¡Voté!

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A las 8:10 a.m. estábamos ya frente a la casilla, en las calles de Viena y Abasolo, en Coyoacán. Llegué desayunada, con la cara lavada y los dientes cepillados. A esa hora llevaba cuatro despierta porque el calor y algunos acontecimientos de los últimos días trastocaron mi sueño.

Nos tocó votar en el Instituto Nacional para la Rehabilitación de Niños Ciegos y Débiles Visuales, un edificio funcionalista bastante bien conservado que aloja en sus jardines a decenas de gatos, alimentados por los vecinos y por quienes trabajan ahí.

La fila para votar se extendía casi una cuadra entera. Me encontré a mi tío, a mi prima: habían llegado antes de las ocho para salir temprano y la hilera no se movía nada. Hablamos de la familia, un poco bien y un poco mal, y luego fui hasta donde G. me esperaba leyendo. El tiempo pasaba. Decidí ir por un pan y un café con leche. Aunque abrieran la casilla, faltaba mucho para que yo pasara. Volví cargada con orejas cubiertas con chocolate y unos panes rellenos de crema.

A las 9:15 a.m. las personas comenzaron a gritar, arremolinadas frente a la puerta del Instituto. “¡Queremos votar!”, “¡No coarten mi derecho al voto!”, “Hay adultos mayores aquí!”, “¿Cuál es la fila verdadera?”.

Para entonces, dos hileras largas confluían hacia la entrada. Una era para personas mayores y con discapacidad y otra más para el resto. Las personas llegaban con perros, con botellas de agua, con niños. La casilla abrió unos minutos después, pero nada se movía. Más gritos, un par de empujones. “¡Yo llegué primero, no lo deje pasar!”, gritó un hombre furioso, señalando a otro que lo miró unos segundos con angustia —y luego se coló tras la reja. El guardia de seguridad del Instituto no sabía nada y ayudaba menos. Decía: usted no, usted no, usted tampoco, usted tampoco, nadie pasa. Cerró la puerta y casi hay un zafarrancho, hasta que salieron dos mujeres de mediana edad y abrieron de nuevo la puerta. Habían entrado los mayores y discapacitados antes, pero muchas personas se colaron con ellos.

“¡Quiero ejercer mi voto libre, mi voto libre!”, gritaban algunos. Muchos tenían la cabeza sumida en el celular o, como yo, se concentraban en un poco de pan dulce. La fila comenzó a avanzar con muchísima lentitud. Había personas que iban sólo a preguntar cuánto faltaba, se habían formado al final y querían medir sus tiempos.

Una de las mujeres salió de nuevo y gritó: “¡Apellidos con G!, ¡Únicamente apellidos con G!”. Varios avanzamos entre las mentadas de madre que nos arrojaban quienes llevaban otra letra en su apellido. “¡Apellidos con G hasta García!”, volvió a gritar la mujer. “Aquí quiero nomás a los Garcías, que pasen los Garcías”, dijo poniéndose colorada. Di un paso al frente, empujé un poquito a alguien. “Soy de los Garcías”, aseveré. Hizo caso omiso, no me sonrió. Entré al lugar con G. pisándome los talones.

Afuera gritaban: “¡Soy Gutiérrez!”, “¡Soy Gómez!”. Un hombre levantó los brazos al cielo, frustrado, y dijo: “Nunca voy a pasar, ¡soy Vidal!”. Hubo Sánchez, Uscanga, Vázquez, Perea, Traulsen que se molestaron. Mi vecino se apellida Saito. Lo vi mirarme con desgano. “Pongan orden aquí, ¡esto es el caos!”, decían algunas personas: “¡El caos!”.

En uno de los salones principales del Instituto estaban instaladas las casillas, las mesas. Un hombre se aproximó a mí, extendió su brazo al frente y dijo: “Hasta aquí. ¿Apellido?”. Respondí: “García.” Frunció el ceño y preguntó: “¿Segundo apellido?”. “Soy García González”, le dije. Me indicó el camino, me empujó hasta la mesa en la que estaban las listas nominales. Le cerró el paso a G. con las mismas preguntas y lo mandó a la fila nuevamente porque no es García.

Voté, vacié mis votos en las urnas y salí de ahí buscando a G. con la mirada. Hasta entonces noté que, salvo poquísimas excepciones, los funcionarios de casilla también eran personas mayores, algunos con bastón. No debe haberles resultado fácil montar el tinglado. Sentí compasión por ellos, quise ayudar pero no se podía, había que desalojar muy pronto, salirse del colegio.

Una observadora del INE lo anotaba todo con mucha diligencia en una libreta. Ya pasaban de las 10:00 a.m. y a ella y a todos los funcionarios de casilla les quedaban muchas horas de servicio ciudadano arduo, más bien ingrato, de orgullo y satisfacción puramente personales. Ahí dentro, todo era prisa, caos y caras de pocos amigos. Me fui dando las gracias en voz muy alta, sumándome un poco al desorden.

