Opinión: Lo que las mujeres en la colonia más antigua del mundo saben sobre la violencia

EL LEGADO COLONIALISTA PERDURABLE DE PUERTO RICO A MENUDO ES LA RAÍZ DE MUCHAS SITUACIONES.

No todo el mundo en Puerto Rico está de acuerdo en que seamos la colonia más antigua del mundo. Pero como territorio que no es independiente ni Estado —no tenemos voz en el Congreso— la tensión alimenta la falta de claridad y una ilusión de autogobierno que oscurece nuestra realidad política. Nos priva de una identidad nacional definida, de un plan de acción económico y de dignidad política.

La dignidad podrá parecer un concepto abstracto frente a los retos materiales a los que sigue enfrentándose la isla, pero en su ausencia estos retos tiñen la vida cotidiana de innumerables maneras. Nuestras infraestructuras son un caos. Nuestros políticos están vendiendo la tierra poco a poco en un esfuerzo condenado al fracaso por apuntalar una economía quebrada por décadas de negligencia y políticas federales y locales equivocadas. Tal vez lo más urgente sea que tenemos un historial de violencia de género que figura entre los más altos del mundo. El perdurable legado colonialista de Puerto Rico a menudo es la raíz de este tipo de violencia.

En abril, legisladores estadounidenses reactivaron un esfuerzo para dar a los puertorriqueños un voto sobre el estatus de la isla. Esta vez, a diferencia de los últimos seis plebiscitos, los resultados serían vinculantes. Si una vez más se nos da la oportunidad de decidir nuestro futuro —ya sea la estadidad, la independencia o una suerte de territorio autónomo— lo que elijamos debe sentar las bases para una narrativa nacional que rescate nuestra historia y haga posible una relación de dignidad política, primero con nosotros mismos y luego, si así lo decidimos, con Estados Unidos.

Nuestra cultura patriarcal les dice con demasiada frecuencia a los hombres puertorriqueños que deben ser los jefes de sus familias y quienes deciden sus destinos. Esa mentalidad machista también avergüenza a los hombres por no ir a la guerra contra el imperialismo estadounidense. Aunque Estados Unidos no se considere colonizador, ha elaborado una narrativa que ignora de manera voluntaria nuestra historia de resistencia y negociación estratégica, y que no reconoce cómo estos hombres (por no hablar de las mujeres) se han ganado la relación con sus contribuciones muy reales de sangre y riquezas.

La colonización pone en marcha los sistemas y estructuras que a menudo propician el aumento de la violencia contra las mujeres. Frances Negrón Muntaner, profesora de la Universidad de Columbia, que ha estudiado los daños del sometimiento colonial en el Caribe y en Puerto Rico en concreto, explicó que existe un patrón de violencia contra quienes se identifican como personas femeninas o son percibidas como tales. “Parece haber una necesidad de los hombres de ejercer el control y causar dolor a estos sujetos”, me explicó. Ese vínculo está ampliamente documentado más allá del caso de Puerto Rico por estudiosos como Emilia Quiñones-Otal. En su investigación, que examinó las regiones en las que Estados Unidos intervino tras la Doctrina Monroe y la Guerra Fría, escribió: “Podemos observar la dinámica de la violencia de género vinculada a las invasiones imperialistas”.

Uno de esos ejemplos es Guyana, donde, según un informe de 2019 de ONU Mujeres, más de la mitad de todas las mujeres ha sufrido violencia de pareja. La violencia de género contribuye en gran medida a la tasa de suicidios, que en Guyana es la segunda más alta del mundo. Los estudiosos han establecido una conexión entre la tasa de violencia del país, sus raíces coloniales y las estructuras patriarcales de poder que se establecieron durante la esclavitud y que siguen vivas hasta la actualidad.

