El hospital pediátrico de Venezuela donde los niños corren el riesgo de morir

María Laura Chang vía La vida de nos – Caracas, Venezuela (FOTOS: JUAN PABLO BELLANDI)

El J.M. de los Ríos es el hospital pediátrico con más tradición en Venezuela. A principios de año se supo que sus tanques de agua estaban contaminados. De esa agua se sirve el servicio de Nefrología. En diciembre, tocaba hacerle mantenimiento a las máquinas de la sala de hemodiálisis, no lo hicieron y continuaron dializando a los niños como siempre. Cuatro de ellos han muerto en dos meses. Liliana tiene allí a su hijo Deyvis, de 6 años, y teme por su vida.

(Foto: JUAN PABLO BELLANDI)
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Deyvis Román tiene 6 años pero aparenta menos. Es moreno, no llega a 1,20 metros de estatura y su madre asegura que pesa 13 kilos 800 gramos. Cuesta creerlo de tan menudo que es. Concentrado, juega con sus carritos sobre la camilla del hospital. Solo lo interrumpe el tono polifónico del celular. Más tarde pide agua. La sed lo inquieta.

Es paciente renal y está internado en el J.M. de los Ríos, el hospital pediátrico con más tradición en Venezuela. Allí, médicos, enfermeras, familiares y pacientes han visto, uno a uno, a cuatro niños morir por un brote de bacterias en la sala de nefrología. Con el corazón sobresaltado, temerosas, las madres de los niños no dejan de preguntarse quién será el próximo.

Deyvis debe dializarse tres veces a la semana. Para ello tiene un catéter que sobresale por su cuello. A través de esa manguera se conecta una y otra vez con una máquina que hace las veces de sus riñones. En teoría ese aparato debe limpiar su sangre y su organismo de impurezas. En teoría, ese aparato debe mantenerlo con vida. En teoría.

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Liliana recuerda que el primero de los catéteres de su hijo lo tuvo en la pierna derecha. Estaba conectado a dos vías que sobresalían fuera de su cuerpo como alas de mariposa. Por una expulsaba lo tóxico y por la otra entraba lo oxigenado. La primera sesión de hemodiálisis, en noviembre de 2015, le iluminó el semblante.

(Foto: JUAN PABLO BELLANDI)
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Falta de mantenimiento

El Servicio de Nefrología del Hospital José Manuel de los Ríos, en Caracas, atiende a unos 30 niños de todos los rincones de Venezuela. Es el único centro público que cuenta con la maquinaria necesaria para realizar hemodiálisis a bebés o niños que pesen 10 kilos o menos. Los aparatos fueron donados hace varios años y, entre ellos, hay una máquina de ósmosis cuya función es procesar el agua que será utilizada en el área. Todos esos equipos deben recibir mantenimiento cuatro veces al año.

En el último trimestre de 2016, un grupo de expertos de la Universidad Simón Bolívar visitó las instalaciones para evaluar su infraestructura, y constató que el centro de salud funciona a menos de 30% de su capacidad. Entre los resultados, alarmó la contaminación de los tres tanques de agua que surtían a diversos espacios, entre ellos al Servicio de Nefrología. Hasta partículas de heces fecales se llegaron a encontrar dentro de los estanques.

En diciembre tocaba hacerle mantenimiento a la planta de ósmosis, pero no hubo presupuesto para tal fin. Se dejó pasar y continuaron dializando a los niños como siempre. Las complicaciones no tardaron en llegar.

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En febrero de 2017, un primer brote de la bacteria estafilococo atacó, al menos, a nueve pacientes del servicio. El diagnóstico se agravó porque algunas madres no contaban con los recursos económicos suficientes para realizar la prueba de sangre. En el laboratorio del principal hospital pediátrico del país no había materiales ni reactivos para despejar sus dudas.

(Foto: JUAN PABLO BELLANDI)
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Todo comenzó por Deivis

Liliana y su hijo cumplirán cuatro meses en una habitación que comparten con otro niño y otra madre. Y con los familiares de ellos, que constantemente van a visitarlos y pasan tardes enteras escuchando radio, o viendo algún programa en el pequeño televisor que comparten.

Son muchas semanas sin estar en su casa, en Ocumare del Tuy, una localidad a 73 kilómetros de Caracas. Su hogar está vacío casi todo el día. Su otra hija, de 10 años, ahora vive con la abuela, quien la cuida mientras tanto. Su esposo llama continuamente para saber sobre la salud de su pequeño, pero poco se le ve: debe trabajar mucho para mantener a la familia.