Cuando abandoné el lugar los gritos seguían, el guardia parecía divertido molestando a los votantes. Ya le hablaba de tú a todos: tú no, tú no, tú no. Las mujeres de la casilla iban y venían tratando de controlarlo a él y a las personas que le discutían. Todo parecía igual salvo por un detalle: una mujer se había instalado en la mera puerta de la entrada, a unos centímetros del paso de los votantes, con su olla tamalera, tamales, atole, champurrado y café con leche. Llevaba también bolillos y pan dulce. Cuando pasé frente a ella, una tercera fila se había formado: la de quienes querían reconfortarse con un poco de masa.

***

Me miró con dulzura y me acerqué a ella. Llevaba puesto un vestido amarillo calado, con un cinto rosa y flores hacia el cuello. “¿Cómo se llama?”, le pregunté a la mujer parada junto a ella. “Ema. Se llama Ema”, me dijo sonriente. Ema, echada en el piso, se paró moviendo la cola y se me acercó para que la acariciara detrás de las orejas. Es una mestiza delgada y color crema. “¿Qué haces, Ema?”, le pregunté, hablándole como solemos hacer las personas con un perro encantador. Su dueña respondió con enjundia: “¡Viene a votar!, ¡Como yo!”.

Ema, perrita con su humana en una casilla en Coyoacán, en la jornada electoral del 2 de junio de 2024.
Foto: Julieta García.

A un lado de Ema estaba Roco, un bernés de la montaña masivo, viejo ya, mirándolo todo con ojos de sabio aburrido. Más adelante, un chihuahueño, un caniche, otros dos mestizos, un perrito en carriola, otro más en una bolsa de mano. “¡Voto libre y secreto!”, gritó un entusiasta que estaba casi al final de la hilera de votantes, una cuadra más allá de la entrada al Instituto. Sus compañeros soltaron risitas bobas, pero guardaron silencio cuando un niño pequeño, de unos cuatro años, comenzó a llorar. Le reclamaba a su madre: “Me dijiste que era rápido; me dijiste una mentira, mamá. ¡No es rápido! ¿Cuánto falta?”. Los perros comenzaron a inquietarse, supongo que en parte porque estaban cerca de los gatos a los que alcanzaban a ver tras las rejas del colegio, en parte por el sol. Un hombre iba y venía por toda la hilera, pidiéndole a todos paciencia. “Ya vamos a pasar. Ya vamos a votar, todos pueden votar. Tengan pa-cien-cia”, decía.

Roco también acompañó a su humano a votar en la jornada electoral del 2 de junio de 2024.
Foto: Julieta García.

“¿Pasaron a los de la G?”, preguntó alguien. Yo respondí que sí. “¿Cuándo pasa la M?”, “¿Y si me apellido con A ya no voy a pasar?”. No supe responder, así que me fui a esperar a G. a la sombra de un árbol.

Caminamos juntos y me contó un par de embrollos vecinales. También me contó qué le dijo el funcionario que no lo dejó pasar: no llegaron unos templetes, les faltó material, no llegaron a tiempo algunos representantes de partidos. Llamaron al INE y desde ahí le dijeron que llegarían con ayuda más tarde, cuando pudieran, porque estaban saturados. Así que eran mayores, no tenían suficientes personas para manejarlo todo como se debía y la autoridad no se daba abasto para asistir. Como haya sido, hacia las 10:30 nos dirigimos a casa.

Le marqué a mi madre, habitante de la hermana república de Satélite. Hace poco que tiene oxígeno las 24 horas del día y una enfermera que la cuida. Apenas unos días atrás se quejó con amargura: “¡Quiero ejercer mi ciudadano derecho!, ¡no voy a poder por esta cosa!”. El concentrador de oxígeno —su ausencia, más bien— amenazaba con impedirle, por primera vez en su vida, votar. Mi hermano y mi sobrino se las ingeniaron para llevarla a su destino. En la casilla le dieron trato preferente, como le dan a otras personas en sus circunstancias, y pudo ejercer su ciudadano derecho, cruzar las boletas, depositarlas en sus urnas y volver a la velocidad del rayo a enchufarse a los 3.5 litros que le garantizan la saturación vital.

“¡Voté!”, me dijo triunfal, como si eso remediara sus males por completo. Repitió: “¡Voté, voté, voté!”. Tal vez no sea una cura para su organismo, pero sí le refuerza un impulso vital, una forma de decir: aquí estoy, estoy soy, en esto creo y lo que yo diga y piense tiene un valor.

Es así para ella, es así para quienes hoy votamos.

* Julieta García González (@julietaga) es subdirectora de Literatura y Fomento a la Lectura UNAM (@LiteraturaUNAM).