Una madre se apresura para vencer una bomba de tiempo genética

El marido de Linde, Taylor, le envió esta foto familiar a Claire Clelland. (Vía Linde Jacobs)
El marido de Linde, Taylor, le envió esta foto familiar a Claire Clelland. (Vía Linde Jacobs)

Linde Jacobs iba y venía por su dormitorio, mirando la portátil abierta sobre el tocador y deseando que apareciera la médica. Su marido estaba llevando a su hija mayor a la escuela. Su hija menor estaba abajo, entretenida con una pantalla. Linde quería estar sola cuando supiera si era portadora de la maldición familiar.

La madre de Linde, Allison, había muerto apenas cuatro semanas antes, después de que un gen mutante afectara gradualmente su cerebro. A los 50 años, Allison pasó de ser una alegre lider familiar a una paria impulsiva y engañosa. Conducía como una maníaca en callejones sin salida. Pellizcaba a desconocidos, hurtaba material de manualidades y le robaba dinero a su hija.

Ahora, en esta mañana de septiembre de 2021, Linde descubriría si había heredado la misma vil mutación genética.

Tenía un mal presentimiento. Ella y su madre habían sido muy parecidas. Allison había sido fisioterapeuta y Linde es enfermera. Las dos eran proactivas: se hacían cargo, curaban heridas, planeaban fiestas temáticas. Las dos eran alegres y les faltaba un poco de filtro, con cierta facilidad para mostrar una sonrisa burlona o maldecir.

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Probablemente ella también me pasó esto, pensó Linde.

Por fin apareció la médica en la computadora. Sin perder tiempo en cortesías, compartió su pantalla y amplió una línea de los documentos del laboratorio que decía: POSITIVO.

La madre de Linde, Allison, con Linde de bebé. (Vía Linde Jacobs)
La madre de Linde, Allison, con Linde de bebé. (Vía Linde Jacobs)

Linde tenía 33 años. Dentro de unas dos décadas, con toda probabilidad, sus hijas verían cómo se volvería egoísta, manipuladora, imprudente: lo contrario de todo lo que les había enseñado a ser. Al igual que Allison, Linde se convertiría en alguien difícil de tolerar, por no hablar de amar.

Y lo que era más insidioso: sus hijas y sus dos hermanas tenían una probabilidad del 50 por ciento de ser portadoras de la mutación. No había cura para esta enfermedad, llamada demencia frontotemporal, ni siquiera tratamientos.

Poco después, Taylor, el marido de Linde, entró en el garaje y abrió la puerta del auto. La oyó sollozar.

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Subieron a la niña de 3 años al coche y dieron un largo paseo por los alrededores de su barrio de Minneapolis.

Linde miró a Taylor. “No quiero que te sientas atrapada conmigo”, dijo.

Nunca se le había pasado por la cabeza marcharse. La miserable experiencia de Allison, le dijo a Linde, no tenía por qué ser la suya. “Tienes mucho tiempo”, dijo. “Haz algo con eso”.

Mientras ellos hablaban, la comunidad científica trabajaba en proyectos que algún día podrían ayudarla. Algunos habían descubierto cómo curar enfermedades graves mediante la edición de genes. Otros manipulaban células cutáneas de pacientes para probar fármacos experimentales. Y las empresas farmacéuticas estaban desarrollando nuevas terapias contra el Alzheimer, una de las cuales se enfocaba en el raro defecto del cerebro de Linde.

Linde aún no sabía nada de eso. Pero decidió seguir el consejo de Taylor. Utilizaría el tiempo que tenía para, de algún modo, encontrar a científicos influyentes y hacer que se preocuparan por lo que le ocurría a ella… y por lo que podría ocurrirles a sus hijas.

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‘Si puedo ayudar, encantada’

Linde y Taylor buscaron en internet cualquier atisbo de esperanza sobre el tratamiento de la demencia frontotemporal, o DFT. Había poco que leer.

Taylor recordó un documental de Netflix sobre una nueva tecnología para editar genes. El método, denominado CRISPR, había curado a algunos niños con anemia falciforme. Buscó en internet las palabras clave “DFT tratamiento CRISPR” y encontró el sitio web de Claire Clelland, neuróloga de la Universidad de California, campus San Francisco. Clelland había recogido células de la piel de pacientes con DFT, las había reprogramado en neuronas y había intentado editar el código genético defectuoso que contenían.

