George Santos juró que nunca me hablaría, y luego sonó el teléfono

El despacho de George Santos, en el barrio de Douglaston, en Queens, el 5 de octubre de 2023. (Uli Seit/The New York Times)
El despacho de George Santos, en el barrio de Douglaston, en Queens, el 5 de octubre de 2023. (Uli Seit/The New York Times)

Era poco después del mediodía de un sábado de principios de septiembre cuando sonó el teléfono con la primera llamada.

Ya había sido un día atípico. Lo normal es que estuviera trabajando en un proyecto o convenciendo a mi mujer para ir de excursión cerca de nuestra casa, al norte del estado de Nueva York. En lugar de eso, estaba en una habitación de hotel en Filadelfia, acabando de terminar un panel periodístico sobre desinformación política, un tema que conocía bien después de casi un año dando cobertura a George Santos.

Y entonces apareció su nombre en mi identificador de llamadas.

“Soy George Santos. Me dijeron que has estado tratando de localizarme”.

Era verdad. Llevaba intentando contactar con él de una forma u otra desde noviembre del año pasado, cuando a mi colega Michael Gold y a mí nos asignaron la tarea de investigar al congresista republicano entrante de Long Island y Queens. Rápidamente nos encontramos en una madriguera de secretos y mentiras.

Seis semanas después, The New York Times publicó nuestro artículo, que revelaba cómo el congresista había falseado sus antecedentes durante la campaña.

El representante George Santos (republicano de Nueva York) habla con periodistas a las puertas del tribunal federal de Central Islip, Nueva York, el 10 de mayo de 2023. (Gabriela Bhaskar/The New York Times)
El representante George Santos (republicano de Nueva York) habla con periodistas a las puertas del tribunal federal de Central Islip, Nueva York, el 10 de mayo de 2023. (Gabriela Bhaskar/The New York Times)

A estas alturas, las ficciones biográficas son bien conocidas: los empleos en Citigroup y Goldman Sachs que nunca tuvo, los títulos de Baruch College y la Universidad de Nueva York que nunca obtuvo y el equipo de voleibol en el que nunca jugó. También había cargos por fraude sin resolver en Brasil, un indicio de lo que pronto vendría.

Santos enfrenta ahora 23 cargos por delitos graves —incluyendo diez nuevos añadidos a principios de este mes— por diversas estratagemas financieras, muchas de ellas relacionadas con su campaña. Se ha declarado inocente.

Sin embargo, aunque pasé la mayor parte del año pasado dando cobertura a todos los ángulos de su campaña y su proceso penal —examinando de manera minuciosa los documentos de su campaña, viendo todas las entrevistas y llamando a sus antiguos colegas, familiares, amantes y amigos—, nunca había tenido una conversación real con él.

No fue por no intentarlo. Gold y yo tratamos de ponernos en contacto con él en numerosas ocasiones, llamándolo o enviándole mensajes de texto directamente y dejando mensajes a su abogado y otros miembros de su equipo. Gold tocó el timbre de su domicilio, pero descubrió que no vivía allí hacía meses.

Una vez me contestó, pero la llamada terminó abruptamente cuando oyó mi nombre. Volvió a llamar un minuto después para aclarar que él no le “cuelga a la gente”, pero me aseguró que no respondería a mis preguntas, ni ahora ni nunca.

Su silencio me dejó un poco como una oceanógrafa sin salida al mar. Sabía su cumpleaños, el nombre de su perro, sus tics y tendencias verbales, pero no podía llegar al hombre cara a cara.

De repente, todo cambió.

Siguieron media decena de llamadas telefónicas —con frecuencia él me marcaba, y a veces yo lo hacía— que me lanzaron de cabeza al océano. Combativas y amistosas a partes iguales, buscaban respuestas a las preguntas que me había hecho durante un año de mi vida.

“¿Alguna vez voy a ser tu amigo? No”, me dijo aquel primer sábado. Luego dejaría claro que me consideraba personalmente responsable de gran parte de su desgracia y que no era admirador del Times.

Con el tiempo, su postura se suavizó.

“¿Fuiste una molestia en mi vida durante un tiempo?”, me preguntó en una llamada un mes después. Desde luego, respondió, haciendo énfasis con una grosería.

“Pero no quiero que te pase nada malo; no te deseo ningún mal”.

Las conversaciones giraron en torno a su caso penal, sus creencias políticas, su regalo preferido para un “baby shower”, las mascotas de ambos y las muchas personas que le han hecho daño.

