Opinión: ¿Qué podemos aprender de un bebé?
Todos los años, mientras desempaco el nacimiento de mi abuela, escondo al bebé de cerámica en un cajón. Mi abuela lo colocaba en el pesebre el primer día de Adviento, pero en esta casa es tradición esperar hasta la mañana de Navidad. Me gusta el recordatorio de un pesebre vacío: el Adviento es un tiempo de espera.
Cuando mi hijo más pequeño era poco más que un bebé, se convirtió en su tarea esconder al bebé del nacimiento y sacarlo nuevamente en el día de Navidad. Mi niño había asumido solemnemente esta responsabilidad, y yo no podía herir sus sentimientos reasignándosela a uno de sus hermanos mayores, que podría ser menos propenso a dejar caer una figura de cerámica que jamás se podría reemplazar. Sin embargo, a diferencia del pastor y el rey mago, cuyas cabezas ahora están pegadas, y la vaca, que ha perdido ambos cuernos, el bebé sigue entero todos estos años después. Puede considerarse un milagro de Navidad que el Niño Jesús de mi abuela aún pase el Adviento guardado a salvo en un cajón.
Es el antiguo nacimiento, reparado, pero aún el mismo, ahora fusionado con los recuerdos de mis propios bebés en Navidades pasadas, lo que me hace asombrarme cada año ante la perfección de la historia de Navidad. Si estuviera intentando escribir una historia de amor, pertenencia y sanación, una historia para todos, sin importar lo que crean o quiénes sean, espero que se me ocurriera también comenzar con un bebé. Porque, ¿cómo es posible no amar a un bebé?
Esto es lo que hacen los bebés: nos hacen amarlos. Por muy cerrado que esté nuestro corazón, por muy maltrecho y lleno de cicatrices, llega un bebé y la coraza se ablanda. Un bebé nos llena de más amor del que sabíamos que éramos capaces de sentir. Una y otra vez, levantamos al bebé y lo abrazamos cerca de nosotros, sintiendo cómo su cabecita se acurruca en el hueco sobre nuestra clavícula. Una y otra vez, le quitamos las mantas que lo envuelven y nos maravillamos con sus diminutos pies rojos.
Justo cuando sus padres agotados han llegado al límite de la cordura por la falta de sueño y están a punto de caer en el abismo, el bebé los mira a los ojos y esboza una sonrisa con las encías. Nadie les ha sonreído jamás con un amor tan puro y absoluto como lo hace este bebé en este momento.
Un bebé en un carrito de compras espía a la siguiente persona en la fila, y de pronto es todo sonrisas. Si tú eres la siguiente persona en la fila, no importa tu cansancio, no importa tu temor de lo que pueda estar pasando en el mundo o en tu propia vida, le devuelves la sonrisa. Un bebé convierte a cada desconocido en un amigo. No tienes que querer un bebé propio. Tal vez ni siquiera te gusten mucho los bebés. Nada de eso importa cuando un bebé te sonríe. No puedes evitarlo: le sonríes de vuelta.
Si hay algo mejor que la sonrisa de un bebé, es la forma en que la sonrisa de un bebé es una experiencia corporal completa. Los bebés agitan los brazos y patalean. Pronto aprenden a reír. Incluso cuando nada les hace gracia, ríen de todas formas, porque una sonrisa nunca es lo bastante grande para contener la alegría de un bebé.
¿Es de extrañar que esta sea la historia de la Navidad? Esto: el amor inmerecido, ilógico y abrumador. Esto: la alegría, risueña, que estremece el cuerpo.
También está la forma en que los bebés nos convierten en protectores, la forma en que llegan directamente al lugar de nosotros donde somos más tiernos y también más fuertes. En su vulnerabilidad, despiertan en nosotros una necesidad tan primordial de protegerlos que no podemos creer nuestra propia ferocidad. Derribaríamos montañas para proteger a estos pequeños seres indefensos. Si con ello salváramos a un bebé en peligro, lanzaríamos un automóvil por los aires o detendríamos un tren a toda velocidad.
Pensar de nuevo en ese impulso atávico en Navidad me hace preguntarme: ¿Podríamos aprender de él para proteger a los vulnerables que ya no son bebés? ¿Y si ese fuera el sentido del bebé en el pesebre?
Una buena historia puede significar más de una cosa, y hay formas de contar este cuento para que se adapte a ti. Puedes hacer que este asunto del bebé de Navidad sea una metáfora. Puedes llamarlo cuento de hadas. Puedes confiar, contra toda razón, en que se trata de una historia sagrada, que ocurrió en una tierra lejana a personas humildes elegidas para ser los padres de un salvador. Una buena historia encuentra a la gente en muchos lugares, algunos de ellos nada favorables para las historias.
Pero no puedo imaginar ninguna interpretación de este antiguo relato en la que Dios regrese a la tierra rodeado de milicias armadas, o portando una legislación diseñada para dividir a la gente entre quienes pertenecen y quienes no. Esta no es la historia de un Dios para el que los pobres son inconvenientes, que deja a los enfermos a su suerte. Este no es un llamamiento a poner barricadas en las puertas (“¡No hay lugar aquí!”) o a declarar que un amor es bueno y otro es malo, o que unos seres son buenos y otros son malos.
En un mundo que nunca ha estado libre de miedo y dolor y confusión y furia, sin duda esta historia nos llama a algo mejor. Algo que se parece al amor y a la ayuda mutua y a la pertenencia y al alboroto sonriente de la alegría plena. Sin duda, esta historia nos recuerda que debemos acoger al forastero, dar cobijo a quien no tiene hogar, alimentar al hambriento y socorrer al afligido. Después de todo, es la historia de un bebé nacido en la tranquila oscuridad de un establo, un bebé que, como todos los bebés, fue hecho de amor y moldeado para el amor. Un bebé que, como todos los bebés, estaba listo para sonreír, incluso en un mundo de conflictos.
Margaret Renkl, colaboradora de Opinión, es autora de los libros
The Comfort of Crows: A Backyard Year
,
Graceland, at Last
y
Late Migrations
.
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