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Opinión: El día que conocí a Ovidio Guzmán en el poblado de Jesús María en Sinaloa

AMN-GEN MÉXICO-VIOLENCIA (AP)
AMN-GEN MÉXICO-VIOLENCIA (AP)

El calor arreciaba en Culiacán, la capital del estado de Sinaloa, en México. Era 17 de octubre de 2019 y todo parecía estar en calma. Unos minutos después de las 15:00 horas, una veintena de soldados tomaron posición en uno de los barrios de más plusvalía de la zona conocido como Tres Ríos, y arribaron al predio donde se ubicaba Ovidio Guzmán López, uno de los hijos del narcotraficante Joaquín “El Chapo” Guzmán.

La casa, realmente era de su pareja sentimental, Adriana Meza Torres.

“Sal, Ovidio, sal. Muéstrame las manos. Ovidio, tranquilo, sal aquí”, decían una y otra vez, elementos de la Policía Federal y del Ejército Mexicano. Vestido con una camisa blanca, pantalón negro y calzado del mismo color, uno de los hijos de “El Chapo”, presuntamente influyente al interior de la escisión de “Los Menores” del Cártel de Sinaloa, se despojó de su gorra y salió de su vivienda levantando las manos.

“¿Traes armas?”, preguntó un elemento castrense. “No, yo no”, respondió el también apodado “Ratón”. Otro uniformado más expresó: “Habla con tu gente y dile que paren todo”. Minutos después de intentar amagar al presunto capo, este cogió el teléfono y dijo: “Ya paren todo, por favor, ya me entregué”.

En las calles, grupos de sicarios sinaloenses en al menos una veintena de camionetas, se postraron en los puntos de acceso a la ciudad e incendiaron vehículos y también instalaron puntos de control con fusiles Barrett de calibre .50. La ciudadanía, aterrorizada, se atrincheró en restaurantes, parques y hasta hoteles. Todos yacían en el suelo esperando que las balas no los alcanzaran.

El poder de asalto de Iván Archivaldo y Jesús Alfredo Guzmán Salazar, los denominados “Chapitos”, se hizo notar. Paralizaron la ciudad.

El operativo que, más tarde sería denominado “Culiacanazo”, culminó con la liberación de Ovidio Guzmán, por órdenes del presidente de México, Andrés Manuel López Obrador. La refriega dejó ocho muertos, entre ellos, un civil; así como 16 heridos, 19 bloqueos en las calles, 14 enfrentamientos armados; ocho soldados capturados y liberados y, al menos, 68 vehículos militares con impactos de bala.

La ‘pax narca’ reinó en el estado y, días después, nadie se acordó de lo ocurrido. Sinaloa tenía un claro dueño.

El rancho de Jesús María

Tres años después del “Culiacanazo”, en febrero de 2022, el equipo de Independent en Español visitó Sinaloa para realizar su serie investigativa, Narcomundo. Recorrimos los poblados de Badiraguato, la cuna que vio nacer a “El Chapo”; y también exploramos Batopito, El Carrizalejo, El Salado y Jesús María, uno de los territorios más vigilados por sicarios al servicio de “Los Chapitos”, en específico de Ovidio Guzmán López.

El reloj de la camioneta en la que viajábamos marcaba las 14:35 horas. La luz del día incrementaba la adrenalina. Había tiempo de sobra. “¿Estás seguro de querer ir a esa zona?”. El joven de apenas 22 años de edad conocía a la perfección todas las carreteras de la entidad. Era nuestro contacto. “¡Qué Dios los bendiga!”, dijo el pastor Francisco Villa Gurrola, ministro evangélico de la región de La Tuna y quien años antes conoció a Guzmán Loera en persona. El religioso se había ofrecido a asesorarnos en la travesía. Nos perisgnamos y respiramos profundo. Viajábamos a 100 km/h.

A unos 70 kilómetros de Badiraguato, cerca de 1 hora con 15 minutos de camino en carretera, se encuentra una de las casonas más hermosas que he visto. En medio de la nada. Entre caminos de terracería. Enclavada en la sierra sinaloense. Imponente, elegante y de grandes dimensiones. “Quien la haya mandado a construir, tiene muy buen gusto”, pensé. Tenía un gran portón de madera y acabados en ladrillo de color naranja. Grandes faroles daban la bienvenida a los visitantes y también a los curiosos. No era una casa de campo. No era una hacienda. Tampoco era un rancho o un almacén de productos agrícolas. Se trataba de una construcción a la que “nunca debieron venir”, dijo un hombre con un fusil, posiblemente un M16, utilizado por las Fuerzas Armadas de EEUU. Al principio, solo era uno; en menos de dos minutos, ya eran 10, quizás 15 sujetos. Estábamos rodeados.

