Huracán Otis, el día que el puerto de Acapulco estuvo solo ante el caos

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–Ayúdenme, por favor. 

Son las 7:25 de la mañana del jueves 26 de octubre, apenas 24 horas después de que el violento huracán de categoría 5 ‘Otis’ destruyera el puerto de Acapulco, en Guerrero, dejando a la ciudad completamente incomunicada y contando a cientos de miles de damnificados y daños materiales todavía incalculables. 

La súplica, exhalada con un hilo de voz casi inaudible, la pronuncia Verónica, una mujer menuda de unos treinta y pocos años que lleva con dificultad a su hijo cargado en un rebozo entre la espalda y los hombros. 

El niño, que no pasa de los cuatro años, llora y lanza alaridos al cielo con la boca completamente abierta, mientras su madre, que viste pantalón corto, playera de tirantes y unas chanclas de playa, se mueve torpemente por el barro tratando de no resbalar y caerse de bruces.

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La acapulqueña Verónica y su hijo fueron de los cientos de miles de damnificados que dejó el huracán Otis en el puerto de Acapulco. Foto: Manu Ureste

Entre los brazos, Verónica lleva unas mantas y unas bolsas con algunas cosas dentro; es lo poco que alcanzó a sacar, dice, antes de que Otis despedazara su casa en una de las colonias altas de Acapulco con la misma facilidad que un perro de presa arrancaría la cabeza a un peluche.

–Se lo llevó todo, se lo llevó todo… –musita con la mirada perdida. 

El niño está herido: en la piernita izquierda lleva un aparatoso vendaje con el que trataron de taponarle la herida provocada por un cristal que salió volando con el vendaval y que, por fortuna, no le segó otra parte del cuerpo. 

Junto a la mujer, un puñado de soldados de la Marina, policías voluntarios de la Ciudad de México, y un pequeño grupo de rescatistas, la miran, pero nadie sabe bien qué decirle, ni cómo ayudarla; sólo aciertan a darle una charola de plástico con un jugo y un pequeño snack, y los marinos le dicen que pase al Hospital Naval que está al inicio de la Costera Miguel Alemán, aunque le advierten que ya está saturado. 

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La mujer recibe la charola con el gesto adusto y las manos temblorosas, y le da el  jugo a su hijo, que llorando manotea y lo rechaza. El niño grita que le duele, que le duele mucho el corte en la pierna, y se restriega los ojos negros algo rasgados para limpiarse las lágrimas. 

Verónica se lo vuelve a acomodar como puede en el rebozo y continúa caminando sola por entre los soldados, el fango y los escombros.

Como el resto de Acapulco tras el devastador huracán, la mujer está a la deriva. 

–Ayúdenme, por favor –vuelve a balbucear con la mirada perdida–. Ayúdenme. 

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Verónica y su hijo, damnificados por el paso de Otis en Acapulco. Foto: Manu Ureste

***

Llegan rescatistas a la devastación por huracán Otis en Acapulco

Unas cuatro horas antes de que Verónica apareciera caminando desorientada con su hijo, a eso de las tres y media de la madrugada del mismo jueves 26 de octubre, un convoy de la Secretaría de Seguridad de la Ciudad de México se abre paso lentamente por el puerto turístico en una procesión lúgubre. 

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Acapulco acaba de cumplir un día inmerso en el caos tras el paso de Otis, pero todavía ninguna autoridad de ningún nivel de gobierno sabe, ni mucho menos ha informado del alcance del desastre. 

Por las ventanas con rejillas de los autobuses azul marino de granaderos capitalinos, que transportan a elementos de la unidad ‘Zorros’ y a rescatistas del Escuadrón de Rescate y Emergencias Médicas (ERUM), la devastación comienza a mostrarse por todas partes. 