En el sitio web aparecía un número de teléfono. Taylor llamó y dejó un mensaje: un intento desesperado, supuso.

Al cabo de un día, Clelland respondió por correo electrónico. “Si puedo ayudar, encantada”, escribió.

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Taylor y Linde se quedaron estupefactos. Cuando Allison estaba viva, un médico tras otro habían desestimado las preocupaciones de la familia sobre su comportamiento. Ahora, una investigadora estaba dispuesta a ofrecer su experiencia. Linde pensó: ¿Dónde has estado los últimos doce años?

Taylor respondió, transmitiendo lo que los médicos les habían dicho: que Linde era portadora de una mutación en un gen llamado MAPT. Su objetivo, escribió, era “ojalá encontrar algún día una terapia/cura”. Adjuntó una foto suya sentado junto a Linde, radiantes bajo el sol, cada uno con una pequeña niña acurrucada en sus regazos.

La foto conmovió a Clelland. Ella también tenía dos hijas, más o menos de la misma edad. ¿Qué haría yo si estuviese en su situación?, se preguntó.

Su pequeño laboratorio, escribió, estaba construyendo un programa para reparar el grupo de genes que causaban la DFT. Aún no estaba trabajando en el gen MAPT, pero pensaba hacerlo.

La científica prometió mantener informada a Linde sobre los ensayos clínicos. “Sería increíblemente motivador e inspirador saber cómo has llegado a conocer la DFT a través de tu madre”, escribió.

Linde, incrédula de que a alguien le importara su caso, se sacudió los nervios y conversó con su nueva confidente acerca de su devastado árbol genealógico.

Una historia familiar no reconocida

Cuando Linde era niña en un frondoso vecindario de Eagan, un suburbio de Minneapolis, su madre rebosaba creatividad. Allison ponía papel pintado, instalaba baldosas en los suelos y construyó en el patio trasero un estanque de carpas koi con una cascada.

Pero la vida dentro de aquella casa bien cuidada no era tan serena. Linde y sus dos hermanas a veces se acurrucaban en un dormitorio, llorando por los gritos de sus padres.

La vida de Allison empezó a deteriorarse cuando tenía 47 años. Su marido se fue de casa, sus dos padres murieron y Linde se fue a la universidad. Allison vivía con su hija menor, Ashlyn, cuya dura valoración adolescente era que el estrés había convertido a su madre en una “psicópata”. Allison bebía demasiado y escribía notas en mayúsculas. Un Día de Acción de Gracias, amenazó con suicidarse si las niñas visitaban a su padre.

Lo más vergonzoso era que tocaba incesantemente a otras personas. Durante el viaje de fin de curso de Ashlyn a México, Allison hurgó en el brazo del padre de otra alumna, quien estalló gritando: “¡Quítame las manos de encima!”.

El médico de Allison culpó a la menopausia y al divorcio y le recetó antidepresivos. No sirvieron de nada.

Estos cambios inquietantes le recordaron a Linde a su abuela, Bev. A los 50 años, Bev había empezado a acumular cosas, llenando su casa de periódicos, figuritas e incluso animales atropellados. Tomaba la comida de los demás y discutía con desconocidos. Terminó en una residencia de ancianos, donde languideció durante una década antes de morir a los 72 años.

La autopsia detectó una contracción en la parte frontal y lateral del cerebro de Bev, característica de la demencia frontotemporal. El informe decía que la enfermedad podía ser hereditaria, pero Allison no se lo reveló a Linde, quien en ese entonces tenía 18 años.

Años después, cuando Allison se volvió muy mezquina, Linde no pudo evitar preguntarse si el problema era genético. Le dejó un mensaje telefónico al médico de Allison. Unos extraños cambios de personalidad, le dijo. ¿Está seguro de que a mi madre no le pasa lo que a mi abuela?

El médico no le devolvió la llamada. Fue la primera de las muchas veces que Linde se sentiría defraudada por las personas encargadas de cuidar a su madre.