Crecí en Carolina, un pueblo a quince minutos de San Juan. Durante años, pensé que las mujeres de mi familia tenían el peor gusto para los hombres. Nunca entendí por qué se quedaban con hombres que las golpeaban por no pedir permiso para salir de la casa o por “desobedecer”, o por cualquier actitud que pareciera desafiar su supremacía omnipresente. Pensaba que, para sobrevivir, las mujeres teníamos que hacernos pequeñas, mansas. Pero ni siquiera eso bastaba. Mi abuela, mi tía y mi madre acabarían abandonando a los hombres que las golpeaban y ensangrentaban, y la nuestra se convirtió en una familia de mujeres sin hombres.

A mí no me fue mucho mejor. En 1990, ya era madre soltera de dos hijos y trabajaba como productora del noticiario vespertino para una emisora local. Vivía con miedo de los hombres en mi vida y de los hombres en general. Decidí dejar un palo de escoba junto a la puerta; cuando llegaba a casa después del trabajo, abría la puerta lentamente, lo utilizaba como arma improvisada y registraba todas las habitaciones en busca de intrusos. Al año siguiente, cansada de vivir con miedo, solicité trabajo en CNN. Hice mis maletas y me mudé a Atlanta con mis hijas, que entonces tenían 1 y 4 años.

No todos los puertorriqueños son maltratadores o violentos, pero yo tenía buenas razones para tener miedo. El año que me fui, casi 12.600 mujeres declararon ser víctimas de violencia doméstica, y la gran mayoría fueron atacadas en sus hogares. (En aquel momento vivían en la isla cerca de 3,6 millones de personas). Entre 1995 y 1996, el trece por ciento de las mujeres de Puerto Rico informaron que habían sido agredidas físicamente por su pareja o un familiar. Desde entonces, la situación ha empeorado.

Tras los huracanes María e Irma, que devastaron la isla y la empujaron a un estado de emergencia sin electricidad ni telecomunicaciones, las sobrevivientes de violencia doméstica se encontraron más vulnerables que nunca. En 2018, 51 mujeres fueron asesinadas en Puerto Rico. Según la Oficina de la Procuradora de las Mujeres del gobierno, 23 de ellas fueron asesinadas por sus parejas, aunque es probable que esa cifra sea mucho mayor, dada la ruptura de la infraestructura de la isla y la falta de fiabilidad de las estadísticas de fuentes oficiales.

La pandemia agravó la crisis. En 2021, la frecuencia y la ferocidad de la violencia contra las mujeres obligaron al gobierno de la isla a declarar un estado de emergencia que pedía la creación de un comité con el fin de proporcionar educación, apoyo y rescate en torno a la violencia de género, junto con una aplicación móvil con la que las víctimas pudieran solicitar ayuda de emergencia. Incluso si estos esfuerzos funcionaran a la perfección, quizá no podrían extinguir por completo este incendio, dado el tiempo que lleva desatado.

Para Puerto Rico, la solución depende de nuestro estatus. Lo que elijamos la próxima vez que votemos debe ser permanente y negociado: permanente para que respondamos para siempre a la pregunta de qué somos (estado, socio permanente o país independiente), y negociado de manera cuidadosa con Estados Unidos para que nos proporcione las leyes y los recursos financieros que necesitaremos para volver a desarrollar lo que se perdió por el saqueo de España y las decisiones equivocadas de Estados Unidos.

Existe la creencia generalizada, pero errónea, de que los puertorriqueños nunca han resistido ni luchado por su país, que acumulan deudas y no se ganan el sustento, y así es como algunos hombres puertorriqueños se ven. Decidir y negociar un estatus permanente ayudará a disminuir el odio hacia uno mismo que conduce a la violencia de género. Será un punto de partida para garantizar la seguridad de todos los ciudadanos, sin importar su género.

Sea cual sea nuestro futuro político, que nos haga íntegros. Que potencie un sistema de gobierno sustentable para todos y que construya una noción más sana de la masculinidad. Debemos alejarnos de la masculinidad podrida nacida del imperialismo, que mata y golpea cuando se le recuerda lo que no quiere ser: una víctima, débil, indefensa, feminizada.

Este artículo apareció originalmente en The New York Times.

c.2023 The New York Times Company