El periodista y escritor mexicano, José Luis Montenegro, visita el municipio de Badiraguato, lugar donde nació Joaquín “El Chapo” Guzmán (Instagram / @montenegrojluis)
El periodista y escritor mexicano, José Luis Montenegro, visita el municipio de Badiraguato, lugar donde nació Joaquín “El Chapo” Guzmán (Instagram / @montenegrojluis)

Al recorrer las calles de esa pequeña ciudad, constatamos cómo los pobladores viven bajo el yugo del crimen organizado. No solo tienen miedo, de alguna manera se han vuelto cómplices. Callar para vivir o vivir para callar. Transitábamos en una vieja camioneta Honda Pilot, de color gris. “Disculpe, ¿cree que podamos grabar unos aspectos de su calle?”. La señora que cargaba consigo un envase vacío de refresco Coca-Cola y un kilo de tortillas, simplemente agachó la mirada y caminó más rápido. No dijo una sola palabra. Un trabajador de uno de los escasos negocios del poblado, emitió un ligero silbido e hizo una seña rápidamente. “¡Qué chingados están haciendo aquí! Si no pidieron permiso y la gente del ‘señor’ ve que están grabando y entrevistando, se van a meter en serios problemas”.

Como si alguien hubiera activado el toque de queda, la ciudad estaba completamente vacía. Al transitar por las calles, la mayoría sin pavimentar, algunas personas se asomaban discretamente por las cortinas de su ventana, alertas, pero nadie se atrevía a salir ni mucho menos a caminar por las vialidades. Tampoco había niños jugando. No había vendedores ambulantes y no se escuchaba el tradicional carrito de los helados. Una ciudad fantasma.

“Conduzcan por la avenida principal y pongan atención a la única cuchilla que hay en el camino. Está como a unos 10 minutos. Van a pasar cuatro casas amarillas. Sigan por esa calle y llegarán. Yo no les dije nada y yo no los conozco”, sentenció a la par que cerraba el local comercial. El reloj de la camioneta indicaba las 16:33 horas. Queríamos seguir los protocolos y, sin saberlo, estábamos practicando el ‘civismo del miedo’ que tanto criticamos.

No fue fácil llegar a la casona. Pero ahí estábamos. Inmóviles. “Nunca debieron venir”, dijo un hombre. “¿Quién los mandó? ¿Traen armas? ¿Cuántos son?”. Eran muchas preguntas, algunas sinsentido. “¿Para quién trabajan? ¿De dónde son? ¿Cómo llegaron hasta aquí?”. El hombre, de menos de 1,65 metros de estatura, cargaba consigo un fusil de asalto. Su piel morena revelaba la gran cantidad de horas que pasaba bajo el sol vigilando la imponente construcción. El traje que portaba, de un auténtico militar mexicano, no tenía inscrito su apellido ni mostraba alguna condecoración. En el hombro derecho, cargaba una radio; del lado izquierdo, un par de granadas. En la cintura, unas esposas y un arma corta o quizás dos; y al frente, todo era sostenido por un chaleco antibalas. De buen grosor. A pesar de la terracería, sus botas estaban bien lustradas. Se tomaba en serio su trabajo.

 (Independent en Español / Eve Watling)
(Independent en Español / Eve Watling)

Despreocupado, Ovidio montaba a caballo

“Soy periodista y quiero grabar unos aspectos de la ciudad, pero ya que estoy aquí, quisiera hablar con tu jefe”. El hombre, con una mirada de furia, llevó su mano izquierda al hombro derecho y emitió una clave por la radio. De pronto ya no era uno, eran más de 10, quizás 15 hombres vestidos con atuendos militares, algunos con gafas de sol y otros con pasamontañas.

Uno de ellos, de entre 16 y 20 años de edad, no se despegó de mi costado derecho. Podía sentir su respiración en el cuello. Era igual de alto que yo, quizás 1,85 metros de estatura. Muy delgado. Tenía un semblante de adolescente, pero una mirada vacía. Perdida. El joven daba vueltas alrededor mío y, por momentos, el gran fusil que cargaba consigo rozaba una de mis piernas. La derecha. Ninguno de los presentes emitía una sola palabra, solo el de menor estatura seguía haciendo preguntas, mientras oprimía un botón de su radio dejando que mis respuestas se escucharán del otro lado de la bocina. “No nos mandó nadie. No traemos armas. Somos dos. Trabajamos para un medio de comunicación. Soy de la Ciudad de México”. Omití la última pregunta.