Nos tuteamos. Las conversaciones eran confidenciales, salvo en algunos casos en los que estipulaba que hablaba en segundo plano o extraoficialmente.

Llegué a conocer su sentido del humor y su afición a trabajar los fines de semana, su positividad y su encanto. Y cuanto más hablábamos, más me enteraba de otra cosa: la peculiar experiencia de que te hagan confidencias y te mientan al mismo tiempo.

La primera llamada

Por un instante me quedé helada al ver su nombre en mi teléfono. Entonces mi instinto periodístico se puso en marcha.

“He oído rumores de que podrías estar a punto de negociar un acuerdo para la resolución de una demanda”, le dije.

“Rumores descabellados”, respondió.

Le expliqué lo que había oído sobre fiscales que utilizan pruebas adicionales o incluso cargos para presionar a los acusados con el fin de que se declaren culpables.

“Eso no es lo que está pasando”, aseguró.

“Entiendo”.

Empezaba a preguntarme por qué había llamado.

“¿Hay algo más? Me encantaría conocer tu punto de vista sobre el caso, cualquier cosa que creas que se nos escapa...”.

Esta vez apenas me dejó formular la pregunta.

“Creo que la información, en todos los sentidos, de todos y cada uno de los periodistas de este país ha sido deficiente”, afirmó, antes de lanzar una lista de los que consideraba los puntos más bajos. Las acusaciones de que había robado una bufanda, los testimonios de que había dicho falsamente que era periodista y las informaciones de que lo apoyaban oligarcas rusos o chinos. Y, por supuesto, su pasado como “drag queen”.

“Fui ‘drag queen’ una vez en un maldito festival en Brasil, ¡y ahora tengo una carrera como ‘drag queen’!”, exclamó.

Se mostró especialmente preocupado por la afirmación de que había robado dinero destinado a beneficiar a un perro moribundo, y en repetidas ocasiones insistió en que nunca había conocido al hombre que lo acusaba del robo, y además afirmó tener pruebas de que no era de fiar. (El Times ha revisado mensajes de texto que parecen demostrar que, por lo menos, ambos habían estado en contacto).

Continuó criticando a las personas con las que Gold y yo habíamos hablado para nuestro artículo inicial, que, según él, contenía “un montón de errores fácticos y cronológicos”.

Apuntó a personas concretas del periodismo y la política que, según él, lo habían calumniado con historias inventadas que perdurarán para siempre en la prensa y las búsquedas en internet.

“Como periodista, y siendo franca, como la periodista que escribió el primer artículo sobre mí, ¿cómo te hace sentir eso?”, me preguntó.

Era una buena pregunta.

Nuestros reportajes sobre las irregularidades financieras y la recaudación de fondos poco ortodoxa de su campaña han sido objeto de seguimiento por parte de grupos de vigilancia gubernamental y de la policía.

Sin embargo, muy poca gente había oído hablar de Santos cuando Gold y yo empezamos a hacer llamadas. Dos meses más tarde, lo parodiaban en el programa “Saturday Night Live”, y de repente su vida estaba expuesta al ridículo y las amenazas.

Parte de la cobertura y los comentarios han adoptado un tono mezquino, con burlas por su aspecto y sexualidad. Ha recibido amenazas de muerte, la más virulenta de un hombre de Florida, descrito en los informes como un activista de los derechos de los homosexuales, que dejó a Santos un mensaje de voz en el que prometía golpearle “la cabeza con un bate” hasta que su cerebro salpicara la pared. El hombre, que también amenazó al marido de Santos y utilizó un insulto homofóbico, enfrenta ahora cargos penales federales en el Distrito Sur de Florida.

“Hemos tenido que defendernos”, comentó.

“Es horrible. Lo siento mucho, George”, le dije.

“Te contaré una anécdota de la que nadie habla”, replicó, antes de contarme que un día su sobrina de 5 años desapareció de un parque infantil en Queens y fue localizada 40 minutos después, gracias a una cámara de vigilancia, con dos hombres chinos.

Dijo que el incidente era objeto de una investigación policial activa, e insinuó de manera insistente que podría haber sido en represalia por su postura expresa contra el Partido Comunista Chino.

“¿Crees que fue China?”, pregunté, para aclarar.

“Mira, no quiero entrar en teorías conspirativas”, dijo. “Pero, ya sabes, si les queda el saco… ¿no?”.

