EEUU y China: Dos países en busca de una vía de escape a las tensiones sobre Taiwán | Opinión

Seamos claros: el viaje de Nancy Pelosi a Taiwán no fue una gran oportunidad para mostrar el apoyo de Estados Unidos a la isla; no escarmentó a Beijing para que ejerciera una mayor moderación hacia Taipéi.

Por el contrario, innumerables especialistas en política exterior y en China predijeron que produciría una reacción china coercitiva importante, probablemente sostenida, que profundizaría nuestro actual deslizamiento hacia el conflicto en la relación entre China y Estados Unidos.

Y eso es exactamente lo que está ocurriendo ahora.

El viaje de Pelosi a Taiwán fue una maniobra, probablemente pensada como un último esfuerzo antes de dejar el cargo de presidenta de la Cámara de Representantes, diseñado para cimentar su legado como dura opositora a China y defensora de los derechos humanos.

Bien por ella. El único problema es que, al viajar a Taiwán, dio a Beijing una oportunidad ideal para ejercer un simulacro de fuerza combinada de un ataque a cada uno de los puertos de Taiwán y poner prácticamente el último clavo en el ataúd de la política estadounidense que ha ayudado a mantener la paz en Asia durante décadas: la política de una sola China.

Como resultado directo del viaje de Pelosi, Beijing creó seis zonas de cierre marítimo y aéreo alrededor de la isla, cada una en un lugar estratégico cerca de los puertos de Taiwán; empezó a disparar misiles en esas zonas, algunos directamente sobre Taiwán; desplegó dos grupos de combate de portaaviones desde el norte y el sur hacia la isla; cerró numerosos sitios web gubernamentales y comerciales en Taiwán y suspendió exportaciones e importaciones críticas hacia y desde Taiwán.

Esto hace que la última gran crisis de esta naturaleza, la del Estrecho de Taiwán de 1995-1996, parezca bastante suave en comparación, y sin duda habrá más. China tiene mucha más capacidad, y por tanto opciones, para crear dolor y tensión en Taiwán y preocupación en Washington. Y Estados Unidos no podrá detener con éxito este proceso, como lo hizo la última vez, desplegando dos grupos de combate de portaaviones propios en la zona y desplegando una dura retórica.

Hoy, lo que está en juego es mucho más importante que en 1995-1996. La relación chino-estadounidense es mucho más tensa. En Washington se considera a China como un Estado hambriento de poder, que busca apoderarse de Taiwán para dominar Asia; desde Beijing, se considera que Estados Unidos debe defender su erosionada primacía en la región manteniendo a Taiwán lejos de China. Ambas partes ven a Taiwán en términos estratégicos ominosos, lo que sugiere que ninguna de ellas está dispuesta a hacer concesiones o a esforzarse por llegar a un acuerdo mutuo o a una salida clara.

Por el contrario, ambos parecen pensar que solo los niveles interminables de disuasión militar y las amenazas evitarán un conflicto, con pocas garantías, si es que hay alguna, respecto a la política de una sola China o al compromiso de Beijing con la unificación pacífica.

Estos no son los ingredientes de una paz estable. El aumento de las tensiones pudiera hacer que Beijing incremente constantemente su presión sobre Taiwán, estableciendo un nuevo statu quo de confrontación constante y exigencias de concesiones; en respuesta, Estados Unidos pudiera aceptar las exigencias que ahora emanan del Congreso y de otros lugares para declarar a Taiwán como aliado no perteneciente a la OTAN y desplegar fuerzas estadounidenses cerca de Taiwán, y quizás allí mismo, de forma más o menos permanente.

Esta es una receta para el conflicto y el desastre. ¿Cuál es el objetivo aparente de seguir avanzando por este peligroso camino? Por supuesto, tanto Washington como Beijing consideran que Taiwán es, en mayor o menor medida, un interés vital para la seguridad nacional, vinculado al nacionalismo chino y a la legitimidad del régimen en Beijing y a la credibilidad de la palabra de Estados Unidos en Washington. Pero ninguna de las dos naciones tiene el imperativo de “resolver” la cuestión del estatus de Taiwán a riesgo de una gran conflagración que pudiera llegar a una guerra nuclear. Pero sí tienen el imperativo de neutralizar el asunto en la medida de lo posible como fuente de conflicto.

Así que, en lugar de caminar como sonámbulos hacia el conflicto, Beijing y Washington tienen que despertarse, ponerse las pilas, encontrar dos interlocutores de alto nivel que tengan cierta credibilidad en ambas partes (como Hank Paulsen y Henry Kissinger o Dai Bingguo o Cui Tiankai) y empezar a discutir las vías de salida, en las que ambos muestren cierta disposición a hacer concesiones.

Las alternativas –una interminable y cada vez más precaria carrera armamentística y de política de riesgo calculado, o un conflicto supuestamente limitado destinado a inculcar la cautela en ambas partes– plantean riesgos mucho mayores.

Michael D. Swaine es director del Programa de Asia Oriental del Quincy Institute for Responsible Statecraft.

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