Opinión: Cómo es que un cambio cultural favorece a Harris
La cultura estadounidense cambia a una velocidad sorprendente. Los valores, las modas y las normas cambian, a lo mucho, cada diez años, en toda la atmósfera de la vida nacional. A veces, cuando uno está viendo una campaña presidencial, lo mejor es preguntarse: ¿En qué año estamos? ¿Qué valores y estados de ánimo dominan ahora en Estados Unidos? ¿Qué candidato parece adecuado para este momento y cuál, simplemente, no está en sintonía con el espíritu de la época?
En este momento, yo diría que Kamala Harris se está beneficiando del comienzo de un cambio cultural y está empezando a tener los vientos culturales a su favor. A Donald Trump esos vientos le dan en la cara.
Trump apareció en los años setenta y ochenta. Era el final de la cultura del narcisismo, o lo que Tom Wolfe llamó la “década del yo”. Era la era del yo desenfrenado: autoestima, autoexpresión, autopromoción. En los años ochenta, sobre todo en Manhattan, había una fascinación desvergonzada por la riqueza, la exhibición de uno mismo, el ego, el estilo de vida de los ricos y famosos.
Trump era el epítome caricaturesco de todas las extravagancias de aquella década. La Torre Trump de la Quinta Avenida se abrió al público el 14 de febrero de 1983, con todo su esplendor y ostentación. Su libro “The Art of the Deal” salió a la venta en 1987, con sus aspavientos y jadeos sobre dinero, dinero, dinero. En aquel momento cultural, el narcisismo bañado en oro convirtió a Trump en una celebridad.
Luego vinieron los años noventa, la década del fin de la historia —el fin de la Guerra Fría, el fin del apartheid. En esta década de grandes acontecimientos y escasa conflictividad, Trump desentonó. Estaba ahí, pero en un segundo plano.
Luego llegó la primera década del 2000 y la guerra del terror. El programa de Trump “El aprendiz” salió al aire en 2004. Era popular, pero no era tema de conversación. Había una guerra por la verdad y los hombres y mujeres que servían en Irak y Afganistán representaban un tipo de heroísmo que dejaba en la sombra el machismo de oropel del dueño del casino.
Así fue como, en la década de 2010, sobrevino la era de la indignación. El 15 de mayo de 2011 estallaron en España protestas callejeras encabezadas por personas que se hacían llamar “los indignados”. Su grito de guerra era: “¡No nos representan!”. Los manifestantes estaban indignados con la clase dirigente de su nación. En poco tiempo, una convulsión moral recorrió el mundo occidental y Latinoamérica. Grupos de derecha (la clase trabajadora blanca rural) y de izquierda (Black Lives Matter) que habían sido marginados por la clase dominante exigían un nuevo poder y representación. El descontento con el poder establecido era elevado. La confianza social disminuyó.
Trump era perfecto para este momento. Desdeñado y despreciado por la élite de Manhattan, había acumulado toda una vida de resentimientos contra la clase dominante que encajaban con el desprecio generalizado de la clase trabajadora. Comenzó una toma hostil del Partido Republicano y luego del gobierno federal. La palabra clave en esa frase es “hostil”. La hostilidad estaba de moda, tanto en la izquierda como en la derecha.
En 2018, el grupo More in Common publicó una encuesta acerca del electorado estadounidense en la que popularizó la frase “la mayoría cansada”. Mucha gente estaba cansada de la amargura, del interminable psicodrama trumpiano y de la guerra cultural. Había un intenso deseo de dejar todo eso atrás. En unas elecciones relativamente reñidas, Joe Biden cabalgó hacia la victoria prometiendo decencia y normalidad.
Lo que siguió fue una lucha entre lo que podríamos llamar las fuerzas de la indignación y las fuerzas del cansancio. Trump sigue dominando el Partido Republicano porque su gente sigue queriendo a un tipo capaz de dar un mazazo a la clase dominante y a sus centros de poder. Hace un par de semanas, escribí una columna tratando de describir las fortalezas fundamentales del populismo estadounidense: la hostilidad generalizada hacia la clase educada, la desconfianza en las instituciones. Pero también hay un número creciente de personas cansadas de vivir en una atmósfera interminable de tribalismo, enemistad y conflicto, incluso en el bando republicano.
Harris disfrutó de una subida en las encuestas al convertirse en la candidata a la presidencia, en parte porque proyectó un nuevo tono emocional: la política de la alegría, como los demócratas no dejaron de decir durante su convención. Durante el debate del martes, convirtió ese cambio emocional en un estilo de campaña y de gobierno.
Durante el debate, pensé que Harris no había logrado exponer su visión para los próximos cuatro años. Pero hizo un trabajo excelente a la hora de rebatir los valores culturales encarnados por Trump.
Harris repitió su mantra del cambio: Es hora de dar vuelta a la página y seguir adelante. Esta consigna no es persuasiva desde el punto de vista político. Su agenda es una versión reducida de la inacabada agenda de Biden. Biden ha sido pionero en una nueva forma de política industrial que representa un cambio fundamental en el papel del gobierno en la economía estadounidense. Harris no habla del alcance de lo que está haciendo su gobierno.
Pero la candidata presidencial fue muy convincente al retratarse a sí misma como agente del cambio cultural. Su sonriente equilibrio es una declaración de poder y confianza en sí misma frente a la furia amarga de Trump. El “me preocupo por ti” de ella es un duro contraste con el narcisista “me preocupo por mí” de él. Su buen humor y compasión contrastan con la atmósfera de amargura e indignación que nos ha envuelto durante una década.
Hay quien lo reduce todo a una cuestión de vibraciones. Yo no. Esto es cultura. ¿Qué clase de personas queremos ser? ¿Qué tipo de valores y modales queremos ver reflejados en nuestros líderes nacionales? ¿Quién queremos que dé forma a la atmósfera social de la nación? Como señaló Daniel Patrick Moynihan, la cultura es lo más importante, pero el gobierno puede cambiar la cultura.
El cambio cultural tiene un ritmo, con periodos de agitación pública que dan paso a periodos en los que la gente quiere ensimismarse. La Primera Guerra Mundial dio paso al hedonismo despreocupado de las flappers en los años veinte. La Segunda Guerra Mundial dio paso a la domesticidad de los años cincuenta. Los días de furia de finales de los sesenta dieron paso a la suavidad new age de mediados de los setenta. La gente no puede estar en pie de guerra durante mucho tiempo. Cuanto más cansados estamos de la catástrofe de la carnicería estadounidense, más monstruoso nos parece Trump y, lo que es peor, más rancio.
Seguimos siendo una nación cansada y maltratada, pero si la historia nos sirve de guía, en el horizonte se avecina un nuevo momento cultural. Sospecho que la alegre fuerza de Harris nos permite vislumbrar el espíritu del mañana. Este espíritu por sí solo no la impulsará a la victoria, pero ayudará.
c.2024 The New York Times Company