Experimentos médicos en Guatemala, ¿se hará justicia algún día?

En la Primera Guerra Mundial las enfermedades venéreas afectaron a miles de reclutas estadounidenses (Wikimedia Commons)
En la Primera Guerra Mundial las enfermedades venéreas afectaron a miles de reclutas estadounidenses (Wikimedia Commons)

Cuando Estados Unidos entró en la Segunda Guerra Mundial en diciembre de 1941, además de derrotar a Japón, su ejército tenía otro temible enemigo en la mira: las enfermedades venéreas. Aunque el uso de la penicilina esperanzaba a los médicos, aún tardarían un par de años para confirmar su efectividad sobre la sífilis. Los ensayos en humanos determinaron el éxito de esas investigaciones y el desarrollo posterior del tratamiento.

La historia de esa victoria sobre la enfermedad guarda, sin embargo, episodios sombríos. El esfuerzo bélico demandaba grandes contingentes de hombres sanos. Todos los medios era buenos para alcanzar ese fin. Todos, incluso el contagio con enfermedades de transmisión sexual a personas inocentes, que sin saberlo o no, fueron sacrificadas por el bien de los soldados estadounidenses durante y después de la contienda.

La demanda y los inocentes

Los experimentos comenzaron en la prisión de Terre Haute, Indiana, en 1943. En esa cárcel federal algunos reclusos se ofrecieron como voluntarios para probar tratamientos profilácticos sobre la gonorrea. La confirmación de la efectividad de la penicilina, anunciada por un equipo del Hospital de la Marina de Staten Island, en New York, interrumpió los estudios en el centro penitenciario.

No obstante, al concluir la guerra el gobierno norteamericano decidió continuar las investigaciones sobre las enfermedades venéreas. Esta vez los conejillos de Indias no eran ciudadanos estadounidenses, sino mujeres y hombres de los sectores marginados de Guatemala: presos, prostitutas, enfermos mentales…

Varios médicos de Johns Kopkins participaron en la realización de los experimentos en Guatemala (Wikimedia Commons)
Varios médicos de Johns Kopkins participaron en la realización de los experimentos en Guatemala (Wikimedia Commons)

La historia se mantuvo oculta hasta el 2010. Un año después la Comisión Presidencial de Bioética, encargada por Barack Obama elaboró un informe que revelaba las dimensiones monstruosas de los experimentos. El reporte, titulado "Éticamente imposible", confirmó la exposición de 1.308 personas a enfermedades de transmisión sexual en distintos momentos entre 1946 y 1953. A diferencia de los reclusos de Terre Haute, las víctimas guatemaltecas no recibieron información sobre el verdadero contenido de los ensayos.

Descendientes de los infectados han presentado una demanda legal contra la Fundación Rockefeller, la Universidad y el Hospital Johns Hopkins, por su participación en los experimentos. La indemnización exigida supera los 1.000 millones de dólares por daños y perjuicios, además de la muerte de más de un centenar de personas.

El proceso legal tiene pocas posibilidades de avanzar en los tribunales estadounidenses.

La justicia

En su defensa, el presidente de la Universidad Johns Hopkins, Ronald J. Daniels, ha recordado que nunca un centro docente sin fines de lucro o un hospital han sido inculpados por investigaciones realizadas por el gobierno de Estados Unidos. “La participación en la revisión de los estudios gubernamentales era entonces y aún hoy independientes del estatus de empleado de Johns Hopkins”, señala. Una de las voceras de la institución, Kim Hoppe, ha dicho que los demandantes solo intentan explotar una tragedia histórica para obtener beneficios financieros.

Algo similar ha dicho la Fundación Rockefeller, que ha condenado los experimentos como “moralmente repugnantes”, pero se niega a pagar por ese error de Washington.

Según el informe de la Comisión Presidencial de Bioética, varios doctores de la Universidad Johns Hopkins participaron en la preparación y la gestión del proyecto investigativo en Guatemala. En el terreno, el doctor John Cutler, representante del Servicio de Salud Pública de Estados Unidos (PHS), dirigió las operaciones. Cutler venía de Terre Haute y luego sumaría a su carrera los infames experimentos de Tuskegee.

El estudio clínico Tuskegee usó a unos 600 campesinos pobres afronorteamericanos como conejillos de Indias (Wikimedia Commons)
El estudio clínico Tuskegee usó a unos 600 campesinos pobres afronorteamericanos como conejillos de Indias (Wikimedia Commons)

En 2012, la Corte Suprema de Estados Unidos rechazó cualquier demanda contra el gobierno de ese país por perjuicios sufridos en otra nación. Según la Federal Tort Claims Act, las autoridades estadounidenses son inmunes a esos reclamos. Quizás para aplacar la indignación de los centroamericanos, Washington incrementó su ayuda financiera al tratamiento y la prevención del VIH y otras enfermedades de transmisión sexual en Guatemala.

Pero quienes padecieron las acciones moralmente incorrectas de científicos y funcionarios norteamericanos no recibirán compensación alguna, algo que sí ocurrió en el caso de los experimentos Tuskegee. La clave de esta injusticia, más que en los laberintos legales, podría estar en una frase del informe “Éticamente imposible”.

“Es compleja la historia de los experimentos respaldados por los Estados Unidos para promover el conocimiento médico y proteger la seguridad nacional”, asegura el texto. Cuando la ciencia y los intereses bélicos se mezclan, los resultados pueden suspender el examen de la ética. En la Segunda Guerra Mundial, y después, contaba por encima de todo salvar la vida de los soldados estadounidenses. En el terreno de la política, lo sabemos de sobra, los fines justifican –y a veces ocultan—lo medios.