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Rescatistas de la Ciudad de México arribaron al puerto de Acapulco 24 horas después del impacto de Otis. Foto: Manu Ureste

A izquierda y derecha de la costera Miguel Alemán, donde se levantan cientos de hoteles, restaurantes, discotecas, y grandes supermercados, y por la que en paralelo se extienden más de ocho kilómetros de bahía, hay escombros de edificios que fueron zarandeados por vientos de más de doscientos kilómetros por hora, agua brotando de tuberías rotas, incontables postes de luz y cables tirados sobre el asfalto, coches aplastados, y toneladas de palmeras a las que el huracán les extirpó las raíces de la tierra y las desperdigó por toda la ciudad.

El puerto, se observa a bordo del convoy en cuyo interior hay un silencio absoluto, casi fúnebre, yace en mitad de una oscuridad profunda, densa; una oscuridad pesada que se mastica en el aire que apesta a mar de fondo y a marisco podrido; apenas el preámbulo de la empalagosa pestilencia que invadirá a esta urbe de 800 mil habitantes en los siguientes días al desastre.

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A un mes del paso de Otis, las autoridades aseguran que solo 30 personas continúan como desaparecidas. Familiares han realizado múltiples protestas por la falta de apoyo en las búsquedas en tierra y mar. Foto: Manu Ureste

Y una oscuridad, no obstante, extrañamente hermosa; que deja a la vista una inabarcable bóveda de estrellas muy difícil de observar en estos días de contaminación lumínica y de esmog, y que se funde con el espejo de las aguas del Pacífico. Las mismas aguas que muy pronto comenzarán a escupir hacia las playas los restos de las embarcaciones que se tragó Otis y los primeros cuerpos de los marineros desaparecidos.

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Foto: Manu Ureste

–Se siente la misma vibra pesada que la noche del 19S. 

El comentario lo hace con voz rasgada un veterano rescatista mientras va observando el transcurrir de la costera a bordo del autobús. Se refiere al último gran terremoto; el del 19 de septiembre de 2017, cuando un sismo de 7.8 cimbró a varios estados del país dejando más de 350 muertos, en su mayoría en la Ciudad de México, donde colapsaron más de mil edificaciones en una jornada de caos y terror como la que acaba de vivir Acapulco

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Rescatistas de alistan para iniciar labores en Acapulco, devastado por Otis. Foto: Manu Ureste

–¡Preparen sus equipos! –grita con tono marcial otro rescatista, el jefe de la unidad; un hombre alto de unos 50 años, fornido, de facciones duras y angulosas, y cara de pocas bromas. 

De inmediato, los integrantes del destacamento ‘zorros’ vuelven a guardar silencio y toman asiento en las bancas de plástico del interior del autobús. Arriba de ellos, a unos palmos de sus cabezas, una docena de cascos amarillos con linternas se balancean colgados del techo. El jefe comienza a repasar el plan de rescate que emprenderán en cuanto amanezca, y el resto lo escucha con el gesto serio, de concentración. Por momentos, más que rescatistas, parecen soldados a punto de desembarcar en una zona de guerra. 

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Foto: Manu Ureste

Al fin, después de más de 12 horas de trayecto desde la Ciudad de México (lo normal hubieran sido unas 6) y luego de esperar a que tránsito del estado de Guerrero lograra abrir un hueco en la maltrecha Carretera del Sol, la que va de Cuernavaca a Acapulco, que sufrió varios deslaves de cerros por el efecto del huracán, el convoy logra abrirse paso para, una vez enfilada la costera Miguel Alemán, llegar hasta el hospital naval de la Marina; el punto de encuentro. 

Ahí, los marinos piden al convoy capitalino que se estacione como pueda en las inmediaciones de la zona naval y que aguarden al amanecer en espera de instrucciones (durante el jueves, el convoy cambiará dos veces de ubicación hasta que finalmente se instaló en un hangar de la Terminal Marítima, donde cientos de embarcaciones que estaban fueran del agua también sufrieron múltiples daños). 

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El huracán Otis no solo dejó incalculables daños al interior de Acapulco. También causó destrozos en el mar y que decenas de embarcaciones desaparecieran con su tripulación a bordo. Foto: Manu Ureste

–No sabemos aún el alcance en cuanto a víctimas –admite con gesto muy serio el comisario de la SSP capitalina, Guido Sánchez, ante las preguntas de los medios que acompañan el convoy. 

