El coronavirus me salvó la vida
LOS ÁNGELES — Este verano, entré a una clínica de emergencias para hacerme una prueba de coronavirus y salí con un diagnóstico de cáncer metastático en etapa IV.
Existe un término médico para un hallazgo imprevisto no relacionado con la consulta médica original, se conoce como “incidenteloma”. Pertenezco al tercio de los estadounidenses que evitaron las visitas médicas durante la pandemia, ya fuera por temor al virus o por preocuparles el costo. Por ambos motivos, ignoré una tos insignificante pero persistente y solo me enteré del diagnóstico porque mi proveedor de servicios médicos no ofrecía pruebas y porque la larga fila en el centro de pruebas en auto ubicado en el estadio de los Dodgers me hizo ir a una clínica de emergencias cualquiera en un pequeño centro comercial donde me convencieron de hacerme una radiografía, algo que asumí que era el equivalente en la atención médica de emergencias a que te convenzan de comprar un producto más caro en el mostrador de cosméticos.
Mi hijo de 22 años y yo íbamos de regreso a casa cuando el auto se descompuso. Mi teléfono sonó mientras esperaba una grúa en un acotamiento polvoso de la autopista. “Lo lamento mucho”, dijo el médico de emergencias. “Le dije que sus radiografías estaban bien, pero no eran suyas. Tiene una masa preocupante en el pulmón”, aseveró.
Transcurridos casi dos meses de especulación, tomografías, antibióticos y tomografías más especializadas a un bulto del tamaño de una aceituna que los médicos pensaban que podría ser una antigua lesión provocada por neumonía u otro problema menor. Esperaba que se tratara de fiebre del valle, una infección micótica que por lo general se cura sola y que sonaba jovial, como algo sobre lo que Moon Unit Zappa habría cantado en los ochenta. Al final supe que se trataba de un tumor maligno del tamaño de una clementina, con nódulos cancerosos en ambos pulmones. Cuando te hablan de cítricos, es mala señal.
Durante esa época, mi salud mental se deterioró. Me atrasé tanto con las fechas de entrega de mis escritos que estuve a punto de perder el contrato de un libro. Tuve un accidente de tránsito que no fue mi culpa, pero que mi causó demasiada angustia como para volver a conducir. Perdí noción de mis finanzas y, en uno de los peores momentos de mi vida adulta, en medio de la noche, un hombre sin cubrebocas apareció en mi casa y embargó mi auto por falta de pago, ante las miradas de mi hijo y mis vecinos.
El paquete de asistencia por el coronavirus del Congreso evitó desalojos y perdonó algunos préstamos, a excepción del crédito para autos, y millones de estadounidenses se vieron obligados a no hacer algunos pagos. Negocié la devolución del vehículo, pero el efecto en mi calificación crediticia fue devastador.
También fui una de entre los 12,7 millones de estadounidenses que el Instituto de Políticas Económicas calcula que esta primavera se quedaron sin el seguro médico proporcionado por su lugar de trabajo o un familiar. Pasé de tener el plan que pagaba el empleador y proporcionaba el sindicato, con una prima familiar de 600 dólares anuales, a un plan que cuesta 1000 dólares mensuales y que nos cubre a mi hijo y a mí. De no ser por el subsidio de la Ley de Atención Médica Asequible, la prima costaría 600 dólares más. No es seguro que el subsidio continúe, todo depende de qué nos depare el destino.
Un diagnóstico de cáncer de pulmón en etapa IV nunca llega en buen momento, pero en Estados Unidos puedes descubrirte diciendo a tus nuevos compañeros de cáncer: “Tengo tanta suerte de que me hayan diagnosticado cáncer en enero”. Un diagnóstico como el mío en septiembre significa que habré llegado al máximo anual de gastos corrientes de mi plan justo cuando comience a contar el próximo año natural.
Tener cáncer de pulmón mientras un virus que ataca los pulmones se propaga por todo el planeta en verdad resulta un doble agravante. No puedo leer las expresiones faciales de los nuevos cuidadores y médicos de los que dependo, dado que llevan cubrebocas, y me pregunto qué efecto tiene en ellos que tampoco hayan podido ver mi rostro hasta ahora. La mayoría de los proveedores no permiten que a los pacientes los acompañe alguien a las citas ni a los procedimientos. ¿Saben cuándo parece más fundamental estar rodeado de amigos y familiares? Cuando te diagnostican una enfermedad terminal. Sin embargo, como Rush Limbaugh, el conductor de un programa de radio conservador con quien nunca esperé tener algo en común, dijo de los desafíos en materia de salud ocasionados por el cáncer pulmonar que también padece: “Los míos no son más fáciles y los míos no se diferencian ni son más especiales que los de cualquiera. Puede sentirse como estar en una montaña rusa”.
