Las últimas sanadoras, mujeres que mantienen viva la tradición ancestral en la montaña de Guerrero

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Cuando Juana Marcelino Pantoja tenía 10 años, ahora tiene 75, le pidió a su abuela que le enseñara a ser sanadora. La abuelita le dijo que nadie escoge ser sanadora, que la eligen, y que el designio llega mediante los sueños. Ese sueño le llegó pronto. “Alguien me dijo: tú viniste para sanar a tu pueblo, pero debes tener fe. Tienes que creer en ti misma. No temas”.

Con esa certeza, Juana, originaria de la comunidad nahua de Ocotequila, municipio de Copanatoyac, en la región Montaña de Guerrero, comenzó a aprender el oficio de la sanación de los curanderos del pueblo: su abuela y su papá. Juana cura la tristeza: pinahuistli; la pena, tekipachtli; el enojo, tlahueltekipachtli; y el espanto, momojtilistli.

Su vida como curandera se interrumpió pronto porque se casó a los 14 años y a su esposo no le gustaba vivir en el pueblo. Se fueron al campo, para estar solos, ya que él prefería vivir así debido a que era muy celoso.

En el campo, Juana tuvo a sus nueve hijos: cinco mujeres y cuatro hombres, de los cuales solo le sobreviven cinco. Sus hijos nacieron con ayuda de una partera. Después, Juana se convirtió en una de ellas.

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Lo que se asigna de manera divina florece, dice ella. “Aprendí a ser partera de las que me ayudaron a tener a mis hijos. A mis últimas hijas, las tuve yo sola”.

La vida en el campo para Juana fue una etapa feliz. Sembraba hortalizas como garbanzos, rábanos, chile y jitomate. Cuidaba a las vacas y obtenían leche, queso, requesón y crema.

Hasta que las cosas se complicaron y por cuestiones de inseguridad migraron a Tlapa, en 1995. Su papá perdió la vista y Juana se lo llevó a vivir con ella.

“Fue ahí cuando volví a reencontrarme con la sanación. Mi papá me suplicaba: hija, deja que te enseñe más para que puedas salvar a la gente. No quiero morirme y llevarme a la tumba todos mis conocimientos, porque esto me lo dejaron tus abuelitas. No dejes que se pierda”. Ante la insistencia, Juana memorizó los rezos y rituales para cada situación.

“La gente casi siempre me busca para que le levante la sombra, y cuando acude conmigo es porque sabe que le pasó algo, pero no logra saber qué ni dónde”.

Dentro de los padecimientos de las enfermedades mesoamericanas, levantar la sombra significa que una persona tuvo un susto y el alma abandonó su cuerpo físico. “No sabe cómo se quedó sin sombra, si se asustó, se cayó, tuvo algún accidente o lo apenaron en público. La persona va perdiendo el apetito, se siente cansada, le da mucho sueño, se enoja con facilidad o le dan ganas de llorar sin motivo alguno”.

Sanadoras de Guerrero
Foto: Antonia Ramírez / Amapola Periodismo

Juana también sabe cómo curar las penas del alma, para que una persona olvide a alguien que no corresponde a su cariño, o bien, para que la o lo quieran.

“Todo eso puede tratarse, pero para eso la persona tiene que creer. La fe es muy importante porque si no cree, no funciona”.

La sanación de Juana es itinerante, porque desde que migró a Tlapa por cuestiones de inseguridad, un tiempo se la pasa en Tlapa y otro en Ocotequila, a donde regresó cuando hubo condiciones.

Cuando la buscan en Tlapa o Ocotequila para ir a curar a alguien, la deben llevar de la mano, porque como su papá también está perdiendo la vista. 

“Cuando llego a Ocotequila, apenas estoy abriendo mi puerta, la gente ya empieza a hacer su cita para que la cure, ya sea de pena, empacho o que le busque su suerte”.

Tlapa y Copanatoyac son dos municipios expulsores de mano de obra, en donde los jóvenes buscan la forma de irse a Estados Unidos. Muchos jóvenes que quieren migrar a los Estados Unidos van a verla para que les diga su suerte, si van a cruzar la frontera, los van a regresar o qué les va a pasar. “Yo les digo: traigan sus 30 velas o veladoras para pedir por ustedes todo el mes, cuando yo sé que no les va a ir bien, mejor les aconsejo que se queden aquí”.

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Uno de los jóvenes a quienes les dijo que les iría bien en Estados Unidos, cuando llegó, consiguió trabajo y se estableció. Le llamó para darle las gracias, después le mandó dinero y una lámpara para que, por las noches, vea por dónde camina.

“Yo no engaño a la gente. Les hablo con la verdad. Cuando veo que está grave y que se va a morir, le digo a la familia, para que no gasten de más. Ese día que curo a la gente, pongo mucha atención a mis sueños, ahí te dicen si se va a curar o va a estar difícil”.

En casi cada pueblo de la Montaña hay personas que curan, pero ya quedan muy pocos, no nacen nuevos curanderos y tampoco quieren aprender, aseguró Juana, quien está enseñando a una nieta.

Juana no cobra una cantidad específica por sus servicios. A la gente que cura le pide que le pague lo que sea su voluntad. A veces la voluntad es poca, a veces es mucha, alguna gente le paga hasta 500 pesos por la consulta. Hay personas que, cuando ven a Juana, ya gastaron mucho dinero en médicos y medicinas convencionales y cuando Juana los cura, regresan a regalarle dinero, la invitan a comer o le llevan comida a su casa para agradecer.

 “Eso sí, yo nunca duermo tranquila, porque todas las energías se quedan conmigo”.