Opinión: Mi segundo viaje a Gaza fue como rehén y jamás regresaré
UNA MUJER ISRAELÍ SECUESTRADA EN EL ATAQUE DE HAMÁS A ISRAEL EL 7 DE OCTUBRE RECUERDA UNA VISITA A LA FRANJA DE GAZA EN OTRA VIDA.
La primera vez que fui a Gaza fue en 1967.
Tenía 22 años y vivía en el pequeño kibutz agrícola de Nir Oz, un kilómetro y medio al este de la frontera israelí con el territorio, me levantaba temprano por la mañana para trabajar en el campo, recoger manzanas en el huerto y colaborar en la guardería.
Hasta la guerra de los Seis Días de ese año, Gaza era un lugar que nos preocupaba, pero no sabíamos mucho de los gazatíes. La zona, entonces bajo control de Egipto, estaba al otro lado del horizonte y suponía la amenaza de infiltraciones de fedayines y de una temida invasión de los ejércitos árabes. Proyectaba una sombra sobre Nir Oz y los demás colectivos agrícolas que nos rodeaban, parte de una región conocida como el sobre de Gaza.
Aquel verano, la victoria de Israel sobre los ejércitos de Egipto, Jordania y Siria puso a Gaza bajo control israelí y las sombras de la guerra se disiparon de Nir Oz. Poco después, estaba en la parte trasera de un tractor con un grupo de amigos del kibutz, atravesando la frontera invisible hasta la hermosa playa de Jan Yunis. De regreso, nos desviamos por Rafah y compramos pitas para el lento viaje de vuelta a casa.
Conservo gratos recuerdos de ese día y, en los años que siguieron, mis interacciones con los gazatíes aumentaron. Conocí a empresarios gazatíes que comerciaban con mi cuñado en la ciudad de Beerseba y que venían como invitados a mi casa de Nir Oz. Me sentaba junto a ellos en el tráfico durante los viajes de fin de semana a Tel Aviv. Durante un tiempo, se podía imaginar que estábamos destinados a vivir juntos.
Sin embargo, esperábamos que Gaza regresara a los egipcios a cambio de la paz y la normalización, pero confiábamos en que se mantendrían los lazos con los gazatíes. Después de que los Acuerdos del Campo David le dieron a Israel el control de Gaza y de que el fracaso de Oslo condujo al derramamiento de sangre de la segunda intifada, nuestras esperanzas de coexistencia se extinguieron. Cuando Israel se desvinculó unilateralmente de Gaza en 2005 y cerró la frontera, nos convertimos en desconocidos una vez más. Podía sentir cómo las viejas sombras regresaban lentamente a Nir Oz cuando Hamás tomó el poder.
El 7 de octubre, hombres armados de Hamás con el rostro cubierto irrumpieron en el refugio antibombas de mi casa y nos secuestraron a mí, a mi hija Keren y a mi nieto Ohad. Mi marido, Abraham, quedó inconsciente al tratar de impedir que los hombres que gritaban entraran en la habitación segura y se lo llevaron separado de nosotros. Sigue cautivo y se desconoce su estado. Hamás también mató a mi hijo, Roy, cuando intentaba defender Nir Oz.
Ese mismo día volví a Jan Yunis, 56 años después de mi viaje a la playa.
Pasé la mayor parte de los siguientes 49 días encerrada en una pequeña habitación del segundo piso de un hospital. Mi carcelero, que se hacía llamar Mohammad, decía ser soldado de Hamás, pero no parecía uno. Estaba bajo la custodia de un hombre vestido de civil y retenida contra mi voluntad en un edificio civil.
El hebreo entrecortado de Mohammad contrastaba con el hebreo fluido que los hombres de negocios de Gaza habían hablado alguna vez en mi casa. Me imagino que podría haber sido uno de sus hijos y haberlo aprendido de ellos. Añoro un mundo en el que hubiera podido emprender su propio negocio, vivir con dignidad y hablar con fluidez con sus vecinos israelíes con respeto mutuo. En ese mundo, no creo que se hubiera unido a un grupo terrorista que lo envió a vigilar a una abuela secuestrada que no le deseaba ningún mal.
Mohammad me dijo que, de no haber sido por Hamás, no habría tenido dinero ni oportunidades. No fue exactamente una disculpa, sino más bien una explicación, pero la amarga ironía es que, gracias a Hamás, ahora ninguno de los dos tenemos nada.
Tras 50 días como rehén, salí de Jan Yunis en un vehículo de la Cruz Roja, liberada junto con mi hija y mi nieto. Me vendaron los ojos al entrar, pero ahora por fin podía ver la ciudad: debido a la guerra, era un esqueleto del lugar que recuerdo de mi día en la playa. El Nir Oz al que regresé es también una ruina atormentada tras el ataque del 7 de octubre. Todo lo que nuestro colectivo construyó durante casi 70 años quedó destruido.
No pretendo saber qué ocurrirá en los próximos años. No sé si los gazatíes optarán por concentrar sus esfuerzos en reconstruir Jan Yunis en lugar de quemar Nir Oz. No sé si las familias jóvenes volverán alguna vez a mi kibutz y recogerán los frutos de sus árboles. Ahora, solo puedo pensar en que mi marido vuelva a casa.
Lo que sí sé es que no iré a Gaza una tercera vez. Quizá algún día los israelíes vuelvan a hacer una excursión a la playa de Gaza o a recibir comerciantes para tomar café en sus casas. Espero que nuestros dos pueblos puedan por fin vivir en paz, uno al lado del otro. Y sé que, si Hamás sigue en el poder, eso nunca ocurrirá.
Este artículo apareció originalmente en The New York Times.
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