Uruguay parece un modelo para la región, pero sus ciudadanos no están tan seguros de eso
MONTEVIDEO.- Hubo un tiempo en que a Uruguay le decían “la Suiza de América”, por su calidad de vida fuera de contexto en la región, mucho más cerca del país de Guillermo Tell y Roger Federer que de sus vecinos del continente. Vecinos inestables, impredecibles, incluso incorregibles.
Esta imagen de inmaculada admiración sigue vigente afuera del país, y es un clásico del turista argentino y otros extranjeros de visita, o incluso residentes, que se deshacen en elogios al bienestar de los orientales.
Lo avalan los números. Donde hay un índice en América Latina, Uruguay lo lidera. Tiene las mejores notas en PBI per cápita, en desarrollo humano, en calidad democrática, en esperanza de vida. Tiene menos pobres que cualquiera. Y sobre todo es reconocida -más todavía, celebrada- su estabilidad política y económica.
Las facilidades que brinda el país al arraigo de empresas y personas del extranjero permiten la instalación de profesionales y sus familias. Por si fuera poco, se suele citar el encanto de sus playas como un adicional. Parafraseando a Vargas Llosa, Uruguay es “el Paraíso en la otra esquina”, sobre todo para los argentinos.
Visto desde adentro, sin embargo, los uruguayos matizan esa información, sin desmentirla, pero remarcando que no necesariamente están en ese pedestal de despreocupada bonanza que le asignan los demás. Más aún en la recta final de las elecciones, donde todo se somete a examen.
Saben que hay problemas de larga data, difíciles de resolver, estructurales, que tanto los gobiernos de izquierda como los de derecha no han logrado solventar de manera satisfactoria. Lo saben y lo sienten. Problemas que limitan las posibilidades a futuro de la sociedad, para que Uruguay pueda ser, como dijo un candidato en esta campaña, “el primer país desarrollado de América Latina”.
“En la foto internacional, sobre todo en la foto regional, salimos muy bien, pero nosotros que estamos acá conocemos los problemas. No son pocos, la verdad que no son pocos”, dice a LA NACION el politólogo Adolfo Garcé. Y señala que incluso a nivel de las instituciones democráticas, uno de los principales baluartes, hay deficiencias que invitan a estar alertas y no dormirse en los laureles.
Consultada sobre el tema, a la hora de enumerar, la gente menciona problemas como el costo de vida, la inseguridad, el nivel de la educación pública, las limitaciones de un mercado chico, la falta de oportunidades para todos.
“Los porteños están acostumbrados a una ciudad más grande, están más acelerados, y es verdad que en comparación con eso estamos más tranquilos. Pero tenemos problemas de ansiedad, de tener que ir de un lado para otro, como todo el mundo. Tampoco es que estamos todo el día tranquilos tomando mate… somos personas también”, ironiza Ana Melgar, de 23 años, que estudia la carrera de Enfermería en la Universidad de la República, la mayor del país.
Así las cosas, Melgar sufre las deficiencias de la educación pública: por falta de presupuesto y docentes hay clases que no se dictan, y el primer tramo de su carrera, que debía durar dos años y medio, se alargó a cuatro.
María Celia Reisch, escribana jubilada, dice que ella está bien, pero que para otros “el costo de vida y la inseguridad son tremendos, son lo que más pega, lo que más se nota por lejos”. Jenny Kovacs, psicóloga y docente, tiene problemas por las demoras en los turnos de consultas y estudios, incluso urgentes, en el sistema mutualista de salud, “sobrecargado y en dificultades”.
Un ingeniero dice que “para cada cosa que hagas tenés que calcular bien porque todo sale carísimo”. Un periodista dice que nunca llevaría a sus hijos a ciertos barrios porque “son Centroamérica”. Y citando más o menos de memoria al histórico dirigente Wilson Ferreira Aldunate, del Partido Nacional, un taxista sentencia que “si en este país no podemos darle un buen pasar a tres millones de habitantes, somos unos delincuentes”.