–Lo que sí sabemos es que en las zonas altas y en las laderas de los cerros habrá que apoyar a mucha gente –agrega en las que fueron de las primeras declaraciones de autoridades en terreno sobre el desastre. 

–¿Está preocupado? –pregunta un reportero a bote pronto. 

–Sí, muy preocupado –responde el comisario clavando la mirada en sus botas llenas de barro. 

–Muy preocupado –repite. 

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El huracán no solo afectó al puerto de Acapulco. Comunidades vecinas como San Isidro Gallinero resultaron también muy afectadas. Helicópteros de la Marina Armada llegaron al lugar con ayuda humanitaria. Foto: Manu Ureste

El convoy de rescatistas se instala momentáneamente a un costado de la glorieta que da acceso a la región Naval, donde está el pequeño hospital saturado al que mandaron a la señora Verónica y la base de donde despegarán en los próximos días los helicópteros de la Marina Armada para llevar víveres a las comunidades más alejadas de la zona turística, como el poblado de San Isidro Gallinero, a unos 20 kilómetros. Ahí, nueve días después de Otis, cientos de personas –incluídos ancianos y ancianas– se aglomerarán desesperadas bajo un sol infernal en el campo de futbol llanero para abalanzarse corriendo sobre el helicóptero y sobre los soldados que, abrumados, pedirán calma a gritos para entregarles las primeras despensas de comida y agua (hasta ese día, los vecinos bebían de un arroyo turbio que ya les estaba provocando infecciones estomacales). Mientras que muchas personas de la comunidad aún no se habrán podido comunicar con familiares que trabajan en el puerto.

–Ya van casi 10 días y todavía no sé nada de mis dos hijos. Estoy desesperada –dirá doña Juana, una mujer de tez morena y rostro agrietado, que a sus 81 años salvó la vida de milagro cuando el huracán la tiró de la cama, se llevó el colchón, y tumbó una de las paredes de adobe de su modesta vivienda a la que también le arrancó el techo de lámina.

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Foto: Manu Ureste

De vuelta a la costera Miguel Alemán, el espacio frente a la zona naval es amplio, pero no cabe ni un vehículo más. Hay humvees militares, jeeps, ambulancias, y patrullas de policía con las luces violáceas prendidas, pero en silencio. Solo se escucha el murmullo hipnótico del zumbido que emiten los generadores de electricidad que la Marina ha instalado para tratar de mantener en funcionamiento el pequeño hospital.  

Afuera de una de las patrullas, un policía, de los pocos que se verán en estas  primeras jornadas de caos, fuma en silencio apoyado en el coche. Mira al suelo, reflexionando tal vez sobre lo que vendrá para Acapulco en los próximos días, semanas, meses y quizá años de reconstrucción. 

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Detalles del impacto de Otis en vehículos y edificios de la costera Miguel Alemán, la principal arteria de Acapulco. Foto: Manu Ureste

A unos pocos pasos del policía, un par de rescatistas apuntan con unas potentes linternas hacia las fachadas destrozadas de los colosales hoteles en busca de personas atrapadas. Los videos de turistas refugiándose aterrados en los baños de los dormitorios de esos hoteles mientras un vendaval deshace, literal, la habitación, comenzarán a fluir muy lentamente en las próximas jornadas, pues el puerto se quedó sin electricidad y también sin Internet. De hecho, el aislamiento y la incomunicación será casi total en la primera semana del siniestro. Tanto, que antes de que arribara el convoy capitalino, ninguna autoridad sabía qué se iban a encontrar los rescatistas. Llegaron, prácticamente, a ciegas. Incluso, el propio presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador, que durante la misma madrugada del jueves que arribó el convoy capitalino tuvo una llegada muy accidentada al puerto –para la historia quedarán las fotografías de dos soldados del Ejército arriba del jeep en el que viajaba el mandatario tratando de sacarlo del barro– admitió horas después del huracán que no disponían de información por la falta de comunicaciones.