Liliana, cuando puede, teje bolsas plásticas para darle forma a carteras y estuches que se esfuerza en vender. Con el dinero que recibe por sus manualidades compra medicamentos para su hijo, o insumos básicos que escasean en el hospital: guantes, gasas, yelkos, inyectadoras. Últimamente lo gasta en exámenes médicos.

En abril, Deyvis estaba sentado en la máquina de hemodiálisis que le correspondía ese día. Como en oportunidades anteriores, la enfermera le advirtió:

–Espera tranquilito, no te muevas mucho y descansa.

El niño obedeció, pero luego de 34 minutos conectado empezó a sentirse extraño. La cabeza, pequeñita, le dolió intensamente. Su cuerpo, débil, ardía en fiebre y su estómago no aguantó: al ponerse de pie, vomitó lo poquito que había almorzado. Regresó a su asiento. Estaba demasiado agotado para llorar.

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La reacción, supo después Liliana, era producto de la infección que había pescado. Fue el primero de los 18 niños que se contagiaron de bacterias mucho más tenaces que el estafilococo durante aquella semana. Encendidos en fiebre, sufriendo dolores y con gran debilidad, uno tras otro fueron hospitalizados.

(Foto: JUAN PABLO BELLANDI)
(Foto: JUAN PABLO BELLANDI)

Raziel fue el primero en morir

Klebsiella y pseudomona son los nombres que llevan los agresivos microbios que entraron al cuerpo de los pequeños. Para atacarlas, es vital un tratamiento riguroso con antibióticos de largo espectro. El que había disponible en el hospital, Meropenen, estaba vencido desde hacía dos años. Esto no impidió que lo administraran. A todo riesgo las madres lo autorizaron, porque no había manera de comprarlo por otro lado.

Pero a Raziel Jaure no le dio tiempo, siquiera, de cambiar de tratamiento. Murió el miércoles 3 de mayo de 2017. Tenía poco más de una semana hospitalizado. Su fallecimiento sería el primer golpe del mes más triste que vivirían muchos en ese hospital. A sus 11 años, el niño no aguantó y perdió la batalla contra la enfermedad, contra la falta de medicamentos, contra la bacteria.

El lamento creció ocho días después cuando un segundo niño, Samuel Becerra, dejó de respirar.

Las bacterias se convirtieron en superresistentes. Organizaciones, fundaciones y privados se movieron rápidamente para conseguir nuevas medicinas, mientras del lado del hospital se negaban a admitir responsabilidad alguna en las muertes de Raziel y Samuel. Enviaron a un grupo de personas del Instituto Nacional de Higiene para saber el porqué del brote infeccioso y, posteriormente, contrataron a una empresa purificadora que evaluó cómo podía aligerar la contaminación del agua. Optaron por unas pastillas de cloro que introdujeron en el tanque principal.

Dilfred Jimenez, el paciente más antiguo de hemodiálisis, murió el 22 de mayo a sus 16 años. Por dentro, Liliana moría de angustia pensando que el próximo podía ser su Deyvis.

Los padres de los niños más grandes se movieron de inmediato para conseguir un cupo en la sala de hemodiálisis de otro hospital. Pero los 13 kilos 800 gramos de Deyvis estaban demasiado cerca del límite. Las hermanas de Liliana se enteraron de que en la mayoría de los hospitales admitían a quienes pesaran más de 30 kilos.

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Los niños le agarraron pavor a la diálisis. Ahora se resisten y lloran antes de entrar a la sala. Los que están limpios temen contagiarse, y los que tienen bacterias, temen empeorar.

Este 25 de junio, la familia de Nefrología se enlutó por cuarta vez desde que empezó el brote más mortal. Daniel Laya, un bebé de 2 años, murió tras complicaciones con su catéter intracardiaco, infectado con las bacterias. A raíz de su fallecimiento, el Ministerio Público designó un fiscal para las investigaciones. Y ordenó el cierre de la sala de Nefrología, pero esto no ha sido acatado porque no hay otro sitio donde dializar a los niños.

–Ninguna bacteria va a decidir hasta cuándo vivirá mi hijo –dice Liliana para darse ánimo –. Solo Dios sabe hasta cuándo va a resistir Deyvis.

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