Linde y su hermana mayor, Jenica, acabaron dándole a su madre un ultimátum: nada de cuidar a nuestros hijos hasta que veas a un neurólogo. Allison accedió a que le hicieran escáneres cerebrales y pruebas neurológicas. Pero este médico, como el anterior, dijo que el problema era psiquiátrico, y diagnosticó estrés y trastorno obsesivo-compulsivo.

Linde sintió que desestimaban sus creencias. ¿Era posible que estuviera proyectando la demencia de su abuela en su madre?

Fuera cual fuera el problema, se estaba acelerando. Allison robó 9000 dólares de la cuenta del préstamo estudiantil de Ashlyn. Minnesota suspendió su licencia de fisioterapeuta por “problemas con sus límites”: se había presentado en casa del tío de un cliente para pedirle que le pagara un aparato médico.

Allison rechazaba alegremente cualquier insinuación de que tenía demencia. Sin decírselo a sus hijas, se hizo otro escáner cerebral. Envió por correo a Linde una copia de los resultados.

“Había cierto encogimiento de la corteza cerebral”, decía la carta de la clínica, “pero no es nada preocupante, pues es un proceso normal del envejecimiento”.

Diagnosticada por una compañera de celda

Una noche, Taylor, el marido de Linde y agente de policía, recibió una llamada en su coche patrulla sobre una conocida ladrona llamada Allison que estaba entrando ilegalmente en Hobby Lobby. Una pantalla en su tablero proporcionó una descripción: mujer blanca, cabello castaño, chaqueta de cuero negra, Prius plateado.

Sin duda era ella, pensó. Otro agente la multó por allanamiento de morada.

Linde se sintió avergonzada y exasperada. Pero no tenía ningún poder legal sobre su madre, una mujer sociable y activa de 59 años. Además, Linde no se daba abasto: trabajaba a tiempo completo como enfermera y criaba a sus dos hijas.

Poco después de la citación por allanamiento, Ashlyn recibió un sorprendente mensaje de texto: los vecinos de Allison llevaban un par de semanas sin verla. Linde, movida por un presentimiento, buscó en el sitio web de la cárcel del condado. Allí estaba Allison, con el ceño fruncido en una ficha policial.

“Mamá está en la cárcel”, escribió Linde a sus hermanas. Resultó que el año anterior, Allison había huido después de que un agente intentara detenerla por saltarse una señal de alto. Ahora estaba en la cárcel por no acudir a una cita con el tribunal.

Mientras esperaba la liberación de su madre, Linde visitó su casa por primera vez en más de un año. Quedó sorprendida. Los inodoros estaban llenos de lodo oscuro. Había latas de Pringles metidas en los armarios de los dormitorios y la parafernalia de los álbumes de recortes llenaba tres habitaciones.

A Allison siempre le había horrorizado la miseria en la que había vivido Bev. Ahora ella vivía así.

Unos días después, Jenica recibió una carta por correo de la compañera de celda de Allison en la cárcel. La mujer estaba preocupada; Allison estaba agitada y no se había duchado.

“Tu madre no debería estar aquí con estos animales”, escribió con letra clara. “Doy por hecho que tiene demencia”.

Tras la liberación de Allison, finalmente un especialista la diagnosticó con demencia frontotemporal. Por ese entonces, en 2018, los científicos estimaban que aproximadamente el 40 por ciento de los casos de DFT eran hereditarios. Ahora surgía una regularidad devastadora en el árbol genealógico de Linde: su tía y sus dos tíos —los hermanos de Allison— mostraban síntomas de la enfermedad.

Más tarde, Allison se sometió a pruebas para ver si era portadora de uno de los pocos genes que se habían relacionado con la DFT. Sentadas junto a su madre en una estéril sala de exploración, Linde y Jenica recibieron la fría prueba de un culpable biológico: una única letra aberrante del código del ADN.

Aquella rara mutación había hecho que una proteína llamada tau se acumulara en el cerebro de Allison, matando gradualmente las neuronas. La vaga sensación de Linde de que ella y sus hermanas podían estar afectadas se había sustituido ahora por una probabilidad numérica precisa: había un 50 por ciento de probabilidades de que hubieran heredado el mismo defecto.

