Donald Trump y el permiso global para atacar a periodistas
“¡Ustedes son los próximos, esto es culpa suya!”, “¡Fake news!”. La periodista Sofía Cai, de Axios, relató así los escalofriantes momentos que vivieron ella y Alayna Treene, de CNN, el 13 de julio pasado, cuando estaban cubriendo el fatídico acto en Pensilvania en el que Donald Trump fue herido de bala en una oreja. Tuvieron que buscar refugio debajo de las sillas y fueron rescatadas por guardias de seguridad.
“¡A ustedes también les va a llegar la hora!”, escuchó James Pindell, de The Boston Globe, en ese mismo momento, y decidió ocultar sus credenciales de prensa para escapar de una turba que gritaba obscenidades.
“Son el enemigo del pueblo”, reiteró Trump, por enésima vez, a principios de septiembre en un acto de campaña en Johnstown, Pensilvania, y celebró como “hermoso” el momento, minutos después, en el que un hombre enajenado irrumpió violentamente en el área de prensa. “Él está de nuestro lado”, le dijo al público, y aplaudió. Ya en el sangriento asalto al Capitolio, el 6 de enero de 2021, uno de los principales blancos de la violencia fueron los periodistas. Los simpatizantes de Trump incluso escribieron en las puertas del Capitolio: “Muerte a los medios”.
Las palabras importan. Y mucho más cuando provienen de las máximas autoridades políticas de un país: es un megáfono que se propaga.
Pero, ¿qué hace falta para que la retórica exaltada y los insultos contra medios y periodistas enciendan la mecha de la violencia? Apenas una chispa.
Oliver Darcy, que hasta hace unas semanas era el columnista de medios de CNN, considera que las elecciones del próximo mes en Estados Unidos representan la mayor amenaza en una generación para la prensa norteamericana. Trump lo ha dicho abiertamente: si vuelve a la Casa Blanca usará todos los recursos para vengarse de los medios. Será incluso más agresivo que en su primer mandato, al punto de encarcelar a periodistas para forzarlos a que revelen sus fuentes. Ayer dio otra señal: dijo que la cadena CBS debería ser “clausurada” porque no le gustó cómo fue editada la entrevista que le hicieron a su rival, Kamala Harris.
“Es importante que los periodistas en Estados Unidos se preparen para el peor escenario posible”, afirmó a LA NACION Katherine Jacobsen, autora de un exhaustivo informe del Comité para la Protección de Periodistas (CPJ) difundido la semana pasada. El trabajo cita un relevamiento del US Press Freedom Tracker, según el cual hasta el mes pasado los ataques a periodistas vinculados con su trabajo aumentaron más de 50% en Estados Unidos, de 45 a 68. “Teníamos esperanzas de que la situación mejorara bajo el gobierno de Joe Biden, pero no fue así”.
El informe apunta al legado de Trump como el factor desencadenante del ambiente hostil y corrosivo hacia la prensa, que incluye violencia, presión judicial, ataques policiales y agresiones online. Esto incluso ha llevado a discusiones dentro de las redacciones y en las empresas de medios sobre cómo reforzar la seguridad. El informe va más allá: advierte que estas agresiones e insultos a los medios cruzan fronteras y envalentonan a líderes y a aspirantes a autócratas en todo el mundo. La Argentina es apenas un ejemplo.
“Es una olla a presión como nunca vimos en la historia de los medios en Estados Unidos”, coincide Bruce Shapiro, director del Centro Dart para Periodismo y Trauma, de la Universidad de Columbia.
Trump nunca ocultó sus intenciones. “¿Saben por qué lo hago? Para desacreditarlos a todos ustedes y para degradarlos, así cuando escriben historias negativas sobre mí, nadie les cree”, le dijo, sin medias tintas, a Lesley Stahl, de CBS. Fue en 2018.
La frase de Trump es más que reveladora de su estrategia: se trata de la mejor explicación de por qué nació hace ocho años el ya infame “fake news”. Según relató en su célebre e inusual columna en The Washington Post el editor y director de The New York Times, Arthur Sulzberger, alrededor de 70 países de seis continentes han promulgado leyes sobre “noticias falsas” que sirven para que los gobiernos puedan castigar al periodismo independiente. Es decir, Trump alentó, indirectamente, a otros líderes a gritar “fake news” cuando lo que se publica no es de su agrado.
¿Qué viene en Estados Unidos si ganara Trump en noviembre? O, incluso más peligroso: ¿qué viene si Trump perdiera por poco frente a Harris y se negara a reconocer la derrota, como muchos temen? Será, sin dudas, un noviembre oscuro.
