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El Metro de la CDMX, el mal necesario que refleja a los chilangos tal y como son

Metro de la Ciudad de México durante diciembre de 2020. (ALFREDO ESTRELLA / AFP)
Metro de la Ciudad de México durante diciembre de 2020. (ALFREDO ESTRELLA / AFP)

Compras tu boleto o recargas tu tarjeta. Todo listo: espera un viaje impredecible. El Metro es eso: tratar de adivinar cuál será la novedad del día. No existe pasaje ni rutina que valga. Siempre hay algo por descubrir, para lo bueno y malo. ¿Te has puesto a pensar que cada vez que entra por esa puerta ves rostros totalmente distintos a los que viste ayer, a los que verás mañana, a los que habrías visto si te hubiera subido un vagón antes o uno después?

Vas a pelear por un asiento, como dicta los cánones que debe hacerse, porque los cincuenta minutos de trayecto no pueden tolerarse de pie: hay que ganar un lugar y entrar a máxima velocidad. Quizá el grado de madurez más amplio del que puede gozar un chilango tiene que ver con admitir que viajar sentado, en realidad, no hace mucha diferencia. Nada que no puedan remediar los nuevos trenes, los que traen unión entre vagones: a recargarse en la pared de la unión y disfrutar del viaje.

Porque aquí hay de todo: algo diferente todos los días en una suerte de variación infinita de lo aparentemente repetitivo. Cómo no reconocer a quienes se aventuran a leer dentro del Metro. El mero hecho ya constituye un acto de valentía: tratar de mantener de la concentración en un contexto que invita a la locura total. Luego, viene la parte física: ¿cómo hacen para tener compostura y no dejar caer el libro en medio de ríos de gente? Y hay algo más: quien lee en el Metro, se sabe, lo hace por amor al arte. Las lecturas de tarea, obligatorias, se pueden postergar para después porque lo último que se quiere hacer en el Metro es extender el clima de caos que reina en las escuelitas de la capital.

En el Metro conviven y se agrupan todos los Méxicos. Por cinco pesos (y teniendo mucha paciencia) puedes salir desde Los Reyes Acaquilpan, en el Estado de México, y llegar hasta San Pedro de los Pinos. Y viceversa. Hay líneas del Metro que, de hecho, atraviesan arterías financieras y sociales de la capital para, después, aproximarse a los márgenes de la ciudad, ahí donde Dios no llega.

Y ni hablar de los puestos ambulantes que tantas estaciones han inundado. Parece increíble, pero cada pasillo de STC es o ha sido un minimercado. Ciertamente la presencia de estos vendedores representa un riesgo, y por algo se han emprendido arduas campañas para su desalojo, pero muy en el fondo, sabemos que ya son parte del Metro, dan un poco de colorido y eso siempre se agradece en cualquier día gris. Además, ¿quién no ha comprado un disco pirata en el Metro o dos bubulubus por cinco pesos?

Sortear el Metro y sus caminos no es tares fácil para nadie. Por eso casi todo mundo, hoy en día, se esconde en la profundidad de sus audífonos. Vaya invento maravilloso el MP3: llevar canciones a todos lados y perderse en los pensamientos propios mientras el cuerpo se contorsiona de manera inaudita para permanecer de pie entre empujones.

En el Metro se sintetiza lo peor y lo mejor del país. Las peleas absurdas que se hacen virales en cuestión de minutos, las discusiones sobre el destino político del país, las inundaciones que inflaman la creatividad de los usuarios. Todo sucede en esos trenes ultramodernos que, de repente, pegan el frenón y mandan a más de uno de cara. ¿Qué se le va hacer? Es el Metro, tan inevitable como odiable y querible. Basta con ver cómo son nuestro días sin él. Tan solo hoy, que la Línea 1 está siendo remodelada, el caos no ha tenido punto de comparación. El Metro de la Ciudad de México nunca no es indiferente. Habrá que preocuparse el día que eso pase.

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