Opinión: En la medicina, lo moralmente impensable se normaliza con demasiada facilidad

ANTES DE DECIDIR DENUNCIAR IRREGULARIDADES, DEBES PODER RECONOCERLAS.

Así es como lo recuerdo: es el año 1985 y algunos estudiantes de medicina están reunidos alrededor de una mesa de operaciones donde una mujer anestesiada ha sido preparada para cirugía. El ginecólogo a cargo le pregunta al grupo: “¿Todos han palpado ya un cuello uterino? Esta es su oportunidad de hacerlo”. Uno tras otro, nos turnamos para introducir dos dedos enguantados en la vagina de la mujer inconsciente.

¿Había dado su consentimiento la mujer para un examen pélvico? ¿Sabía que cuando las luces se apagaran la tratarían como a un muñeco de práctica clínica y una sucesión de manos no capacitadas le palparían los genitales? No lo sé. Como la mayoría de los estudiantes de medicina, simplemente hice lo que me dijeron.

El mes pasado, el Departamento de Salud y Servicios Humanos de Estados Unidos emitió un nuevo lineamiento que exige el consentimiento informado por escrito para exámenes pélvicos y otros procedimientos íntimos realizados bajo anestesia. Gran parte del impulso detrás de esta iniciativa provino de estudiantes de medicina consternados que consideran que estos exámenes pélvicos son inaceptables y reunieron el coraje para denunciarlos.

No sé si el lineamiento realmente modificará la práctica clínica. Las tradiciones médicas tienen fama de ser difíciles de erradicar y la medicina académica no tolera con facilidad el disentimiento ético. Dudo que se pueda confiar en que la profesión médica se reforme por sí sola.

¿Qué es lo que lleva a un individuo a oponerse a prácticas engañosas, explotadoras o dañinas cuando todos los demás piensan que están bien? Durante mucho tiempo, asumí que decir “no” era principalmente una cuestión de valentía moral. La pregunta pertinente era esta: si eres testigo de un acto indebido, ¿tendrás el valor suficiente para denunciarlo?

Pero luego empecé a conversar con fuentes internas que habían denunciado investigaciones médicas abusivas. Pronto me di cuenta de que había pasado por alto la importancia de la percepción moral. Antes de decidirte a denunciar las irregularidades, debes poder reconocerlas.

Esto no es tan simple como parece. Parte de lo que hace que la formación médica sea tan inquietante es la frecuencia con que te ves metido en situaciones en las que en verdad no sabes cómo comportarte. Nada en tu vida hasta ese momento te ha preparado para diseccionar un cadáver, realizar un examen rectal o atender un parto. Nunca antes habías visto a un paciente psicótico sedado en contra de su voluntad y atado a una cama o un cuerpo con muerte cerebral recién llegado de una habitación de hospital para que se le extraigan los órganos para un trasplante. Tu reacción inicial suele ser una combinación de repulsión, ansiedad y cohibición.

Emprender la carrera de medicina es como mudarse a un país extranjero donde no comprendes las costumbres, los rituales, los modales ni el idioma. Tu principal preocupación al llegar es cómo encajar y evitar ofender. Es lo que sucede aun si las costumbres locales parecen retrógradas o crueles. Es más, este país en particular tiene un gobierno autoritario y una jerarquía de estatus rígida en que el disentimiento no solo se desalienta, sino que también se castiga. Vivir feliz en este país requiere autoconvencerse de que cualquier malestar que sientas proviene de tu propia ignorancia y falta de experiencia. Con el tiempo, te integras por completo. Puede que incluso llegues a reírte de lo ingenuo que eras cuando llegaste.

Son muy pocas las personas que se aferran a esa incomodidad y aprenden de ella. Cuando Michael Wilkins y William Bronston comenzaron a trabajar en la Escuela Estatal de Willowbrook en Staten Island como jóvenes médicos a principios de la década de 1970, encontraron miles de niños con discapacidad mental condenados a las peores condiciones imaginables: niños desnudos meciéndose y gimiendo en charcos de su propia orina sobre pisos de concreto; un hedor abrumador a enfermedad e inmundicia; una unidad de investigación donde se infectaba a los niños deliberadamente con hepatitis A y B.