Linde fijó su mirada en el médico y trataba de asimilar cada palabra, mientras su hermana lloraba desconsoladamente y su madre se agitaba, riendo. “¡Estoy bien!”, chillaba Allison. “¡Yo pago mis facturas!”.

Linde y sus hermanas decidieron no hacerse las pruebas de inmediato. El seguro no cubriría el gasto de 5000 dólares porque no mostraban ningún síntoma de enfermedad. Incluso si lo pagaban de su bolsillo, algunos médicos podían exigir la autorización de un psiquiatra. Parecía demasiado, además de tener que vigilar a su madre.

Linde supuso que acabaría haciéndose las pruebas. No sentía ninguna urgencia; en su mente, una probabilidad del 50 por ciento bien podría haber sido del 100.

‘¿Por qué eres tan mala con la abuela?’

Poco antes de la pandemia de covid, Jenica y su familia de cinco miembros se mudaron a casa de Allison. Fue estresante, sobre todo porque Allison, que no tenía noción del distanciamiento social, recorría el barrio tocando las puertas.

Allison llamaba o enviaba mensajes de texto a Linde todos los días: ¡Trae a los niños! ¡No te olvides de recoger mi aderezo Ranch cremoso! Cuando estaban juntas, Allison ladraba sus exigencias a escasos centímetros de la cara de Linde. O se peleaba en el suelo con sus nietos pequeños, sin darse cuenta de su propia fuerza.

Linde a menudo se marchaba furiosa maldiciendo y llorando, y luego se arrepentía. La culpa la mantenía despierta por la noche, y se agravaba cuando sus hijos le preguntaban: “¿Por qué eres tan mala con la abuela?”.

Una tarde, Allison se cayó en un Walgreens y se fracturó el cráneo. Tras semanas entrando y saliendo del hospital, volvió a casa al cuidado de sus hijas.

Las hermanas se turnaban para cuidar, bañar y acostar a su madre. Un día de agosto de 2021, Linde le preguntó cómo estaba. Allison, acurrucada en la cama, sonrió ampliamente. “Feliz y bien”, dijo. Fueron sus últimas palabras.

Para entonces, a Linde le habían ofrecido pruebas genéticas gratuitas como parte de un estudio a gran escala de familias con demencia frontotemporal. Dos días después de la muerte de su madre, se frotó el interior de la mejilla con un bastoncillo de algodón y lo envió al laboratorio. Ya estaba afligida. ¿Qué podía perder?

Tras enterarse de que era portadora del gen mutante, Linde rompió en llanto. La enfermedad de su madre había secuestrado su adultez temprana. Saber que sus hijas quizá tendrían que pasar por el mismo infierno que ella había vivido era demasiado para soportarlo.

Pero sabía que no tenía tiempo para lamentarse; con o sin gen, sus hijas seguirían despertándola a las 6:30 cada mañana. Tenía que mostrarles resistencia, para que más adelante, cuando necesitaran la misma fuerza, recordaran su ejemplo.

Ponerle rostro a las células

En la primavera de 2022, seis meses después de contactar a Clelland, la neurocientífica de San Francisco, Linde le envió una actualización que dio qué pensar. Jenica, de 36 años, había dado positivo en la prueba de la mutación. Clelland respondió dándole sus condolencias y un poco de esperanza: había contratado a alguien para dirigir el estudio del gen MAPT que afectaba a la familia de Linde.

Clelland le pidió a Linde que se uniera a una llamada en Zoom con los científicos de su laboratorio. Linde se preocupó por lo que iba a decir y cómo decirlo. Nunca había utilizado PowerPoint, nunca había hablado con desconocidos sobre las dificultades de su familia.

El día previo a la presentación, mientras Linde reunía fotos y documentos antiguos para utilizarlos en sus diapositivas, se enteró de que Ashlyn, a sus 28 años, también era portadora de la mutación.

Al día siguiente por la tarde, Linde le relató su historia a Clelland y a una decena de investigadores, con su voz natural del Medio Oeste. Hizo clic en 14 diapositivas, cada una con una foto de la familia, que mostraban una cronología de cómo una mutación había cambiado a Allison, a sus tres hermanos y, ahora, a las tres hijas de Allison. Linde dijo que quería que las fotos “le pusieran rostro a la célula”.

