madrid, el Manchester City, el Boca Juniors y el Flamengo que por una serie de partidos de exhibición de bajo voltaje. Sin embargo, a estas alturas, no pueden saber a ciencia cierta lo que van a obtener, y eso deja a Infantino en un aprieto. Hay cosas que ni siquiera él puede crear con tan solo hablar de ello.
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