Los sondeos ratifican estas pinceladas relatadas a LA NACION. Según las encuestas, las inquietudes dominantes son la inseguridad (delincuencia, narcotráfico, bandas criminales) y la economía (costo de vida y empleo). El cambio en el malestar por la delincuencia fue notable, quizás el rubro de mayor retroceso. Dos o tres décadas atrás, la noticia policial de más impacto en la semana era algo así como “asaltaron una farmacia”. Ahora son guerras entre bandas, balaceras de película.
De la estabilidad al desarrollo
¿Pero cómo conciliar los altos índices regionales de bienestar, y la buena impresión de los extranjeros, con esta otra visión, bastante menos brillante? En el fondo, no hay contradicción. Las dos son ciertas. El buen pasar de algunos y los sueldos que no alcanzan de otros. El mate con amigos en la rambla, a la puesta de sol, y los tiroteos de los narcos en barrios como Villa Española.
Por cierto, el gobierno saliente de Luis Lacalle Pou se va con una imagen positiva de su gestión, con casi la mitad de la población que la ve buena o muy buena. Destacan su manejo de la pandemia, que no encerró a la gente ni congeló la economía. Y señalan que supo salir adelante con las cuentas en orden y volver al crecimiento desde 2023, tras superar también la peor sequía en un siglo.
Con todo, pasan los años y los gobiernos, del Partido Colorado al Frente Amplio, y al revés, y los males estructurales siguen ahí. Algunos mejoran por momentos, años incluso, pero vuelven. ¿Qué sucede entonces en Uruguay, con tanto a favor y a la vez con tantos temas pendientes? ¿Cómo puede pasar de la innegable estabilidad, necesaria pero no suficiente, al auténtico desarrollo económico y social?
Los economistas se hacen esa pregunta, y coinciden sobre la necesidad de modernizar el Estado, porque no está cumpliendo plenamente sus funciones. En otras palabras, le falla a la gente. Como dijo Hernán Bonilla, director del Centro de Estudios para el Desarrollo (CED): “Hay una serie de medidas de transformación del Estado que Uruguay hoy necesita. Eso pasa por un Estado que sea más amigable con el ciudadano y que sea menor la carga burocrática”.
Según Ignacio Munyo, director del Centro de Estudios de la Realidad Económica y Social (Ceres), “Uruguay está bien orientado y debe acelerar el paso; no se avanza con voluntarismo sino con medidas que impulsen el crecimiento económico, que es básico para mejorar la calidad de vida cuando viene de la mano de buenas políticas públicas”.
“El Estado uruguayo sabe hacer el chivito, de la cocina sale bien. El problema es que demasiadas veces llega tarde y frío. Es en la entrega donde está la falla, ahí es urgente mejorar”, dijo Munyo a LA NACION, remitiendo al típico plato oriental. “El avance de Uruguay en el camino del desarrollo depende de mejorar la forma en que los servicios públicos llegan a la gente”.
Esos platos fríos se traducen en números. Munyo detectó, por ejemplo, que existen 13 organismos en el presupuesto nacional destinados a vivienda. Para las pymes son 11. Las agencias se superponen, se complican entre ellas, se pasan la pelota. Muchos trámites y pocos avances. Las cosas no salen y nadie se hace cargo. ¿Quién se perjudica? El empresario, el empleado, el desempleado, el que no tiene vivienda y el que sí la tiene: todos.
Sobre el alto costo de vida, otro ejemplo, los economistas coinciden en que mucho tienen que ver las regulaciones y permisos, mal hechos, que terminan encareciendo productos esenciales, como frutas y verduras, higiene y limpieza. Existe un extraño proteccionismo que protege, no a los productores, sino a ciertos importadores sobre otros, los únicos verdaderos beneficiarios del sistema.
Los candidatos se han hecho cargo en esta campaña presidencial de estas distorsiones, y de la urgencia de revertirlas. Ahora, les toca a los votantes buscar una vez más, en la oferta electoral, a ver quién se puede animar.