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Las víctimas desconocidas de la bomba atómica

Las bombas atómicas lanzadas en Hiroshima y Nagasaki cargaron uranio de Canadá y del Congo Belga (Wikimedia commons)
Las bombas atómicas lanzadas en Hiroshima y Nagasaki cargaron uranio de Canadá y del Congo Belga (Wikimedia commons)

En Déline no supieron lo que había ocurrido en Hiroshima y Nagasaki hasta los años 90. Las dos bombas atómicas habían estallado demasiado lejos, a más de 4.000 kilómetros, al final de una guerra que en apariencia no había tocado el gélido noroeste de Canadá. Pero los hilos de aquella historia de muerte y secretos se habían tejido también en las riberas del Lago del Gran Oso, con las manos del pueblo Dene.

Los indígenas de esa región ignoraban que la “piedra del dinero” traería la desgracia. La comunidad seminómada había vivido siempre de la caza de los caribúes, hasta que los blancos descubrieron los yacimientos de uranio en la década de 1930. Desde entonces su destino se enlazó de un modo trágico con uno de los grandes acontecimientos del siglo pasado.

Los brazos que acarrearon la muerte

En 1942 Gerald Labine había cerrado ya la mina de uranio de Puerto Radio (Port Radium), junto al Lago del Gran Oso. Una llamada telefónica transformó ese declive en una fiebre que duraría casi dos décadas. El entonces ministro canadiense de Municiones y Suministros, C. D. Howe, llamó al dueño de las instalaciones y le ordenó: “Quiero que reabra la mina.” El gobierno estaba dispuesto a invertir todo el dinero necesario. "Y por amor de Dios, no le diga siquiera a su esposa lo que está haciendo”, enfatizó el funcionario.

Ottawa se había comprometido con sus aliados estadounidenses a proveer 60 toneladas de uranio para el Proyecto Manhattan. Desde los Territorios del Noroeste, en el borde del Círculo Polar Ártico, el material radiactivo atravesó Norteamérica hasta los laboratorios en Nuevo México, donde se construyeron “Fat Man” y “Little Boy”, las bombas que devastaron las dos ciudades japonesas.

Para extraer ese elemento químico la compañía contrató a mineros blancos y a hombres de la comunidad Dene residente en Déline. Los primeros trabajaban en los túneles y colocaban los pedazos de roca en bolsas, que luego los indígenas acarreaban hasta las embarcaciones en el lago. De ahí eran despachadas a una refinería en Ontario y finalmente a Estados Unidos.

Las bolsas pesaban 45 kilogramos. Los acarreadores recibían tres dólares diarios por su labor, una paga excelente en una región donde escaseaban los empleos. Además, luego se llevaban los sacos a casa para reforzar la cobertura de las tiendas. Los desechos de las minas se vertían en el lago. Todos bebían, respiraban, comían… vivían rodeados por el polvo de aquellas piedras cuya maldición no tardaría en emerger.

Déline, en la ribera del Lago del Gran Oso, también conocido como El pueblo de las viudas (Mattcatpurple - Wikimedia Commons)
Déline, en la ribera del Lago del Gran Oso, también conocido como El pueblo de las viudas (Mattcatpurple - Wikimedia Commons)

El pueblo de las viudas

En 1953 murió el primer minero. En las décadas siguientes el cáncer empezó a cobrar lentamente la vida de aquellos que habían transportado el uranio en sus brazos y espaldas. Los tumores aparecieron como consecuencia de la exposición continua a elevados niveles de radiactividad. Las mujeres también sufrieron.

La muerte de los hombres Dene conmovió a la pequeña comunidad indígena de menos de un millar de habitantes. No solo lamentaban la pérdida prematura de los suyos. Con cada muerte desaparecía uno de los enlaces entre la vieja y la nueva generación, lo cual representa el cimiento de la cultura de este pueblo autóctono. Muchos jóvenes crecieron entonces sin el consejo de padres, tíos y abuelos.

En 1999 el cineasta Peter Blow realizó un documental para revelar esta historia al gran público. Desde entonces Déline se conoce como “El pueblo de las viudas”.

La muerte de los indígenas mineros ha hecho más vulnerable a la pequeña comunidad indígena de Déline (Sahtu Wildlife - Flickr)
La muerte de los indígenas mineros ha hecho más vulnerable a la pequeña comunidad indígena de Déline (Sahtu Wildlife - Flickr)

El silencio criminal

Mucho antes de reiniciar la extracción de uranio, el gobierno canadiense conocía que esta minería podía perjudicar seriamente la salud de los trabajadores. En 1932 el Departamento de Minas había publicado investigaciones con respecto a los efectos negativos del radón, un gas relacionado con la extracción de uranio, sobre la salud de los trabajadores en Puerto Radio.

En 1945 un grupo de investigadores enviado por las autoridades a la zona confirmó el peligro por los altos niveles de radón. Según documentos desclasificados en Estados Unidos, Ottawa también conocía estudios efectuados en el vecino país acerca de las consecuencias de la radiactividad sobre el cuerpo humano.

Otro informe preparado por dos médicos canadienses a mediados de la década de 1950 fue archivado. Los galenos demostraron una vez más la abundancia de radón y la amenaza para la salud de los mineros. El gobierno federal prefirió ocultar la verdad.

El último intento por negar la responsabilidad de las autoridades en los hechos ocurrió en 2005, cuando una comisión organizada por Ottawa concluyó que no había pruebas suficientes sobre la relación entre las minas de uranio y los casos de cáncer en la población indígena residente en Déline.

En cambio, cuando los Dene descubrieron para qué había servido la extraña piedra que sus hombres cargaron, pidieron perdón a los sobrevivientes de Hiroshima y Nagasaki. Un grupo de ellos viajó a Japón para expresar su pesar por haber participado en aquel horrendo episodio. Ellos, que habían sido también víctimas de la primera arma atómica y del silencio de un país donde pocos se atreven a escuchar su voz.