Vidal, el silencio y las deudas feministas del Estado kirchnerista

Mazzina, Donda y Vidal
Mazzina, Donda y Vidal

La militancia feminista enfrenta un desafío que no está pudiendo resolver. Tiene que ver con una pregunta política: ¿cómo plantarse cuando las descalificaciones machistas y violentas provienen de las propias filas ideológicas y se dirigen a mujeres del arco político opositor? La identificación de buena parte del feminismo con el kirchnerismo, o con un progresismo que encuentra, a sus ojos, una encarnadura más cabal en el kirchnerismo, condiciona sus posicionamientos. Acaba de volver a pasar: al gobernador de Formosa, Gildo Insfrán, le alcanzó una sola oración para denigrar a dos colectivos al mismo tiempo, el de las mujeres y el de las personas con discapacidades cognitivas. “Yo creo que el atraso de ella debe ser mental”, fue la frase que Insfrán usó para retrucar las críticas de María Eugenia Vidal a su gestión de gobierno. Se trata de un caso de estigmatización y discriminación casi de libro. Dos operaciones simbólicas que la sensibilidad progresista suele denunciar con la velocidad del rayo cuando el otro político es el autor de la descalificación. Cuando el victimario es tropa propia, llega la hora del silencio.

El incidente no es nuevo, ni el de la retórica machista de un dirigente oficialista ni el apañamiento por parte del colectivo kirchnerista. Es un episodio más en una saga de condenas sesgadas donde mujeres comunes víctimas de violencia por parte de dirigentes kirchneristas o políticas opositoras agredidas verbalmente quedan como víctimas de última categoría, abandonadas por la solidaridad pública de buena parte del feminismo y sin el apoyo debido de las dirigentes feministas con cargos de alta responsabilidad en el Estado. Entre las primeras, el caso emblemático es la joven Florencia Magalí Morales, asesinada en una cárcel de San Luis. Entre las segundas, además de Vidal está el caso de Patricia Bullrich, estigmatizada hasta el cansancio por su supuesta propensión a la bebida.

Hasta el momento, en el caso de Vidal, la mayoría de las voces que condenaron rotundamente a Insfrán pertenecen al espectro ideológico de la exgobernadora. Y ése es un punto central. Ninguna de las mujeres con roles de Estado y con responsabilidades institucionales que rozan o caen directamente en el campo de los derechos de las mujeres o de las minorías mostraron solidaridad con una dirigente política agredida ni hicieron pública una condena abierta a Insfrán. Ni la titular del INADI, Victoria Donda, ni la ministra de Mujeres, Género y Diversidad, Ayelén Mazzina, ni tampoco la portavoz Gabriela Cerruti, que no retrucó a Insfrán con la agilidad a la nos tiene acostumbrados cuando hay asuntos de debate que movilizan su ego o conmueven al presidente Alberto Fernández. La militancia feminista de las funcionarias, y el camino hacia la deconstrucción que el Presidente dice haber encarado, encontró su límite: la descalificación política ejercida contra una mujer política opositora. Como los muertos de la pandemia honrados con piedras en la Plaza de Mayo, Vidal es, antes que víctima, “de derecha”. No todas las víctimas de la violencia verbal patriarcal parecen merecer las mismas protecciones en la concepción corporativa de los derechos que practica el kirchnerismo.

El silencio atronador de Donda para hacer su trabajo desde el INADI y marcarle la cancha a la violencia machista y estigmatizante de Insfrán, según los términos que suele usar el colectivo feminista kirchnerista, contrasta con su despliegue argumental para condenar, rápido, a Mauricio Macri por sus dichos sobre Alemania como “raza superior” futbolística. También, con la decisión con la que cuestionó al senador Luis Juez por el señalamiento de las deudas sociales generadas durante la democracia.

La saga de sus toma de posición pública como titular del INADI dibuja, paradójicamente, una política de discriminación que edita sesgadamente a qué victimarios condenar y con qué víctimas solidarizarse. Lejos de una política de Estado contra la discriminación en favor de toda la ciudadanía, se trata de la apropiación del Estado para dividir a propios de enemigos y consolidar otro tipo de discrimnación, la discriminación política del otro que piensa distinto. Una reedición de “al amigo todo; al enemigo, ni justicia”.

Otros casos

El caso de Patricia Bullrich también es elocuente en ese sentido. El 4 de junio de 2020, Francisco Cafiero, secretario de Asuntos Internacionales para la Defensa, y primo del entonces jefe de Gabinete Santiago Cafiero, cuestionó con pretensión irónica las críticas de Patricia Bullrich a la violencia de las fuerzas policiales: “En buena hora que a Pato Bullrich le preocupe la violencia policial” y se preguntó en la red social: “¿Será que se preocupa en serio o se le fue la mano con el vino?”. Tres horas y 5 minutos más tarde pidió disculpas por el “exabrupto”. En el ínterin, no hubo un aluvión de cuestionamientos del feminismo filokirchnerista ni reacción crítica de las dirigentes de su espacio.

El silencio de la ministra de las Mujeres en relación al caso Vidal resulta un eco de otro silencio. En el caso del asesinato de Magalí Morales, que murió por asfixia a manos de policías en una comisaría de la San Luis de Alberto Rodríguez Saa, la familia de la víctima le reprocha a Mazzina no haberse contactado al menos de forma personal con la famila. Mazzina era por entonces secretaria de Mujeres, Igualdad y Diversidad de la provincia puntana. El caso de Magalí Morales había tomado vuelo público en el marco de cuestionamientos a la cuarentena extrema con la que insistía el oficialismo. Ese asesinato dejaba expuesto uno de los efectos colaterales de esa decisión, el aumento de la violencia policial.

En esa saga de alineamiento disciplinado detrás del posicionamiento ideológico y partidario, hubo una excepción tan interesante como productiva: la lógica virtuosa con la que los feminismos de todos los colores lograron dejar sus resistencias partidarias privadas para construir un consenso con visos de universalidad. Fue en el camino hacia la legalización del aborto. La militancia kirchnerista, tan proclive a una aceptación jerárquica de la conducción, fue capaz de interpelar públicamente al mismo presidente Fernández para asegurar el objetivo común.

Salirse por momentos de las preferencias partidarias personales para sostener lo político que afecta a todas las mujeres es un trabajo constante de honestidad intelectual. La credibilidad de un feminismo que plantee la igualdad entre las personas se basa en esa franqueza sin cálculo sostenida en el cultivo de pensar contra una misma en ciertas ocasiones. Pasó con el aborto. No suele pasar cuando las mujeres violentadas son la otra política.

El reconocimiento de la legitimidad de las identidades de género parece una hazaña más fácil que el reconocimiento de la legitimidad de mujeres que piensan distinto en lo político. A diferencia del lenguaje inclusivo que practica la militancia feminista, con su reconocimiento explícito de las identidades diversas tramadas en la codificación de la morfología de la lengua, no hay gramática que explicite el reconocimiento de esa existencia de las diferentes políticas. Mientras tanto, desde el oficialismo, la opción es el silencio.