Y compartió cómo la había cambiado el conocimiento de su destino genético. Había dejado de beber y reducido el consumo de carne roja. Se gastaba 70 dólares al mes en una vitamina para la salud cerebral. Intentaba centrarse en lo que podía hacer ahora, en vez de pensar en la pesada realidad de lo que le esperaba.

“¿Puedo hacer una pregunta?”, dijo una joven científica. Se preguntó hasta qué punto Linde se sentía cómoda asumiendo el riesgo de un tratamiento experimental. Al fin y al cabo, la edición de genes con CRISPR era algo nuevo y podía acarrear graves efectos secundarios.

“Apúntame, paciente cero, suena bien”, dijo Linde.

“¿Qué otra opción tengo”, añadió, “si no quiero tener el mismo futuro de mi madre y su madre?”.

Los Michael Jordan de la ciencia tau

Cuando no estaba trabajando o entrenando al equipo de fútbol de su hija, Linde se lanzaba a la investigación científica sobre el MAPT, un subcampo de nicho pero en crecimiento. El gen proporciona las instrucciones para que las células fabriquen tau, una proteína del cerebro.

Un día se enteró de un proyecto que investigaba cómo puede estropearse la proteína tau. Escribió al científico que dirigía el trabajo, Kenneth Kosik, de la Universidad de California, campus Santa Bárbara, describiéndole a su familia y pidiéndole hablar.

Kosik estaba sentado en el despacho de su casa cuando la nota llegó a su bandeja de entrada. “Fue la segunda vez en mi vida que me di cuenta de que tenía que responder a esta persona en un nanosegundo”, recuerda.

Era uno de los mayores expertos mundiales en tau. En la década de 1980, él y otros investigadores descubrieron que la proteína se acumulaba en el interior de las neuronas en la enfermedad de Alzheimer, formando marañas finas.

Y, en 2019, Kosik y sus colegas fueron noticia por un descubrimiento inesperado. Una mujer mayor de Colombia era portadora de un gen que había provocado que miles de sus familiares desarrollaran alzhéimer en la madurez. Pero ella había desafiado las probabilidades genéticas, sin mostrar ningún signo de demencia hasta una edad avanzada. Kosik y sus colaboradores descubrieron que era portadora de otro gen que la protegía del deterioro.

Pensó que Linde podría ser otra mujer extraordinaria con respuestas ocultas en su genoma.

Concertaron una llamada y Linde le contó a Kosik la historia de su madre. Se quedó atónito: un diagnóstico de compañera de celda, ¿en serio? Linde era impresionante, diría más tarde, y muy franca.

Kosik le dijo a Linde que un grupo de élite de investigadores, conocido como el Consorcio Tau, se reuniría en Boston dentro de unos meses para celebrar su reunión anual. Clelland estaría allí, al igual que otros “Michael Jordan” del campo. Deberíamos tratar de que asistas, dijo, para recordarles a los científicos el costo humano de las enfermedades relacionadas con la tau.

Unas semanas más tarde, Linde recibió una invitación para ser la oradora principal. Jenica y Ashlyn también podían asistir al evento.

Una investigadora cambia de rumbo

Una mañana de junio de 2023, en Boston, Linde y sus hermanas se engalanaron, solo para llegar a un gran salón de baile de un hotel lleno de cien científicos vestidos con zapatos Oxford y zapatos deportivos.

Kosik presentó a Linde ante los miembros del Consorcio Tau. Demasiado nerviosa para ver a nadie a los ojos, miró fijamente a una pantalla que mostraba sus diapositivas y leyó sus observaciones.

“Notarán la falta de credenciales en mi nombre”, empezó. Pero dijo que su vida le había proporcionado otros títulos: cuidadora, pagafianzas, portadora. Ella era el latido, dijo, de las células que ellos estudiaban.

“Como esto es una conferencia médica”, prosiguió, “les presentaré algunas cifras significativas”. Hizo clic en una diapositiva tras otra de cifras que representaban la carga de la enfermedad de Allison.

