El tremendo lío en que se ha metido Trump: pudo irse en paz, pero se echó la soga al cuello

Donald Trump llamó el pasado fin de semana al secretario de Estado de Georgia, el republicano Brad Raffensperger, para hacerle una exigencia escandalosa: alterar el cómputo de votos para revertir allí la victoria del demócrata Joe Biden en la pasada elección presidencial.

Adicionalmente, Trump vertió durante esa llamada una catarata de falsedades y teorías conspirativas en relación a la elección en Georgia, para continuar con sus alegaciones de fraude masivo. Pero Raffensperger y otros funcionarios de ese estado han reiteradamente rechazado que tal cosa haya sucedido y han mostrado, con el apoyo de recuentos y auditorías, que el resultado de las elecciones en Georgia (y en el país en general) es válido y que Biden fue el ganador.

Donald Trump le exigió al secretario de Estado de Georgia que "encuentre" o "recalcule" miles de votos en su favor. (AP)
Donald Trump le exigió al secretario de Estado de Georgia que "encuentre" o "recalcule" miles de votos en su favor. (AP)

Todo ello en el contexto de la crucial elección senatorial especial en Georgia de este martes 5 de enero, en la que está en juego el balance de poder en el Senado: si los demócratas ganan los dos escaños en disputa, lograrán el control de la cámara alta a partir del 20 de enero gracias al voto de desempate que para entonces tendrá la próxima vicepresidenta, Kamala Harris.

Los ataques de Trump contra altos funcionarios republicanos en Georgia no son precisamente de ayuda para su partido y en general son un inquietante signo de autoritarismo.

La llamada de Trump a Raffensperger, al parecer revelada por el propio secretario de Estado de Georgia luego de que el presidente lanzó ataques contra él vía Twitter, ha resultado especialmente punzante y, para algunos, un signo de que Trump podría haber violado la ley.

Primero, la exigencia de Trump de que se “encuentren” o “recalculen” 11,780 votos en su favor para revertir el legítimo resultado electoral en Georgia muestra que él entiende el proceso democrático como una suerte de transacción que puede ser ajustada a sus conveniencias, lo que no solo implica vulnerar la institucionalidad republicana del país sino que es un profundo desdén hacia la voluntad popular, la ley y la historia estadounidense.

Segundo, muestra que Trump está embriagado de teorías conspirativas y falsedades en torno a la elección que él mismo en gran medida se ha inventado, lo que revelaría que el presidente, que aún tiene poco más de dos semanas de mandato, vive en la irrealidad o que, por el contrario, Trump sabe que sus alegatos son mentiras y fabricaciones y las utiliza conscientemente para polarizar y desestabilizar a fin de sacar una ventaja personal.

El insistir en que hubo fraude y fustigar a todo aquel que no acepte sus alegatos, sobre todo si son republicanos como Raffensperger, le es de utilidad a Trump para mantener vivo el ardor y el apoyo de los votantes de derecha radical y hacer que ellos continúen aportándole simpatía y dinero para financiar sus actividades una vez deje la Casa Blanca.

Es decir, alegar fraude es para Trump una fuente de lucro económico y político, y por ello ha persistido, y persistirá, en ello. Y aunque al final deje el poder el 20 de enero, es de suponer él seguirá afirmando que ganó la elección pero que se le arrebató el triunfo vía el fraude y mantendrá una amplia influencia sobre la derecha radical y segmentos importantes del Partido Republicano.

El trumpismo busca ser una fuerza contestataria en contra de la administración de Joe Biden y para ello requiere mantener el apoyo de sus seguidores más leales. Una nueva postulación a la presidencia en 2024 y, en tanto, control sobre otras candidaturas y decisiones republicanas estarían en el horizonte de Trump y su entorno.

Y es claro que un Trump apoyado por millones de personas y con influencia en las acciones de senadores y congresistas tendría mayor margen de maniobra para encarar posibles demandas y procesos judiciales en su contra.

En ese contexto, varios expertos consideran que la conversación de Trump con Raffensperger podría ser causa de acusaciones legales contra el aún presidente, que de convertirse en cargos formales lo perseguirían una vez deje el poder. En ciertos casos, al tratarse de posibles procesos a nivel estatal Trump no quedaría protegido en la eventualidad, de dudosa legalidad, de que él decidiera autobeneficiarse de la prerrogativa del perdón presidencial.