Con los primeros rayos del sol del jueves 26, la devastación sale abruptamente a flote: hay gente por todas partes; todos claman por ayuda, comida y agua. Las ambulancias se mueven histéricas con sus sirenas prendidas y entran a toda velocidad al Hospital Naval; ahí, niños, hombres, mujeres y ancianos yacen tirados sobre las bancas metálicas ante la falta de camas. El hedor a alcohol cutáneo, los lamentos ahogados de los heridos, y los llantos desgarrados de los niños, golpean como una cachetada en el rostro nada más entrar a la clínica. 

En la puerta, acompañada por un par de sudorosos cadetes aún imberbes de la Marina, una enfermera con el gesto agotado se coloca ambas manos sobre la cintura y suelta un lamento:

–Esto es un desastre –niega con la cabeza al borde de las lágrimas, al tiempo que observa el reguero de gente que cruza el arco de la zona naval que da acceso al hospital. 

–El huracán se llevó todo Acapulco.  

Afuera del hospital naval, los pocos convoyes de soldados que se ven patrullando por la costera completamente atascada por escombros, palmeras quebradas y miles de postes de la luz tirados en el asfalto –la Comisión Federal de Electricidad dirá que Otis derrumbó más de 10 mil–, tampoco dan la impresión de tener la situación bajo control. 

De hecho, en cuanto el sol abrasador de Acapulco comience a ganar un poco de terreno al alba, el desgobierno por la ausencia de autoridades en la ciudad irradiará con toda su fuerza. 

***

La potencia de Otis destroza Acapulco

Ya son las nueve de la mañana del jueves 26 de octubre. El calor y la humedad comienzan a imponer su peso. A tan solo unos metros de la base de la Marina, ante la presencia de unos pocos soldados que ni se inmutan, un grupo de personas rompe a pedradas los cristales de un Oxxo al que entran en tromba y del que salen cargados con botellas y garrafones de agua, sándwiches envasados, refrescos, cervezas, y todo cuanto les cabe entre los manos y los brazos.

A un costado del Oxxo, que como se leerá más adelante no será ni mucho menos la única tienda arrasada, por una callejuela larga y estrecha se entra a la colonia popular Icacos, muy próxima a la base naval. 

La postal, no hay mejor forma de describirla, es caótica: las calles son una maraña de cables que quedaron descolgados –hay que agacharse cada dos pasos para esquivarlos–, y por todas partes hay láminas retorcidas que salieron volando de los techos, cristales, colchones empapados apoyados en las paredes, tinacos por el suelo, y restos de vegetación y de palmeras cuyas frondosas copas fueron rasuradas. Y en las maltrechas banquetas se acumulan las filas de carros, camionetas y motos que fueron aplastados por los escombros que el huracán arrancó de las casas del barrio. La potencia de Otis fue tal, que se observan carros volcados y algunos que, incluso, fueron movidos de donde estaban estacionados.  

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La colonia popular Icacos está muy próxima a la zona naval y a la costera Miguel Alemán, y fue una de las más afectadas por el paso de Otis. Al menos 2 personas murieron aplastadas por los muros y las paredes de su vivienda, que se desplomó por el vendaval. Foto: Manu Ureste

–Fue horrible, lo he perdido todo –dice sudoroso y con la respiración agitada Armando, un hombre de unos 30 años que viste una playera de fayuca de la selección mexicana, y que saca como puede a mano escombros de su vivienda.

–No esperábamos un desastre así –lamenta desde la ventana de su casa una señora, que como muchos de los otros vecinos entrevistados asegura indignada que nadie, ninguna autoridad de los tres niveles de gobierno, les avisó de que Otis pasaría en cuestión de unas pocas horas de tormenta tropical a huracán categoría 5, y en uno de los vendavales más agresivos y destructivos que jamás haya golpeado Acapulco y la costa del Pacífico mexicano. Ni el potente huracán Paulina de 1997, repetirá también la mayoría de entrevistados en los próximos días, fue tan devastador como Otis.