Ocho años para recibir un diagnóstico

Tres intentos diferentes de ejecución hipotecaria de la casa en la que crecí

10 veces que comparecí ante los tribunales en su nombre

Más de 100 horas que he pasado en terapia para superar la culpa

Linde mostró una foto de la carta garabateada de la compañera de celda de Allison. Esta desconocida encarcelada, dijo, había diagnosticado fácilmente la demencia antes de que lo hiciera ningún médico.

Al ver a Linde desde el público, Melissa Murray sollozaba.

Como directora de un banco de cerebros en la Clínica Mayo de Jacksonville, Florida, Murray veía a diario las crudas consecuencias anatómicas de la demencia. Había conocido a muchos pacientes y familiares, pero Linde era diferente. Tenía más o menos la edad de Murray, dominaba la jerga científica y estaba sentada frente a ella, intentándolo. “Me gustan los luchadores”, recordó.

A la noche siguiente, Murray se deleitó con Linde y sus hermanas en una cena temática — la “Fiesta de la Tau de Boston”— en el Museo de la Fiesta del Té de Boston. El museo permite a los visitantes recrear la famosa rebelión subiendo a un barco y arrojando cajas de té al puerto. Los científicos habían cubierto las cajas con esquemas de la tau. A instancias de Murray, Linde, Jenica y Ashlyn arrojaron tres cajas por la borda mientras le gritaban maldiciones a la DFT.

Durante más de una década, Murray y su equipo habían analizado tejido cerebral postmortem de personas con demencia. Habían descubierto, por ejemplo, que existían distintos subtipos de alzhéimer basados en el patrón de las marañas de tau en el cerebro. Murray sintió que estaba haciendo una aportación al campo.

Pero tras conocer a Linde y a sus hermanas, se dio cuenta de que no podía hacer nada por ellas. No sabía lo suficiente.

En su vuelo de regreso a Jacksonville, decidió cambiar la dirección del trabajo de su vida. Su laboratorio de 23 personas intentaría crear modelos informáticos de las mutaciones de MAPT para ver cómo cambiaban la forma de tau. Si tenían éxito, los modelos podrían predecir qué terapias farmacológicas invertirían esos cambios.

Murray había hablado a menudo con su equipo sobre su abuela, quien había muerto de alzhéimer. Tras la conferencia sobre la tau, empezó a hablarles de Linde. Era alguien a quien podían ayudar ahora. “Solo quiero que todos pensemos en el porqué”, les dijo.

Encontrar a otras familias

Tras la charla de Boston, Linde recibió un aluvión de invitaciones para contar su historia. Fue entrevistada en YouTube por Emma Heming Willis, esposa del actor Bruce Willis, la persona más famosa de la que se sabe que padece demencia frontotemporal. Se encontró cara a cara con monos portadores de mutaciones MAPT en Madison, Wisconsin. Y aunque detestaba las multitudes y la suciedad de las grandes ciudades, voló a lugares como Filadelfia y Washington, DC, para asistir a reuniones científicas.

Linde, quien para entonces se había mudado a River Falls, Wisconsin, siempre regresaba a casa agotada. Pero los viajes también la fortificaban. Conocer las últimas investigaciones calmaba su ansiedad y la de su marido. Cuando ella relataba los datos de tal o cual científico, Taylor preguntaba: “¿Qué edad tienen?”. Los jóvenes, pensaba, estarían el tiempo suficiente para ayudar a su familia.

Durante sus viajes, Linde conoció a otras familias con mutaciones MAPT. Todas se sentían frustradas por la falta de ensayos clínicos para su defecto genético, sobre todo porque había varios tratamientos prometedores en preparación para otros genes de la demencia. Linde y los demás iniciaron una encuesta mundial de personas con mutaciones MAPT. Si surgía la oportunidad de realizar un ensayo clínico, facilitarían la búsqueda de voluntarios todo lo posible a los científicos.

Organizaron una reunión por video con Timothy Miller, cuyo laboratorio de la Universidad de Washington en San Luis diseñó fármacos que silenciaban genes específicos. Miller explicó que uno de esos compuestos, dirigido a un gen que causa una forma rara de esclerosis lateral amiotrófica, había obtenido la licencia de una empresa farmacéutica, Biogen, y la luz verde de los reguladores estadounidenses.