En total, la primera llamada duró poco menos de 45 minutos. Estuve aturdida el resto del día preguntándome si todo había ocurrido realmente y por qué. ¿Fue la frustración lo que hizo que llamara o la curiosidad?

Había otra cuestión que también me inquietaba: su historia sobre el secuestro a manos del Partido Comunista Chino. Me puse en contacto con un colega que tenía contactos en la policía para saber más sobre la investigación.

Un alto mando de la policía me confirmó que habían llamado a los agentes y que habían investigado el incidente. Pero no encontraron pruebas de la implicación del Partido Comunista Chino ni de secuestro alguno.

“No encontramos nada en absoluto que sugiera que sea cierto”, señaló el funcionario. “Yo me inclinaría a pensar que se lo inventó”.

Demasiado tiempo callado

Inicié la segunda llamada una semana después, cuando me contestó de camino a un refugio para inmigrantes frente al Centro Psiquiátrico Creedmoor de Queens, donde semanas antes había participado en una protesta.

La aparición formaba parte de una estrategia posterior a la acusación para llamar la atención de cualquier forma posible —conferencias de prensa, espacios en Twitter, protestas, incluso una reunión con residentes del distrito que representa—, para hablar de cualquier cosa menos de sí mismo.

Tras algunos saludos, entramos en materia.

“¿Qué necesitas de mí?”, me preguntó.

Le dije que me preguntaba por qué me había llamado la semana pasada.

“Es una gran pregunta”, respondió. “Es porque ahora estoy corriendo hacia ustedes, no huyendo de ustedes”.

Había estado callado demasiado tiempo, me dijo, y había permitido que se arraigaran narrativas falsas. El problema era que, ahora que tenía tiempo, le costaba llamar la atención.

“Mi nombre no atrae tantos clics como lo hacía en enero o febrero”, dijo con sarcasmo.

Pronto llegó a su destino y se despidió de mí con amabilidad.

No obstante, me volvió a llamar esa misma tarde para asegurarse de que habíamos terminado la conversación. Durante las semanas siguientes, me llamaría algunas veces más para hablar de las maniobras políticas del día y enfurecerse con sus críticos, muchos de los cuales, según él, no estaban libres de reproche.

Mi mujer llegó a conocer su voz al otro lado del teléfono. Cuando llamaba, ponía los ojos en blanco, sabiendo que lo que estuviéramos haciendo tendría que esperar. George estaba llamando.

Santos se defiende

En la mayoría de nuestras conversaciones, Santos se mantuvo positivo de manera feroz e incluso implacable. Pero no todo el tiempo.

“Literalmente, tiré toda mi vida al retrete y tiré de la cadena para que me eligieran”, me dijo, añadiendo rápidamente que lo volvería a hacer.

Bueno, no todo.

En su opinión, solo es culpable de haberse rodeado de la gente equivocada. Reparte la culpa entre consultores traicioneros y asistentes de campaña sin escrúpulos.

Samuel Miele fue acusado en agosto de hacerse pasar por un miembro del personal del expresidente de la Cámara de Representantes, Kevin McCarthy, durante llamadas para recaudar fondos en nombre de Santos.

Santos no ha sido acusado por ese engaño y subraya que despidió a Miele en el “nanosegundo” en que se enteró.

Está más resentido por la fractura de su relación con la tesorera de su campaña, Nancy Marks.

Santos sostiene que Marks es la culpable de todos y cada uno de los problemas financieros de la campaña. Sostiene que él fue su víctima, como receptor de un asesoramiento criminalmente negligente en el mejor de los casos y de malversación de fondos en el peor.

“Nunca tuve firma en ninguna cuenta bancaria”, aseguró en una ocasión, haciendo énfasis con groserías. “No tenía poder, ni tarjeta, para ir al banco y decir: ‘Dame cinco dólares’”.

Insiste en que la mayoría de los cargos federales contra él son una compilación de errores y malentendidos, muchos de ellos causados por la deshonestidad o incompetencia de su tesorera.

“Estoy dispuesto a demostrar mi inocencia”, me dijo. “La gente cree que me van a aplastar. Pero no, porque voy a demostrar mi inocencia”.

Marks ha complicado ese plan. A principios de este mes, se declaró culpable de un cargo de conspiración y afirmó que ella y Santos presentaron informes de campaña falsificados con donaciones ficticias y un falso préstamo personal de 500.000 dólares de Santos a su campaña.

