La historia detrás de la historia: tentáculos de un verano en Punta del Este

El atardecer, en la playa Mansa de Punta del Este
El atardecer, en la playa Mansa de Punta del Este - Créditos: @Domitila Dellacha

PUNTA DEL ESTE (Enviada especial).- Toda persona que haya nadado en un mar bravo estará familiarizada con sus características. Previo a un análisis visual del panorama, el ingreso al agua requiere determinación y paso firme. En cada pisada, la espuma de las olas no permite ver el suelo, por lo que cada centímetro hacia adelante es un saltito hacia lo desconocido. Pozos, olas y corrientes que arrastran. La vertiginosa experiencia que supone un chapuzón en el Océano Atlántico es comparable con una cobertura de verano.

La preparación llegó con más tiempo que nunca. Incluso antes de se diera el comienzo de la Copa del Mundo que coronó campeón a la selección argentina, mi editor me comunicó que había sido nominada para volver al Este. “En principio dos semanas, lo vamos regulando”, indicaron los secretarios. Aquí estoy, en el comienzo de mi cuarta semana en la península uruguaya.

En una redacción sumergida en la fiebre mundialista, entre los gritos por goles de jugadores cuyos apellidos me cuestan pronunciar, las semanas previas fueron a las corridas. En un cuaderno con lomo carcomido –le guardo un cariño afectivo, su aspecto ya da lástima- anoté qué buscar, dónde estar y calendaricé la publicación de notas. Pues aventurarse a una tarea de estas características supone preparación, pero sobre todo anticipación.

El último lunes de diciembre cargué el auto –perro incluido- y salí para Uruguay. En un barco apiñado de turistas zarpé desde Puerto Madero hasta Montevideo para conducir hasta Punta del Este.

Llegué confiada. El último verano me tocó trabajar en la cobertura de Punta del Este, en una temporada tan atravesada por la pandemia que dejó a gran parte de los turistas tumbados por el coronavirus (yo también caí). El mal recuerdo parece haber quedado en tiempos de restricciones, pues a Uruguay los argentinos llegaron en malones.

Mis expectativas –y las del sector turístico también- quedaron apelmazadas por la realidad. Al mar de la República Oriental arribaron –según datos de Migraciones en los últimos días de diciembre y primeros de enero- más de 10 mil argentinos cada 24 horas y todo se saturó como hace media década.

En la tierra charrúa donde el peso argentino vale menos que un patacón, muchos de los clásicos ya no están (la nostalgia cómo inunda). La configuración de la movida esteña se transformó en una propuesta que alternó entre masivas fiestas, exclusivos vernissages a la luz de las estrellas y mucha oferta gastronómica. Aquí se mueve un público de tan alto poder adquisitivo que en supermercados los productos no tienen precio exhibido.

De día y de noche. Mi teléfono se inquieta con alertas desde Buenos Aires. Las notificaciones se mezclan con alertas de batería baja, mientras corro en busca del power bank que olvidé de cargar. “¿Tenés un minutito para hablar?”, recibo. En el asiento de acompañante viaja mi mejor amiga, María, que se convirtió en una suerte de asistente personal. Mientras manejo de la Mansa a José Ignacio, ella contesta a los editores que –con distintas urgencias- piden historias desde el Este.

De entrevistas al intendente de Maldonado, Enrique Antía, a la conductora y modelo, Carolina “Pampita” Ardohain. De notas en el Aeropuerto Internacional Laguna del Sauce –donde juego a ser piloto- a los chiringuitos en la arena. El trabajo es presuroso y ecléctico, e incluso implica perseguir la historia de un emir de Qatar suelto –con silenciosos movimientos- por el Este. En un terreno que recorre más de 60 kilómetros, el desafío es –intentar- ganarle al reloj y a la agenda.

Recorro, escribo, mando. Recorro, escribo, mando. En loop. Con el contenido resuelto –y a veces a medio resolver-, el material queda en las salvadoras manos de edición de Breaking News, Sociedad, Espectáculos, Cultura, Lifestyle o Economía. Todo depende del origen de la historia. Sin ellos –y su paciencia- el círculo no se habría cerrado.

Las horas de sueño se vuelven una suerte de bien preciado y la playa pasa a ser un anhelo al que solo miro desde lejos. Al menos a distancia puedo apreciar el azulado mar sin presencia de las aguavivas que atormentan a los bañistas por la llegada de corrientes cálidas del Brasil.

“¡Bo, vamo arriba!”, protestan los charrúas con animosidad tras haberse desacostumbrado a los veranos de alto movimiento. “Pero hace cuánto pedimos que esto volviera”, reflexionan. El turismo es trabajo asegurado y no hay que desesperar que peor estarían de nuevo con la pandemia.

El reloj marca la hora de entrega de esta nota. Suspiro (porque soy de las que resoplan mucho, aunque reconozco el mal hábito). En el sumario hay otra media docena de notas que todavía esperan ser terminadas. Como la agenda, el mar se aquieta. A nadar lo último que queda.