El equipo de Miller había fabricado un fármaco similar que se pegaba al MAPT y frenaba la producción de tau. Biogen también estaba probando ese fármaco, pero para la enfermedad de Alzheimer, en la que también se acumula tau.

En octubre de 2023, la empresa publicó resultados prometedores, aunque preliminares, de la primera fase de su ensayo del fármaco contra la tau, que incluía a 46 personas con alzhéimer leve. Los voluntarios que recibieron el fármaco mediante una infusión espinal formaron menos tau en sus cerebros que los que recibieron un placebo.

Los resultados fueron estimulantes para el grupo de Linde. Si el fármaco eliminaba tan bien la tau, entonces, al menos en teoría, también debería ayudarles a ellos.

Linde envió una serie de correos electrónicos a varias cuentas de Biogen, pidiendo a la empresa que pusiera el fármaco a disposición de los portadores de MAPT.

“Les pido que miren a mi familia y vean que vale la pena salvar nuestras vidas”, le escribió a un ejecutivo.

La empresa respondió unos días después con una carta formulario de enlaces relacionados con el acceso a los ensayos clínicos. “No podemos hablar de asuntos médicos concretos”, decía.

Unos meses después, Linde y el grupo crearon una organización sin fines de lucro, llamada Cure MAPT FTD. Desde entonces han encontrado a más de 500 personas con mutaciones MAPT confirmadas o posibles en 10 países, todas las cuales han expresado su interés en participar en futuros ensayos clínicos.

¡¡¡Es fantástico, Linde!!!

En marzo de este año, Linde recibió una sorprendente oferta de Clelland. Junto con colaboradores de la Universidad de Washington y del Instituto de Células Madre Neurales de Nueva York, quería recoger células de la piel de Linde y sus hermanas y convertirlas en cúmulos que se dividen infinitamente, conocidos como “líneas” celulares.

“Proponemos hacer nuevas líneas que puedan compartirse con los académicos y también con la industria para que la gente pueda hacer cribado de fármacos” y proyectos CRISPR, escribió Clelland.

Linde leyó el correo electrónico en su teléfono del trabajo, mientras descansaba en un quirófano.

“¡¡¡Santo cielo, lee el correo que me acaba de enviar Claire!!!”, le escribió a Taylor.

Les envió un mensaje a sus hermanas y ellas le contestaron al instante.

“¡¡¡Es fantástico, Linde!!!”, escribió Ashlyn. Jenica estuvo de acuerdo: “¡Linde! Nunca habríamos conseguido esto sin ti!”.

“Odio todo lo que tuvimos que pasar con mamá, porque siempre sentí como si hubiéramos fracasado”, respondió Linde. “Pero si no hubiéramos pasado por todo ese infierno, no creo que estuviera haciendo nada de este trabajo”.

Las hermanas volaron a San Luis en mayo. De una en una, entraron en una pequeña sala de reconocimiento de la universidad, donde un médico les extrajo trozos de la parte baja de la espalda del tamaño de la goma de borrar de un lápiz. Ya tenían tatuajes a juego en las muñecas — el número romano III, que representaba a las tres— y bromeaban sobre hacerse otros nuevos para cubrir las cicatrices.

Los trozos de piel se introdujeron en pequeños tubos, que se colocaron en un refrigerador y se llevaron a un laboratorio cercano. Durante los meses siguientes, las células se mezclaron con una potente mezcla que invirtió su memoria de lo que significa ser una célula de la piel, transformándolas de nuevo en células madre. Entonces podrían programarse como células cerebrales y utilizarse para probar nuevos tratamientos.

A finales de año, las células de las hermanas se enviarían a cuatro laboratorios de todo el país.

Arrepentimiento por su madre, esperanza para sus hijas

Linde tiene ahora 36 años. Define este momento como la fase “puntos suspensivos” de su vida, en la que ya no es cuidadora de su madre, sino que espera el momento en que necesitará una cuidadora propia.