–Nunca imaginamos que fuera un huracán tan fuerte, tan voraz, tan destructivo. Era como un monstruo que destruía todo a su paso –recuerda con lágrimas en los ojos la señora María Dolores Bautista Medel.

Muy cerca de las viviendas de Armando y la señora, a menos de cinco minutos caminando por la colonia, hay un pequeño supermercado local. Tiene las persianas metálicas bajadas, pero alguien logró perforarlas por un extremo y otro vendaval, además de Otis, se coló en su interior, donde no queda ni un solo producto en los anaqueles. Afuera, a plena vista de todos, tres hombres tratan de cargar sobre un palé de madera uno de los refrigeradores de refrescos de la tienda, cuyo interior está anegado de aguas marrones y de cartones mojados por el piso. Incluso, alguien arrancó la pantallita de la caja de cobro y se la llevó, mientras la chirriante alarma del local sigue sonando dándole a la escena un toque de película de terror.

–¡Vayan más para arriba, ahí van a encontrar muertos! –grita a los elementos del Escuadrón de Rescate y Emergencias Médicas de la Ciudad de México otra señora desde la puerta de su casa, a la que el vendaval le arrancó el techo y le voló su refrigerador y su cama, que no sabe en qué punto de la colonia o de la ciudad estarán. 

En efecto, otros cinco minutos caminando entre escombros por una cuesta muy empinada con dirección a los cerros, la unidad de cinco rescatistas vestidos completamente de rojo llegan a una vivienda cuyas paredes de adobe y techo colapsaron. Bajo los cascotes yacen muertas dos personas que quedaron atrapadas. Se trata de la señora Lucía Medel Pérez, de 80 años, y de Roque Neri Silva, de 40, que la cuidaba. Ellos serán las dos primeras víctimas oficiales de las 48 que se contabilizan a un mes de Otis. Ambos recibieron la muerte abrazados.  

De regreso a la costera por la calle nueve –a lo lejos se observan las enormes torres de tres hoteles de lujo totalmente desechas– más vecinos salen al encuentro de los rescatistas a pedirles agua y comida, pero éstos niegan con la cabeza y tratan de explicarles que solo están ahí para rescatar a personas o cuerpos. Algunos vecinos no lo entienden y se molestan. 

–¿Dónde está la ayuda? -les gritan.

Y eso será tan solo uno de los primeros reclamos que, con el paso de los días, se multiplicarán por todo el puerto ante la lentitud con la que el Gobierno mexicano y las fuerzas armadas comenzarán el reparto de víveres entre cientos de miles de damnificados. Una de las imágenes más dramáticas de esa desesperación se vivió dos días después de Otis, el viernes 25 de octubre, en las inmediaciones del monumento de la Diana Cazadora, en la costera.

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En la primera semana después del huracán, filas kilométricas de vehículos y de personas se aglomeraban junto a la gasolinera que está próxima al monumento de la Diana de Acapulco. Foto: Manu Ureste

Ese día, una fila de varios kilómetros se acumulaba frente a una de las pocas gasolineras que vendía combustible limitado a 10 litros por persona. A eso de las cuatro de la tarde, cuando muchas personas llevaban ya horas bajo el sol desde las siete de la mañana, un pequeño convoy de policías ministeriales llegó a la estación y con armas largas amedrentó a la gente para que se retiraran del lugar porque ellos iban a cargar gasolina en sus camionetas. De inmediato, la turba se enfureció y se vivió una escena de alta tensión cuando un policía trató de llevarse detenido a un ciudadano y eso hizo que la gente se abalanzara con gritos e insultos sobre los uniformados que tuvieron que salir huyendo sin la gasolina. Tras el suceso, un hombre flaco, fibroso, de unos 60 años, estalló de desesperación. 

–¿Dónde está tu pinche gobierno, López Obrador? –gritaba a punto de rasgarse la garganta ante la cámara del reportero de Animal Político. 