El sujeto armado despegó su radio del hombro y gritó: “¿Accionamos?”. El joven de 1,85 metros de estatura dio tres pasos atrás y los presentes comenzaron a empuñar sus armas lentamente. Alguien expresó otra clave por el receptor y, de pronto, se abrió la puerta de la casona dejando ver cinco, quizás seis camionetas, último modelo. Extravagantes. Todas de color blanco y con luces estroboscópicas. Polarizadas. Nadie se inmutó, como si los hombres armados hubieran querido que viéramos los lujos de esa vivienda. La casa no solo tenía una gran fachada, también contaba con un gran patio. Una palapa resguardaba varias camionetas último modelo y también vehículos todo terreno. Una persona que portaba un sombrero, cabalgaba sin cesar mientras unos cinco hombres lo cuidaban.

José Luis Montenegro en Jesús María, una de las localidades cooptadas por el Cártel de Sinaloa (Instagram / @montenegrojluis)
José Luis Montenegro en Jesús María, una de las localidades cooptadas por el Cártel de Sinaloa (Instagram / @montenegrojluis)

Hizo una seña y la mayoría de los sujetos ingresaron a la casona. Estiró la mano y saludó de forma efusiva. “Un gusto conocerte”, expresó. Sus brazos parecían una roca. Tenía gran fuerza. Se quitó los lentes y no dijo su nombre. El traje militar que portaba tenía en el centro un gran parche con una figura de un ratón de caricatura. Muy similar al personaje de Disney. “Gente del señor Guzmán”, agregó. Por la zona en la que estábamos y la insignia para identificar a los de su grupo, se refería a la célula que comanda Ovidio Guzmán López, a quien las autoridades mexicanas y estadounidenses han identificado bajo el apodo de “El Ratón”. El hombre armado se percató que clavé la mirada en el personaje animado. Propinó un par de golpes al parche y dijo: “Sí, somos gente del señor Ovidio Guzmán”.

El hombre fornido dejó caer su mano sobre mi espalda e insistió: “Un gusto conocerte”. El tiempo transcurría y las preguntas surgían una tras otra. “¿Ahora dónde escribes?”. Me limité a decir que en la prensa extranjera. “Ya sabe de ti”, comentó. Asumí que se refería a Ovidio Guzmán. “Cuando lo veas, envíale mis saludos”, expresé como forma de cortesía. El hombre armado volteó al interior de la casa sin darme la espalda y, a lo lejos, el sujeto que estaba en el patió, bajó de su caballo, levantó la mano y la agitó como señal de despedida. ¡Era Ovidio! Tres hombres flanqueaban aquella sombra. “¡Listo! Ahí lo tienes”, dijo. Se apresuró. Brindó un par de indicaciones para salir del sitio y comentó: “Ya se pueden ir”.

Tomar una fotografía o grabar un video equivalía a una sentencia de muerte. De regreso, solo unos metros de camino pavimentado con adoquines y después la terracería desvelaba no solo una gran presencia de hombres armados, estábamos flanqueados por un sinfín de mallas de camuflaje que escondían vehículos todo terreno. Lo supimos porque algunas de sus llantas se salían de las redes estilo militar. También había grandes cajas de madera, tal vez con armamento, muy probablemente con estupefacientes o precursores químicos. “Ni se te ocurra sacar tu teléfono celular”, advertí a mi contacto. Sin saberlo, habíamos llegado a una zona estratégica del Cártel de Sinaloa, quizás a una casa de seguridad o al centro donde se almacenan drogas, vehículos, dinero y donde, al parecer, departe uno de los hijos de “El Chapo” Guzmán. Una camioneta nos escoltó hasta el final. El destino era Culiacán. Otro arco con el nombre del poblado nos daba la despedida. “Feliz viaje”, decía.

Casi un año después, el 5 de enero de 2023, fue recapturado “El Ratón” en esa misma casa.

En Jesús María, hay al menos tres propiedades que destacan por sus grandes dimensiones y por los acabados elegantes que ostentan. Una es la residencia de Ovidio Guzmán; pero también hay una construcción aledaña de color blanco, con grandes arcos en su fachada que pertenece a “Los Chapitos”.

Se trata de un rancho que, entre 2008 y 2010, mandó construir “El Chapo” para honrar el asesinato de su hijo Edgar Guzmán López, mejor conocido como “El Negro” o “El Chapito”, quien fue ultimado por integrantes del Cártel de los Beltrán Leyva, su entonces grupo rival. En la entrada principal, hay un rotonda con la estatua del fallecido vástago e, inclusive, grandes jardínes que rodean la hacienda.

Otra casa, con estilo similar a la que se edificó en memoria de “El Negro”, es la de Griselda López, la segunda esposa de Guzmán Loera. Custodiada fuertemente por presuntos sicarios identificados como “Gente del Ratón”, la propiedad cuenta con al menos cuatro habitaciones, una amplia sala, comedor, área de asador o palapas, una caseta de vigilancia e, inclusive, un gran jardín en el que podría aterrizar una avioneta.

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