Por ejemplo, de acuerdo a The Washington Post, se ha comentado que la llamada del presidente al secretario de Estado de Georgia podría haber violado el Código Legal de Estados Unidos que en su título 52, apartado 20511, considera un delito privar, de forma intencionada y con conocimiento, a los residentes de un estado de una elección libre y justa, y también el intento de hacerlo.

Con todo, para probar que Trump cometió ese delito se debe demostrar que lo hizo de modo intencional y con conocimiento, situación que no se daría en el supuesto de que Trump realmente creyera que en Georgia se le arrebataron votos. Es decir, las exigencias de Trump a Raffensperger señalan que el aún presidente pretendió cometer un delito o que vive obnubilado y fuera de la realidad.

Otros indican que Trump podría también haber violado la ley estatal de Georgia, que establece como ilegal el pedir o exigir que alguien cometa fraude electoral. Al haberle planteado al secretario de estado “encontrar” o “recalcular” miles de votos, Trump estaría incitando a la comisión de un fraude electoral.

Así, en ese sentido, Trump no solo estaría sumergido en la ominosa fantasía de que se le robó la elección sino que no tendría empacho en cometer él mismo un fraude real si con ello lleva agua a su molino.

Sea como sea, la exigencia de Trump es claramente antidemocrática, propia de dictadores y contraria a la ética y a la institucionalidad republicana.

Al parecer, Raffensperger no se ha planteado presentar una denuncia en contra de Trump pero, de acuerdo a Politico, él y otros no descartan que la Fiscalía de Distrito en el área de Atlanta decida emprender su propia pesquisa.

Trump dejará la presidencia el 20 de enero pero él ostensiblemente sigue clamando que se le robó la elección y atacando a quien no acepte esa mentira. Incluso ha arremetido contra republicanos que han aceptado el resultado democrático y la victoria electoral de Biden, por ejemplo el renuente líder senatorial Mitch McConnell, pues es claro que la sobrevivencia política de Trump una vez que termine su mandato requiere mantener el mayor control posible sobre su partido.

Ello ciertamente pone al Partido Republicano en una severa tensión, al grado incluso de una ruptura, entre quienes optan por seguir a Trump, por interés político personal o por cuestiones ideológicas, incluso si eso implica seguir una ruta antidemocrática, y quienes en paralelo a sus convicciones conservadoras mantienen el respeto a la institucionalidad republicana y aceptan el resultado de las pasadas elecciones.

O, viéndolo de una manera más cruda, entre quienes consideran que el tiempo de Trump ha acabado y tratan de hacerse de las riendas del Partido Republicano y quienes buscan que Trump retenga ese control y esa influencia.

El republicano Brad Raffensperger, secretario de Estado de Georgia, ha rechazado las alegaciones de Donald Trump sobre un inexistente fraude electoral. (AP Photo/Brynn Anderson)
El republicano Brad Raffensperger, secretario de Estado de Georgia, ha rechazado las alegaciones de Donald Trump sobre un inexistente fraude electoral. (AP Photo/Brynn Anderson)

A Trump, con todo, no parece importarle demasiado que el Partido Republicano sea sacudido, incluso que pierda la mayoría en el Senado y McConnell quede desplazado, si los demócratas ganan este martes en Georgia. Algo que de suceder sería en parte a consecuencia de los ataques del presidente en contra del gobernador y otros funcionarios estatales republicanos y de la consiguiente desmovilización de votantes trumpistas.

Se trata, en cierto modo, de la lucha por mantener el apoyo y el activismo de una derecha radical insurgente que comenzó años atrás, con el auge del Tea Party, pero que fue dominada en 2015 y 2016 por Trump. Varios aspiran a mantener el favor y el control de esos votantes, que tienen un peso considerable en el Partido Republicano, comenzando por el propio Trump y siguiendo por otros personajes, por ejemplo el senador Ted Cruz, que en algún momento fue visto como la cabeza de ese radicalismo de derecha pero cuyas aspiraciones presidenciales fueron rotas en 2106.

Cruz, como otros, buscaría mantenerse vigente y con liderazgo en un eventual entorno post Trump o, al menos, continuar navegando en primer plano en las aguas del trumpismo.

Trump presumiblemente desea continuar siendo la figura central de la derecha radical y con ello controlar al Partido Republicano. Sus alegatos de fraude y sus ataques contra quienes no se pliegan a sus deseos no lograrán revertir la legítima victoria de Biden pero sí son cimiento para la preservación de la influencia política de Trump. El caso de Georgia es un punzante ejemplo de ello.

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