Un solsticio del alma

Dennis Overbye, “corresponsal de asuntos cósmicos” del New York Times, durante una visita al Instituto de Investigación Scripps en La Jolla, California, en 2011. (Jim Wilson/The New York Times)
Dennis Overbye, “corresponsal de asuntos cósmicos” del New York Times, durante una visita al Instituto de Investigación Scripps en La Jolla, California, en 2011. (Jim Wilson/The New York Times)

El corresponsal de asuntos cósmicos del Times se retira, pero no quita los ojos de las estrellas.

Mientras el día se contrae en su oscuridad anual, he aquí lo que sé sobre el cosmos… hasta el momento.

Por un instante de tiempo cósmico eres el centro del universo, preguntándote a dónde va todo el mundo y por qué, mientras billones de galaxias, manchas de luz, y las posibilidades, retroceden. Confías en que el ascenso y la caída constantes de las estrellas sean un presagio de orden, solo para terminar ante la emboscada de la sorpresa y la confusión.

Durante el último cuarto de siglo, he tenido el privilegio de montar una vertiginosa ola de asombro y horror. Armado con la tarjeta de presentación más genial del periodismo, que me identificaba como el “corresponsal de asuntos cósmicos” de The New York Times, descendí a las entrañas del Gran Colisionador de Hadrones de Ginebra, me congelé en las tormentosas cimas de montañas de México y bebí en brillantes campos de estrellas en cumbres de Chile y Hawái. Di conferencias sobre Albert Einstein en Hong Kong y Berlín y sentí desesperación al deambular por los fangosos escombros del World Trade Center tras el 11 de septiembre.

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Ahora me jubilo del Times y debo desprenderme de esa tarjeta de presentación, aunque no de la misión que hay tras ella. Seguiré apareciendo en estas páginas de vez en cuando y trabajando en un libro que intenta fusionar lo personal y lo cósmico.

Este trabajo me brindó una perspectiva apasionante de la historia y la ciencia. Los investigadores, y el resto de nosotros, oímos agujeros negros colisionar, extendiendo ondas por el tejido del espacio-tiempo, y los vimos asomarse como anillos de humo desde el corazón de las galaxias: portales hacia el fin de los tiempos. Tras invertir 50 años y 10.000 millones de dólares, los físicos descubrieron por fin el bosón de Higgs (o “partícula de Dios”). Era la clave que faltaba en la mejor, aunque aún insatisfactoria, teoría de la naturaleza de los físicos, el llamado Modelo Estándar.

Respondiendo a las preguntas de los lectores en su escritorio en 2019. (Aidan Gardiner/The New York Times)
Respondiendo a las preguntas de los lectores en su escritorio en 2019. (Aidan Gardiner/The New York Times)

Los astrónomos descubrieron que hay miles de millones de planetas posiblemente habitables en la galaxia. Al mismo tiempo, han tenido que aceptar que el 95 por ciento del cosmos está formado por una “materia oscura” invisible que une las estrellas en las galaxias y una “energía oscura” que empuja a esas mismas galaxias a separarse cada vez más deprisa. Nadie sabe qué son esas cosas oscuras.

En 2015, cuando oí por primera vez rumores de que las antenas gemelas del Observatorio de Ondas Gravitacionales con Interferometría Láser (LIGO) habían sentido cómo el cosmos se estremecía por la colisión de dos agujeros negros en las profundidades del espacio y el tiempo, no lo creí. Lo que sabía sobre el LIGO me había convencido de que era un experimento extravagantemente ambicioso destinado al fracaso.

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En lugar de eso, resultó ser un puesto de escucha a un lado oscuro del universo. Ahora tengo una aplicación en el teléfono que anuncia con un fuerte pitido cada nuevo evento de ondas gravitacionales. Últimamente ha estado sonando una vez al día, y a veces me despierta por la noche, como la campana que suena en ¡Qué bello es vivir! cada vez que un ángel recibe sus alas.