Tengo la suerte de tener una extensa red de apoyo, pero he aprendido que cuando le dices a la gente que tienes cáncer, quieren darte cosas, salvo que no suelen ser lo que en realidad necesitas. Un querido amigo fue muy amable en comprarme un exprimidor de jugos, pero no tengo energía para usarlo y lo que realmente quería era una cobija suavecita de lana. Ahora el exprimidor de jugos está en mi cocina, como un mal novio, para recordarme todo aquello en lo que no doy la talla, en este caso, mi fracaso para hacer jugo.
Un paquete de regalo de AstraZeneca, la empresa que fabrica el tratamiento de genética dirigida que estoy tomando ahora, apareció en mi puerta. Esperaba que fuera un cupón de Groupon para un facial porque uno de los efectos secundarios del medicamento puede ser el acné, pero no, fue un pastillero con los días marcados en letras grandes para que los adultos mayores puedan leerlas sin dificultad. Si no sentía ya que había envejecido diez años, eso lo logró.
Me han ofrecido rezar por mí, suplementos antioxidantes y palabras que me describen como alguien fuerte, solo que no quiero que alguien me vea como la guerrera que lucha contra el cáncer o una sobreviviente loca y sexy, ni siquiera alguien a quien el cáncer hace florecer. Eso de “florecer” suena agotador. Ya me dedico a algo donde la competencia abunda y ¿ahora también tengo que tener grandes logros con el cáncer?
Mi salud está estable y mi oncólogo me dice que son buenas noticias para el manejo a largo plazo. He vuelto a trabajar y a hacer ejercicio, aunque la otra noche, le escribí a mi vecino porque estaba tan cansada que no tenía fuerzas para abrir una botella de Gatorade. ¿Podría ayudarme?
“Sé que esto no se ve bien”, le dije, “pero tengo buenas noticias: ¡el medicamento está funcionando, los tumores se están encogiendo!”.
“Entonces, ¿durante cuánto tiempo más tendrás que tomarlos?”, preguntó.
“Por el resto de mi vida”, contesté.
Silencio. Una enfermedad crónica amenaza con convertirte en una de las parias sociales más repugnantes, una Debbie Downer, el personaje de Saturday Night Live que podía amargar a cualquiera.
“Pero hay una excelente posibilidad de que la ciencia encuentre una cura. Siempre y cuando sobreviva este virus. Pero ya me conoces, soy una guerrera… del cáncer”.
La semana pasada, llamé a Becca, una trabajadora social y terapeuta de cáncer, con quien tengo la fortuna de hablar una vez a la semana. Le expliqué mi situación. El medicamento que tomo todos los días cuesta 500 dólares la dosis. Califico para un subsidio, pero solo si continúo comprando un plan de seguros prémium. Otras personas en mi grupo de apoyo del cáncer con planes menores dicen que gastan entre 1000 y 3000 dólares más al mes.
“Me siento muy afortunada de que la terapia prometa que viviré más tiempo”, le dije, “pero, ¿acaso soy la única que se pregunta si no sería mejor que esto se acabara antes? No quiero convertirme en una carga para mi familia”.
“No”, suspiró. “Me lo dicen todo el día”.
Soy afortunada de estar en la situación en la que estoy hoy. De no ser por la COVID-19, es probable que el cáncer no se hubiera diagnosticado y se hubiera expandido aún más, así que supongo que el coronavirus me salvó la vida. O tal vez eso sea exagerar y la pandemia me alargó la vida. Tuve la fortuna de contar con la intuición del médico de una clínica de emergencias en un pequeño centro comercial. Tuve la fortuna de que hubiera avances científicos. Pero necesitaré más que eso para costearme la atención médica de por vida que este diagnóstico requiere.
¿Alguien quiere un exprimidor de jugos nuevo? Está sin usar y estoy dispuesta a dejárselos a un buen precio.
This article originally appeared in The New York Times.
© 2020 The New York Times Company
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