Basándose en lo que les ocurrió a Allison y Bev, Linde calcula que tiene al menos 10 años más antes de empezar a mostrar síntomas. Pero no hay garantías; algunos portadores de MAPT empiezan a cambiar a los 20 años. Cada vez que Linde cuenta un chiste un poco demasiado alto o tiene una respuesta emocional apagada ante un acontecimiento dramático, se preocupa: ¿es la tau?

Ese metrónomo ansioso nunca se apaga. La obliga a llenar cualquier momento de inactividad leyendo el último estudio o enviando otro correo electrónico. Ha gastado miles de dólares y cientos de horas no remuneradas en viajes. Pero a veces, como cuando se encuentra sola en la habitación de un hotel, llamando por FaceTime a su hija para escuchar lo mal que lo ha pasado en la escuela, se pregunta si estas actividades científicas son la mejor forma de invertir su tiempo.

Le molesta que gran parte de su vida gire en torno a una enfermedad que aún no padece. Si un nuevo amigo le pregunta por qué no bebe, la respuesta puede convertirse fácilmente en una incómoda historia lacrimógena. En mayo, la madre de Taylor, a quien Linde adoraba, murió de cáncer. En el funeral, la gente no dejaba de acercarse a Linde para elogiar su labor de defensa de la DFT. Era lo último en lo que quería pensar en ese momento.

A pesar de todo lo que hizo por su madre, aún siente culpa. Su mente no puede borrar ciertas escenas, como el día en que Allison se presentó en un juzgado con un mono naranja, saludando frenéticamente con las muñecas encadenadas. O el día de su caída, sola en un Walgreens.

Las fotos de la presentación de diapositivas de Linde, dijo recientemente, son “evidencia de todas las veces que no protegimos a mi madre”. Compartir públicamente esta humillación es para ella algo así como una penitencia, un intento de obtener un propósito mayor a partir del sufrimiento de Allison.

Linde aún no le ha hablado a sus hijas, de 9 y 6 años, del temible gen que hay dentro de sus células, y quizá dentro de las de ellas. Solo saben que su abuela murió de demencia y que su madre trabaja con científicos para evitar que otras personas la contraigan. Para cuando tengan edad suficiente para comprender la historia completa, Linde espera que la conversación incluya algunas opciones reales.

¿Linde recibirá un tratamiento útil antes de que su mente empiece a desvanecerse? De los 10 expertos en tau entrevistados para este artículo, nueve dijeron que eran optimistas al respecto, ya fuera con un fármaco como el de Biogen que suprime la tau o, a más largo plazo, con una cura mediante edición genética. El otro experto se mostró más cauto, señalando que era imposible predecir el ritmo de los titubeantes avances científicos.

Clelland dijo que diseñar una molécula CRISPR que pudiera extirpar con precisión la mutación MAPT del genoma de una célula no era la parte difícil. El mayor reto sin resolver es introducir esas tijeras moleculares en el cerebro. Sin embargo, ella y sus colegas de la Universidad de California, campus San Francisco, se han fijado el ambicioso objetivo de llevar la terapia MAPT a ensayos clínicos en un plazo de cuatro años.

En una visita el mes pasado, Linde se reunió con el director del Centro de Memoria y Envejecimiento de la universidad, Bruce Miller, pionero de la investigación de la DFT en la década de 1980.

“Pensamos en ti”, le dijo en su despacho iluminado por el sol. Cuando le preguntaron por las probabilidades de que Linde recibiera tratamiento a tiempo, dijo: “Yo no diría que soy cauto al respecto. Lo creo de verdad”.

Linde había acudido al instituto para dar una charla sobre su madre. Mientras contaba su historia, los llantos resonaban en la sala.

Después, Clelland acompañó a Linde a un pequeño laboratorio y la invitó a mirar por un microscopio que había sobre el mostrador. Linde miró por el ocular una placa de plástico que contenía unos 2,5 millones de células madre, descendientes del trozo de piel que había donado seis meses antes.

“Son como burbujas”, dijo Linde. “Algo que parece tan simple”.

Buscó durante un par de minutos. En el bolsillo de su pantalón llevaba algunas de las cenizas de Allison en una piedra roja pulida.


Virginia Hughes
es editora de ciencia en el Times y escribe sobre genética y neurociencia. Más de Virginia Hughes.

c. 2025 The New York Times Company