¿Qué ángeles son esos, bailando un fandango en la oscuridad? Sin duda, algunos son agujeros negros en colisión, pero existe un bestiario adicional de candidatos teóricos —agujeros de gusano, cuerdas cósmicas— que dejarían una marca distintiva en forma de ondas gravitacionales. Qué divertido sería detectarlas.

Alcancé la mayoría de edad en la era del Sputnik, cuando la ciencia y la exploración espacial de pronto se convirtieron en una prioridad nacional en Estados Unidos. El razonamiento era que los estadounidenses teníamos que llegar a la Luna antes que los soviéticos, y construir mejores misiles y computadoras para protegernos. Los científicos eran salvadores y héroes en potencia; todo era posible. Más tarde se construyeron gigantescos aceleradores de partículas para explorar los misterios del espacio interior. El Muro de Berlín cayó. Los frutos de la innovación fluyeron: el transistor, el internet, las tomografías computarizadas y las resonancias magnéticas, los sistemas de posicionamiento global, los premios Nobel.

Hoy podemos decir que parte del esplendor se ha desvanecido. Con el final de la Guerra Fría, la financiación de la física y la exploración espacial empezó a quedarse atrás. El Telescopio Espacial James Webb está revelando vistas profundas de los primeros años del universo, pero un ambicioso esfuerzo por recoger rocas de Marte y examinarlas en busca de señales de vida está enfrentando dificultades. El intento de llevar seres humanos de vuelta a la Luna después de 50 años está sumido en retrasos y sobrecostos. La respuesta política al covid ha puesto en duda el concepto mismo de salud pública; la respuesta política al cambio climático ha puesto en duda el concepto de pericia científica. La inteligencia artificial se ha vuelto aterradoramente inteligente. Silicon Valley nos ha guiado a nuevos reinos de soledad, donde entornamos los ojos ante diminutas pantallas en busca de frágiles indicios de comunidad.

“¿Qué se siente”, cantaba Bob Dylan hace casi 60 años, “¿estar solo, estar sin hogar, como un completo desconocido, como una piedra rodante?”.

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Y, sin embargo, la ciencia, que avanza basada en el escepticismo y no en la certeza, es posiblemente la actividad humana más exitosa de todos los tiempos. Sus verdades son temporales; el progreso, dicen, solo llega en los funerales de filósofos y cosmólogos. El filósofo Lucrecio decretó que en la naturaleza no había más que átomos y vacío. Seguimos descubriendo de qué son capaces los átomos.

Todo lo que los científicos han descubierto nos dice que el universo es dinámico, y también lo es nuestro conocimiento de él. Nada dura para siempre, ni siquiera la eternidad. Las estrellas nacen y mueren; sus cenizas se funden en nuevas generaciones de destellos y explosiones. Y así continúa el espectáculo, hasta que el último y más grande agujero negro exhale su último suspiro de vapor subatómico hacia el vacío.

No sabemos qué maravillas esperan ser descubiertas en el primer nanosegundo del tiempo o en los interminables eones que aún están por venir. No sabemos por qué hay algo en lugar de nada. Ni por qué Dios juega a los dados, como lo expresó Einstein mientras reflexionaba sobre la aleatoriedad implícita en la mecánica cuántica, las reglas fundamentales del reino subatómico.

Andrea M. Ghez, quien ganó un Premio Nobel en 2020 por investigar el agujero negro supermasivo en el centro de la Vía Láctea, me dijo hace poco que sus momentos favoritos en la ciencia eran aquellos en los que estaba confundida. A John Archibald Wheeler, el físico pionero en el estudio de los agujeros negros, le gustaba decir: “Entenderemos lo simple que es el universo solo cuando nos demos cuenta de lo extraño que es”.

De ahora en adelante, yo le apuesto a la confusión.

Dennis Overbye es corresponsal de asuntos cósmicos en el Times, y también cubre física y astronomía. Más de Dennis Overbye

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