Opinión: A Israel se le entiende mejor por sus contradicciones

LOS MANIFESTANTES EN ISRAEL TIENEN UN OBJETIVO POR AHORA: MANTENER LA DEMOCRACIA DEL ESTADO.

Era una noche de sábado, una noche de protesta en Israel, como lo ha sido cada semana desde enero, cuando el gobierno del primer ministro Benjamín Netanyahu reveló su plan de una “reforma judicial”, el nombre que un manipulador le da a un cambio de régimen. Pero esta noche de mediados de julio, la sensación de crisis aumentaba: la Knéset, el órgano unicameral que ostenta el poder legislativo israelí, se preparaba para aprobar la primera ley de la reforma prevista, la cual paralizaría la capacidad del Tribunal Supremo para impedir los abusos del poder gubernamental. En el centro de Jerusalén, miles de personas recorrieron la corta distancia que separa la residencia del presidente de la casa del primer ministro. Ondeaban en la calurosa brisa tantas banderas israelíes azules y blancas que parecía que se había pintado una brillante franja diurna en el cielo oscuro.

Entre la multitud, el ambiente era una mezcla de rabia y la alegría de la rabia compartida; el ruido, un estruendoso coro de “De-mo-kra-tia”. Cerca de mí, los adolescentes vestían playeras con la frase “Amo a Bagatz”, nombre con el que se conoce a la Suprema Corte cuando juzga casos de ciudadanos contra el gobierno. En contraste, antes había visto a un manifestante cuyo cartel decía: “La Suprema Corte legitima la ocupación”. Dos mujeres llevaban una pancarta con el dibujo de un elefante y las palabras “La ocupación en la sala”, en protesta contra el silencio de los demás manifestantes sobre el tema. A mi lado, un joven delgado llevaba una bandera israelí a modo de capa y sostenía un cartel: “Democracia y ocupación no pueden coexistir”.

Aquí, esas pancartas y esas consignas captan en un instante el enorme movimiento por la democracia que ha surgido en Israel este año, así como la fisura que lo atraviesa. La magnitud de las protestas ha sido posible porque la insignia principal es la defensa de la democracia interna de Israel, pero también porque la gente que se opone a la ocupación ha tenido una participación muy activa.

Para los dirigentes más visibles del movimiento, que lleva siete meses en marcha, las cuestiones clave que definen desde hace tiempo a la izquierda y la derecha en Israel —la ocupación, conservar o entregar el territorio, los asentamientos de Cisjordania— apenas han figurado. Esa decisión permitió que israelíes de centroderecha y derecha se unieran e incluso asumieran protagonismo. Pero para muchos otros manifestantes, no tiene sentido hablar de democracia mientras se ignora la ocupación israelí de Cisjordania. Y, en principio, tienen razón: existe una contradicción esencial entre la democracia liberal y la negación de derechos a los palestinos.

Sin embargo, el hecho de que la coalición de la protesta israelí se haya mantenido unida tanto tiempo, a pesar de sus tensiones tan públicas, es un logro extraordinario. Se ha evitado en gran medida la tendencia demasiado común de los movimientos a exigir un acuerdo interno y luego dividirse en facciones enfrentadas. Y esa alianza continuada es esencial en esto que se está convirtiendo en una larga lucha. El movimiento democrático solo podrá mantener y aumentar su número y derrotar los planes dictatoriales del gobierno si mantiene una gran coalición.

Esta coalición improbable también parece lógica si se analiza cómo se originó la actual crisis política. En términos más sencillos, la ocupación es la condición preexistente que ha debilitado la democracia israelí desde hace décadas. Pero el drama político de Israel se enmarca en una pandemia de gobiernos electos en todo el mundo que están encontrando vías legales para crear regímenes autócratas. La crisis de Israel surge como resultado de ambas cosas. Un gran número de israelíes que ignoraban la crisis crónica de la ocupación, o que hace tiempo renunciaron a encontrar una cura, ahora reconocen la nueva y aguda amenaza que se cierne sobre la frágil democracia del país.

He de admitir que la división al interior del movimiento refleja una disonancia que he experimentado desde hace tiempo entre dos facetas de mi vida como israelí. He pasado gran parte de mis 40 años como periodista cubriendo la ocupación. Me he sentado en la sala de una amable pareja en un asentamiento para escucharlos describir cómo ellos y sus vecinos causaron el caos en un pueblo palestino. Me he documentado sobre los decretos que permiten a los asentados en Cisjordania vivir bajo las leyes israelíes mientras los palestinos viven bajo el régimen militar. He recorrido el camino del muro de la separación israelí a lo largo de Cisjordania con el coronel que lo diseñó y me he ahogado con gas lacrimógeno israelí en las manifestaciones palestinas contra la construcción de ese muro.

Después he regresado a mi casa dentro de Israel y he informado de ello sin temor de padecer las represalias del gobierno. He votado en elecciones libres. He vivido dentro de una democracia imperfecta pero real. Sí, la democracia liberal y la ocupación sin fin son una contradicción. Por desgracia, los países se entienden mejor a través de sus contradicciones.