“Verdaderamente era un campo de concentración estadounidense”, me dijo Bronston. Sin embargo, cuando él y Wilkins intentaron reclutar médicos y enfermeras de Willowbrook para reformar la institución, enfrentaron indiferencia u hostilidad. Parecía como si nadie más del personal médico pudiera ver lo que ellos veían. No fue sino hasta después de que Wilkins acudió a un periodista y le mostró al mundo lo que estaba sucediendo detrás de los muros de Willowbrook que algo empezó a cambiar.

Cuando le pregunté a Bronston cómo era posible que médicos y enfermeras trabajaran en Willowbrook sin verlo como la escena de un crimen, me respondió que todo comenzaba con la forma en que estaba estructurada y organizada la institución. “Asegurada, administrada y validada por médicos”, dijo. Los profesionales médicos simplemente se ajustan al statu quo. “Te adaptas al programa porque para eso te contratan”, afirmó.

Uno de los grandes misterios del comportamiento humano es cómo las instituciones crean mundos sociales donde prácticas impensables llegan a normalizarse. Esto es tan cierto en el caso de los centros médicos académicos como en las prisiones y unidades militares. Cuando nos hablan de un horrible escándalo de investigación médica, asumimos que lo veríamos tal como el denunciante Peter Buxtun vio el estudio Tuskegee sobre sífilis: como un abuso tan impactante que solo un sociópata podría no percibirlo.

No obstante, rara vez es el caso. A Buxtun le tomó siete años convencer a otros de que esos eran abusos. A otros denunciantes les ha llevado aún más tiempo. Aun cuando el mundo exterior condena una práctica, las instituciones médicas suelen insistir en que lo que sucede es que los “de afuera” en realidad no la entienden.

Según Irving Janis, un psicólogo de la Universidad de Yale que popularizó la noción del pensamiento grupal, las fuerzas de la conformidad social son especialmente poderosas en organizaciones impulsadas por un profundo sentido de propósito moral. Si los objetivos de la organización son virtuosos, sus miembros consideran que está mal poner obstáculos en el camino.

Esta observación ayuda a explicar por qué la medicina académica no solo defiende a los investigadores acusados de irregularidades, sino que a veces también los recompensa. Muchos de los investigadores responsables de los abusos más sonados de la historia médica reciente, como el estudio Tuskegee sobre sífilis, los estudios de hepatitis de Willowbrook, los experimentos de radiación en Cincinnati y los estudios de la prisión de Holmesburg, siguieron recibiendo elogios profesionales incluso después de que ya se habían denunciado los abusos.

Es bien sabido que la cultura de la medicina es resistente al cambio. Durante la década de 1970, se pensaba que la solución a las infracciones médicas era la educación formal en ética. Los principales centros médicos académicos comenzaron a establecer centros y programas de bioética a lo largo de las décadas de 1980 y 1990, y hoy prácticamente todas las facultades de medicina del país exigen formación ética.

Sin embargo, es debatible si esa capacitación ha tenido algún efecto. Muchos de los abusos éticos más atroces de las últimas décadas han ocurrido en centros médicos con destacados programas de bioética, como la Universidad de Pensilvania, la Universidad Duke, la Universidad de Columbia y la Universidad Johns Hopkins, así como mi propia institución, la Universidad de Minnesota.

Es entendible que se llegue a la conclusión de que la única manera en que la cultura de la medicina cambiará es que los cambios sean impuestos desde fuera: por parte de organismos de supervisión, legisladores o litigantes. Por ejemplo, muchos estados han respondido a la controversia sobre los exámenes pélvicos aprobando leyes que prohíben esa práctica a menos que la paciente haya dado su consentimiento explícito.

Tal vez te resulte difícil comprender que los exámenes pélvicos realizados a mujeres inconscientes sin su consentimiento puedan parecer algo más que una terrible invasión. Sin embargo, un objetivo central de la formación médica es transformar la sensibilidad. Te enseñan a fortalecerte contra tus reacciones emocionales naturales ante la muerte y la desfiguración; a dejar de lado tus puntos de vista habituales sobre la privacidad y la vergüenza; a ver el cuerpo humano como algo que debe ser examinado, probado y estudiado.

Un peligro de esta transformación es que llegues a ver a tus colegas y superiores hacer cosas horribles y te dé miedo denunciarlos. Pero el peligro más sutil es que ya no consideres horrible lo que están haciendo y termines pensando: “Así es como se hace”.

Este artículo apareció originalmente en The New York Times.

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