En otras colonias, como la Renacimiento, sobre el bulevar Vicente Guerrero donde se encuentra la terminal principal del ‘Acabús’ –la kilométrica fila de autobuses parados, llenos de polvo y barro, y con aspecto de que fueron  abandonados de improviso le dan al lugar un aire fantasmagórico– los vecinos recibieron de manera hostil a los primeros convoyes del Ejército que, al cuarto día del huracán, llegaron acompañados por medios de comunicación para preguntarles por sus necesidades, pero sin ayuda en las manos. 

–¡No queremos fotos, queremos comida, chingada madre! –les vociferaban. 

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En la parte alta de Acapulco también se registraron cuantiosos daños materiales por el paso de Otis. Foto: Manu Ureste

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“Tenemos hambre”, damnificados buscar comer entre la devastación de Acapulco

A tan solo unos metros de la costera, todavía en la Icacos, un enorme reguero de gente va y viene por la angosta y larga calle cuatro que, más que arrasada por un huracán, parece destruida por el paso de unos tanques: a un costado de la banqueta hay un enorme almacén cuyo techo se quedó en los hierros, en la pura estructura, mientras que en la calle contigua no se aprecia el final de la misma por la cantidad de escombros y de árboles y postes de la luz tirados. 

Entre el reguero de gente, una mujer de avanzada edad empuja jadeante y con dificultad un carrito de la compra que se le vuelca sobre un enorme charco; todos los desodorantes y champús que lleva flotan en el agua marrón. Mientras los intenta recoger, cientos de personas pasan junto a ella sin mirarla, ni ofrecerle ayuda. Todos van corriendo y empujando carritos de la compra con dirección al final de la calle. 

Ahí se encuentra el Walmart de la costera, cuyas puertas metálicas de seguridad también fueron reventadas y un hormiguero de gente entra y sale tanto por el acceso principal como por las puertas laterales de emergencia. La mayoría salen con comida, agua y papel higiénico, pero otros también llevan enormes pantallas cargadas sobre la cabeza y otros electrodomésticos, e incluso muebles y salas completas con todo y sillones y sofás. En los siguientes días, estas escenas serán objeto de un difícil debate: entre los  mismos acapulqueños se lanzarán en plena calle reproches y críticas por la imagen que los saqueos dan del puerto –”nos hicieron más daño los saqueos que el huracán”, dirá un hombre de 71 años dueño de una óptica en la plaza del zócalo-, mientras que otras personas, como doña Elena, una maestra de 50 años, pide que no se juzgue de manera tan severa a una población que, literal, lo acaba de perder todo, y que, incluso, no tiene acceso ni fácil ni rápido a enseres tan básicos como el agua, la comida, o los medicamentos.

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Imagen de un Walmart luego de que grupos de personas lo vaciaran ante la ausencia de autoridades. Foto: Manu Ureste

El interior del Walmart está destrozado: Otis arrancó por igual los frágiles techos de lámina de las viviendas populares de la Icacos, y de muchas otras colonias acapulqueñas, como los de las poderosas estructuras de inmuebles como este Walmart. 

Por los pasillos la gente corre desesperada, algunos incluso resbalan y caen. 

Las alarmas de la tienda siguen prendidas. 

Se escuchan gritos. Golpes. Cristalazos. Y amenazas para que nadie grabe los saqueos con el celular. 

El Walmart se ha convertido en una escena real de la serie de ficción The Walking Dead; sin muertos vivientes, pero con la misma sensación frenética de violencia, desconcierto y angustia. 

Y a tan solo unos kilómetros más adelante por la costera, pasando la glorieta de Colón y la mítica discoteca Baby Oh, las mismas escenas se repiten: otro enorme Soriana que también parecía más víctima de un bombardeo aéreo que del paso de un vendaval, todavía seguía siendo saqueado al quinto día del desastre. 

–Tenemos hambre. Quizá quede algo de comida entre los escombros –dirán al reportero de Animal Político dos mujeres jóvenes en lo que quedaba de la entrada del Soriana, de la que un hombre salía cargado con botellas de vino. 

Ante la ausencia del Estado, el sálvese quién pueda es la ley.