“Con su feroz retórica contra los medios, Trump creó una suerte de estructura de permiso para ser violentos con los periodistas. Dio vía libre para atacar a los medios desde las más altas estructuras. Él parece decir: ‘está bien tratar a los periodistas así, está bien denigrar a los medios’. Este tipo de comportamiento, que no tiene lugar en democracia, se puede replicar muy fácilmente en otros países”, afirma Jacobsen.
Ruth Ben-Ghiat, historiadora y especialista en fascismo, coincide en alertar sobre los profundos riesgos de un eventual segundo mandato de Trump. “Todos los autócratas consideran que la prensa libre es el enemigo y recurren a ofensivas judiciales, encarcelamientos y otros métodos para silenciar a la prensa”, afirma. “El objetivo final es presionarlos para que se autocensuren”.
De China a Turquía, pasando por Rusia, Cuba o Venezuela, son varios los países que lideran los rankings mundiales de periodistas encarcelados o asesinados. Pero, sin llegar a ese extremo, hay un peligro mucho menos evidente y más extendido: un deterioro constante en la libertad de expresión a nivel global que Katherine Jacobsen califica como “un efecto rana en el agua caliente”.
“Durante mucho tiempo en Estados Unidos creíamos que esto solo pasaba en otros países. Hasta que nos dimos cuenta de cuánto había avanzado acá”, señala.
Tácticas contra los periodistas
En un artículo en la revista Foreign Policy, el profesor de política en Princeton University Jan Werner-Müller, autor del libro Democracy Rules, habla de la necesidad de comprender cómo una nueva generación de líderes autoritarios o aspirantes a autoritarios están perfeccionando el manual para controlar o silenciar periodistas. Aprenden unos de otros. Las tácticas, similares a las que mencionó en su columna Sulzberger, incluyen:
1) Una fuerte presión legal para amedrentar y socavar económicamente a los medios o los propios periodistas: la amenaza “ejemplificadora”.
2) Ataques sistemáticos, tanto verbales como en redes sociales, para desacreditar a los periodistas con el argumento de que son “tendenciosos”, sometiéndolos a una intensa presión política. “En última instancia, las agresiones online buscan intimidar a los periodistas, silenciarlos: es una forma discreta de censura”, coincide Jacobsen.
3) Ataques a la prensa como actor colectivo. Esto es, atacar a los dueños de las organizaciones o apelar al “divide y reinarás”: separar a los “buenos” de los “malos”. Según Werner-Müller, estos líderes dejan una ventana mínima para las críticas, especialmente en redes, para poder alegar que hay libertad de expresión. Es lo que se conoce como “plausibile deniability” (“negación plausible”).
4) No dar conferencias de prensa o elegir a periodistas afines para entrevistas, optando por comunicarse exclusivamente vía redes sociales, donde no hay preguntas incómodas o chequeo real de información. El neurocientífico Richard Sima, columnista de The Washington Post, lo explica así: “Cuanto más escuchamos alguna afirmación, cuanto más se repite una frase, más tendemos a creer que es cierta y más familiar nos resulta, sea verdad o mentira. Es el ‘efecto de verdad ilusoria’”.
Trump conoce muy bien este guion. Y aunque está lejos de haberlo inventado, lo perfeccionó: marcó un antes y un después para la prensa, en Estados Unidos y en el resto del mundo, con un efecto derrame.
Les presentó a los medios una verdadera encrucijada (nunca hubo tanta necesidad de tener grandes equipos de “fact checking”). En los inicios de la campaña, a muchos medios se los acusó de estar minimizando los riesgos que implica Trump para la democracia, algo que el politólogo Brian Klaas bautizó como la “banalización de la locura”.
Después fueron acusados de “complicidad” con la Casa Blanca para ocultar el deterioro de la salud de Biden. Y, tras el fatídico debate, de haber cruzado como un péndulo al lado contrario: de obsesionarse con su edad, al punto de que hubo varios editoriales para pedirle abiertamente que diera un paso al costado.
Aunque no es nuevo, en estos momentos se ha popularizado un término en relación a la cobertura periodística de la campaña de Trump: “sanewashing”. Es una tendencia que apunta a suavizar la radicalidad de una persona o de una idea para que sea más digerible o comprensible para las audiencias.
Es decir: si Trump pronuncia frases inentendibles o racistas, para publicarlas, los medios las “traducen”, enmascarando sus incoherencias, cosa de hacerlas más entendibles.
Se trata de un debate que recorre Estados Unidos y que también tiene sus lecciones globales. En el fondo, es una discusión sobre la calidad de la democracia, en un contexto en el que algunos líderes plantean abiertamente una batalla contra la libertad de prensa, pilar del sistema. Y con el riesgo de que las semillas del odio terminen encendiendo la chispa de la violencia.