En una de nuestras conversaciones, antes de la acusación de Marks y su segunda ronda de cargos, le pregunté por los préstamos y si le preocupaba que ella pudiera testificar contra él.

“Todo el dinero es legítimo”, me aseguró. “Todo el dinero procede de mí, y punto”.

En una conversación posterior, intentó aclarar que solo el momento era incorrecto. Dijo que hizo el préstamo de 500.000 dólares a su campaña en septiembre y octubre de 2022. Por qué los informes financieros de la campaña indicaban que el préstamo se había hecho antes, en marzo, solo Marks lo sabía, aseguró.

Sonaba posible. Tal vez los préstamos, al igual que el gato de Schrödinger, podrían ser falsos y reales al mismo tiempo, si el dinero había llegado en algún momento después de marzo de 2022.

También era posible que Santos me estuviera mintiendo a la cara.

Era extrañamente convincente en nuestras conversaciones. Pero igual de extraña era la disonancia cognitiva de ser engañada de manera tan descarada.

Me llegó a recordar un poco al Coyote de los dibujos animados cuando corre hacia un acantilado y logra evitar la caída por un momento, mientras sus piernas se siguen moviendo suspendidas en el aire.

Algo en qué creer

En una de nuestras primeras conversaciones, le comenté a Santos que, durante gran parte del año pasado, el Times me había pedido que dejara de lado mi cobertura habitual del gobierno estatal para darle cobertura a él.

En llamadas posteriores, Santos sacó el tema varias veces y me reprendió por aspectos en los que consideraba que mi trabajo era deficiente, como cuando me tomé unos días libres a principios de mes y me perdí su escándalo mediático en el que estuvieron implicados un activista judío por la paz y un bebé no identificado.

“Descansaste en la semana equivocada”, me dijo. “Ayer tuve un absoluto colapso existencial de ira, algo de lo que nunca hago gala”.

El hombre se había acercado a Santos en la Cámara mientras sostenía al bebé no identificado y le preguntó al congresista qué estaba haciendo respecto a los bombardeos de Israel en Gaza. Las cosas se recrudecieron rápidamente. Santos, un firme defensor de Israel que ha hecho afirmaciones discutibles sobre tener ascendencia judía, no tardó en gritarle al hombre “escoria humana”.

Dijo que se había sentido acorralado y vulnerable porque llevaba un bebé en brazos. “Me dio miedo”, relató.

Me acordé de una de nuestras primeras conversaciones, cuando le pregunté si alguna vez se plantearía dimitir, solo para que cesara la atención circense.

Descartó la idea al instante.

No solo tenía que mantener a su familia, dijo, sino que le encantaba ser diputado. Le encantaba trabajar con la gente. Y de todas las cosas que ha dicho, esa es la más creíble.

A pesar de haber sido excluido de comisiones de la Cámara y rechazado por gran parte de su comunidad local, Santos ha seguido adelante y ha presentado más de 40 proyectos de ley.

Ha pronunciado decenas de discursos en el pleno de la Cámara y ha asistido a actos locales con la esperanza de que tal vez, si mantiene su mensaje, llegará un día en que la gente dejará de preguntarle si robó el dinero de un perro moribundo.

¿Y por qué no? Desde muy pequeño, ha estado creando una vida como esta para sí: una vida de trascendencia y poder. Ahora que la ha conseguido, ¿por qué dejarla?

“Dejar el cargo no acabará con eso; me perseguirá el resto de mi vida”, me dijo en aquella primera llamada.

Aunque dimitiera, es poco probable que sus problemas legales desaparecieran. Uno de los cargos más recientes, usurpación de identidad con agravantes, conlleva una condena mínima obligatoria de dos años. Su comparecencia por los nuevos cargos está prevista para finales de este mes.

Dimitir tampoco aliviaría la carga que supone ser George Santos: sus hazañas son alimento de la prensa sensacionalista y su nombre, un chiste. De hecho, alejarse de los reflectores no le ayudaría mucho, sobre todo si quiere seguir siendo el centro de atención.

“En el cargo tengo una plataforma”, me dijo. “Tengo una voz”.

Cuando le dije a Santos que escribiría un reportaje sobre nuestras conversaciones, reaccionó con enfado. Intenté asegurarle que seríamos justos y que el artículo podría servir para su propósito: dar a conocer su auténtica voz.

Me dijo que no volvería a dirigirme la palabra.

c.2023 The New York Times Company