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Habitantes de Acapulco llevan mercancía que tomaron de supermercados. Foto: Manu Ureste

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Apenas son algo más de las siete de la tarde del jueves 26. Pero la oscuridad ya lo inunda todo y da la sensación de que ya es medianoche cerrada. Sin embargo, las calles que desembocan desde las colonias altas de la ciudad hacia la costera siguen repletas de gente que trata de cargar lo máximo posible de los supermercados y tiendas en sus coches, motos, y en carritos de la compra. Y lo mismo sucede en las afueras del puerto, en el trayecto que lleva hasta la zona más exclusiva de Acapulco, la ‘Zona Diamante’. En los arcenes de las carreteras se observan hogueras, personas caminando y cargadas con bultos, y arriba de los puentes un mar de gente alza los celulares al cielo tratando de agarrar algo de cobertura con la que comunicarse con familiares. 

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Detalle de la bahía de Acapulco desde una de las colonias ubicadas en la parte alta de la montaña, desde donde se aprecia también los estragos de Otis en las humildes viviendas de la zona. Foto: Manu Ureste

En la ‘Zona Diamante’ el desastre también es total. Las grandes urbanizaciones parecen ciudades fantasma. Totalmente a oscuras, con casas destrozadas, y la amenaza constante de saqueos inminentes. De hecho, a pesar de la ausencia de Internet, la rumorología ya se ha disparado en Acapulco: los audios de supuestos testimonios que relatan cómo el crimen organizado se ha apoderado de las viviendas de lujo dañadas y de que estaría detrás de los saqueos masivos por todo el puerto comienzan a correr como la pólvora. 

Lo que sí no es un rumor son los saqueos que comienzan a darse desde el día uno no solo en tiendas departamentales sino también en viviendas y casas, lo que llevará en los siguientes días a los vecinos de múltiples colonias a organizarse en ‘autodefensas’. Una de esas colonias, a la que Animal Político accedió al caer la noche, es la Hogar Moderno, que está anclada a unas pocas calles del zócalo portuario. Ahí, con cuchillos, machetes y hachas, una ‘brigada’ de vecinos camina entre las tinieblas por las calles con la única luz del fuego de las barricadas que, luego de que alguien toque el himno mexicano con una trompeta, comienzan a arder en señal de advertencia para los malandros. 

De regreso a la costera Miguel Alemán, a través de la carretera panorámica que transcurre por una parte de la Bahía acapulqueña, la cual hay que circular con extremo cuidado y esquivando en zigzag cientos de postes de la luz tirados en el asfalto, un grupo de periodistas, entre los que se encuentra el de Animal Político, arriba al punto de partida de esta crónica: la zona naval. 

En ese punto, se ha corrido también la voz de que uno de los enormes hoteles devastados por Otis ofrece generosamente a quienes se quedaron varados un lugar para pasar la noche. Se trata de camastros de alberca, pero al menos se duerme bajo un techo y amparados de la tremenda incertidumbre que se vive afuera con los saqueos y la ausencia de autoridades.  

El interior del hotel, que hace tan solo unas horas era un cómodo resort de lujo abarrotado de turistas de todas partes de México y del extranjero, ahora se asemeja más bien a un improvisado hospital de campaña: por los largos pasillos del lobby y del sótano completamente a oscuras hay decenas de personas tiradas en los camastros. Algunos se quejan en silencio; están heridos por los cristales que salieron volando con Otis y llevan vendajes frescos. Otros maldicen desesperados porque no se han podido comunicar con sus familiares, y no saben cuándo podrán volver a sus casas, ni cómo. 

La atmósfera, de nuevo, es de película de terror. A medianoche, el silencio sordo solo se ve interrumpido por los pasos arrastrados de algunas personas que, quizá aún en estado de shock, deambulan por los laberínticos pasillos del hotel.

El día, por fin, ha terminado. Pero la devastación y el caos continúan. Y nadie en ningún gobierno sabe a un mes del desastre responder a la pregunta que todos los ciudadanos repiten una y otra vez tras el paso de Otis

-¿Cuándo volverá la vida normal a Acapulco?