A continuación, una historia personal sobre contradicción: en 2003, mientras hacía una investigación para un libro, pedí acceso a registros históricos sobre el proyecto de asentamientos en los archivos militares israelíes, y me lo negaron. Luego, presenté una demanda en contra de la institución que me negó el acceso ante la Suprema Corte de Justicia. Al final, logré tener acceso a unos 40 archivos. Uno de ellos probó que en un dictamen de 1973 que sentó un precedente, la Suprema Corte aceptó un argumento engañoso del gobierno para expulsar de sus tierras a miles de beduinos del Sinaí ocupado por Israel. En mi caso, la intervención del tribunal protegió la libertad de información en Israel. El tribunal también había legitimado la ocupación, según demostró mi investigación.

Sin embargo, en ocasiones, este tribunal también ha bloqueado medidas que violaban gravemente los derechos de los palestinos. Hace apenas tres años revocó una ley que habría legalizado los asentamientos de Cisjordania construidos en tierras palestinas de propiedad privada. Fallos como este son parte de la razón por la que gran parte de la derecha trata de restarle poder al tribunal.

En Israel, el principal freno al poder ejecutivo es la Suprema Corte y el procurador general, un servidor público independiente cuyas opiniones jurídicas son vinculantes y que dirige la fiscalía del Estado. Como ha escrito la académica Kim L. Scheppele , a nivel mundial, una estrategia común entre los nuevos autócratas es lanzar "reformas judiciales que eliminen los controles al poder ejecutivo." La ley que la coalición de Netanyahu aprobó en la Knéset el 34 de julio coincide con esa estrategia: elimina la facultad del tribunal para anular actos “ extremadamente irrazonables” del gobierno. Entre otras cosas, esto allana el terreno para que el gabinete despida sumariamente a la procuradora general Gali Baharav-Miara, quien se ha mantenido firme en su independencia. En teoría, un lacayo designado para sustituir a la actual procuradora general podría retirar los cargos de corrupción contra Netanyahu, lo que, en automático, pondría fin a su largo proceso (Netanyahu niega que vaya a sustituirla; los manifestantes tienen pocas razones para aceptar esa negativa).

Además, la ley israelí permite presentar una acusación penal por difamación contra alguien que difame a una clase de personas. Tal acusación es poco frecuente y debe aprobarla el procurador general. Pero un procurador general nombrado para cumplir las órdenes del gobierno podría, por ejemplo, acusar a un periodista que escribiera un artículo mordaz sobre los asentados o los miembros del partido Likud de Netanyahu. El efecto sobre los medios de comunicación sería escalofriante.

El siguiente paso de las supuestas reformas daría a la coalición gobernante pleno control sobre el nombramiento de los magistrados de la Suprema Corte. Dado que este tribunal elige a uno de sus miembros para que dirija al comité que vigila las elecciones, un tribunal servil a los partidos gobernantes podría poner en peligro la celebración de elecciones libres.

En otras palabras, detrás de una falsa fachada de democracia se alzará una dictadura.

Las manifestaciones que han surgido en respuesta tienen un profundo patriotismo. Resulta que, en Israel, la defensa de la patria saca a más gente a la calle que la condena de la patria. Una encuesta reciente del Centro Viterbi de Opinión Pública e Investigación Política del Instituto para la Democracia de Israel encontró que el 23 por ciento de la muestra nacional participó en las manifestaciones, incluido un 10 por ciento de ciudadanos que se identificaron a sí mismos como de derecha.

Los críticos tanto dentro como fuera del movimiento de protesta pueden afirmar con razón que nunca se ha logrado la plena igualdad de los ciudadanos árabes dentro de Israel y que esta se ha negado totalmente en los territorios ocupados. “¿Cómo se puede hablar de democracia mientras se somete [a los palestinos] a un régimen militar?”, me dijo un activista del Bloque Antiocupación de grupos de protesta. Los miembros del bloque suelen marchar juntos en las manifestaciones multitudinarias que se celebran en Tel Aviv los sábados por la noche.

En lo que respecta a otros manifestantes, por lo general, su postura no es del todo clara: ¿defienden a Israel como les gustaría pensar que es o como creen que debería llegar a ser? Puedo vivir con esa ambigüedad, ya que incluso el Israel defectuoso hasta ahora es mucho mejor que el que Netanyahu está tratando de crear. La fortaleza de la coalición que protesta y su potencial para cambiar la trayectoria actual de Israel radica en su base extensa.

Si el gobierno sigue transformando el sistema de gobierno de Israel, es probable que utilice sus nuevas herramientas para aplastar la disidencia. Informar con honestidad sobre la ocupación y protestar contra ella se convertiría en algo peligroso. Habrá elecciones, pero será mucho más difícil elegir un gobierno que busque la paz en lugar de la anexión.

A largo plazo, la democracia y la ocupación no pueden coexistir. La única esperanza de curar la enfermedad crónica y potencialmente terminal de Israel (la ocupación) reside en superar la enfermedad aguda actual. Por ahora, todos los que intentan salvar la democracia de Israel están en el mismo bando.

Este artículo apareció originalmente en The New York Times.

c.2023 The New York Times Company