La silenciosa guerra contra la libertad de expresión que puede llegar a Estados Unidos
El editor del diario The New York Times, A.G. Sulzberger, publicó hoy una columna de opinión en su principal competidor, el diario The Washington Post; a continuación, los principales conceptos
WASHINGTON.- Después de varios años fuera del poder, el exmandatario ha vuelto a ganar con una plataforma populista. Acusa a los medios de haberle costado previamente la reelección por la cobertura que hicieron de su anterior mandato. Desde su punto de vista, tolerar a la prensa independiente, con su insistencia en la verdad y la rendición de cuentas de los gobiernos, debilitaron su capacidad de manejar a la opinión pública. Y esta vez está decidido a no cometer el mismo error.
Su país es una democracia, así que no puede clausurar simplemente los diarios y meter presos a los periodistas. En cambio, se propone socavar a las empresas de noticias independientes de maneras más sutiles, con herramientas burocráticas, como las leyes impositivas, el otorgamiento de licencias de transmisión, o contrataciones del Estado. Mientras tanto, recompensa a los medios de prensa adictos con pauta oficial, exenciones impositivas y otros subsidios del Estado, y ayuda al empresariado amigo a adquirir otros medios de comunicación debilitados a precio de remante para que los conviertan en órganos difusores de su gobierno.
En apenas un par de años, en el país solo quedan pequeños bolsones de periodismo independiente, liberando al líder de tal vez el mayor obstáculo para su creciente autoritarismo. Ahora, los noticieros de la noche y los titulares de los diarios repiten como loros sus afirmaciones, por lo general totalmente despegadas de la verdad, ensalzando hasta el menor de sus logros mientras demonizan y desacreditan a sus críticos. “El que controla los medios de un país, controla la mentalidad de un país y a través de eso controla el país en sí mismo”, afirma sin ruborizarse el director político del mandatario.
Esa es la versión resumida de la forma en que Viktor Orban, primer ministro de Hungría, desmanteló con eficacia los medios de comunicación de su país, uno de los pilares centrales de su proyecto más amplio de transformar a su país en una “democracia iliberal”. Con la prensa debilitada, pudo guardar secretos, reescribir la realidad, socavar a sus rivales políticos, actuar con impunidad y, en última instancia, consolidar un poder sin controles, empeorando la situación de su nación y de su gente. Y esa historia se está repitiendo en todas las democracias del mundo en proceso de erosión.
Durante el año pasado, me preguntaron con insistencia si el diario The New York Times, donde trabajo como editor, está preparado para la posibilidad de que en Estados Unidos se adopte una campaña similar contra la prensa libre, a pesar de la orgullosa tradición de nuestro país de reconocer el papel esencial del periodismo para que exista una democracia fuerte y a un pueblo libre.
Y la pregunta no es disparatada. En su afán por volver a la Casa Blanca, el expresidente Donald Trump y sus aliados han declarado abiertamente su intención de redoblar sus ataques contra una prensa a la que ridiculiza desde hace años como “el enemigo del pueblo”. El año pasado, Trump prometió: “Los medios de comunicación de bajo perfil serán examinados al detalle por su cobertura deliberadamente deshonesta y corrupta de individuos, hechos y acontecimientos”. Y la amenaza de Kash Patel, alto funcionario de Trump, fue todavía más explícita: “Vamos a ir a contra ustedes, ya sea por la vía penal o civil”. Ya hay pruebas de que Trump y su equipo lo dicen en serio. Al final de su primer mandato, la retórica antiprensa de Trump –que contribuyó al aumento del sentimiento antiprensa en Estados Unidos y en todo el mundo– fue pasando sigilosamente de la amenaza a las acciones concretas.
Si Trump cumple su promesa de seguir con esa campaña de destrucción durante un eventual segundo mandato, sus embates probablemente reflejarán su abierta admiración por el manual de estrategias despiadadamente eficaz de líderes autoritarios como Orban, con quien Trump se reunió recientemente en Mar-a-Lago y a quien elogió como “un líder inteligente, fuerte y compasivo”. Recientemente, el actual compañero de fórmula de Trump, el senador J. D. Vance, también se deshizo en elogios hacia Orban: “Ha tomado algunas decisiones inteligentes que Estados Unidos podría tomar como ejemplo”. Uno de los arquitectos intelectuales de la agenda republicana, el presidente de la Fundación Heritage, Kevin Roberts, afirmó que la Hungría de Orban “no es solo un modelo de política exterior conservadora, sino EL modelo”. Aplaudido a rabiar por los asistentes a una conferencia política republicana celebrada en Budapest en 2022, el propio Orban dejó muy en claro lo que su modelo necesita: “Queridos amigos, debemos tener nuestros propios medios de comunicación”.
Para asegurarnos de estar preparados para lo que venga, con mis colegas nos pasamos meses estudiando cómo se fue gestando el ataque a la libertad de prensa en Hungría y en en otras democracias, como la India y Brasil. Los entornos políticos y mediáticos de cada país son diferentes, y las campañas contra la prensa han recurrido a tácticas y han tenido niveles de éxito disímiles, pero hay un patrón de acción contra la prensa que tiene hilos en común.
Estos nuevos aspirantes a dictadores han desarrollado un estilo más sutil que sus colegas de Estados totalitarios como Rusia, China y Arabia Saudita, que sistemáticamente censuran, encarcelan o directamente asesinan a los periodistas. En las democracias, los que intentan socavar el periodismo independiente suelen explotar debilidades banales —y por lo general nominalmente legales— de los sistemas de gobierno de cada país. Ese manual de acción suele tener cinco partes.
Crear un clima propicio para la represión de los medios, sembrando desconfianza en la opinión pública sobre el periodismo independiente y normalizando el acoso a los periodistas que lo integran.
Manipular el sistema legal y regulatorio —como los impuestos, la aplicación de la ley de inmigración y la protección de la privacidad de las personas— para castigar a periodistas y organizaciones de noticias que son percibidos como ofensivos.
Hacer una explotación de la Justicia, en general a través de causas civiles, para imponer sanciones logísticas y financieras adicionales al periodismo caído en desgracia, incluso con denuncias sin sustento legal.
Escalar los ataques contra los periodistas y sus empleadores, alentando a los partidarios del poder de otras partes del sector público y privado para que adopten esas mismas tácticas.
Utilizar los resortes del poder, no solo para castigar a los periodistas independientes, sino también para recompensar a quienes demuestran lealtad y sumisión al gobierno. Esto incluye ayudar a los seguidores del partido gobernante a obtener el control de los medios de prensa financieramente debilitados por todos los ataques antes mencionados.
Como queda claro en esta lista, esos líderes se han dado cuenta de que las medidas de represión contra la prensa son más efectivas cuando son menos dramáticas: no les conviene una película de suspenso, sino más bien un bodrio tan pesado e incomprensible que nadie quiera verlo.
Como alguien que cree firmemente en la importancia fundamental de la independencia periodística, no tengo el menor interés en meterme en política. No estoy de acuerdo con quienes sugieren que Trump representa un riesgo tan grande para la libertad de prensa que las organizaciones de noticias, como aquella para la que trabajo, deberían dejar de lado la neutralidad y oponerse directamente a su reelección. Renunciar a la independencia periodística por miedo a que más tarde nos la puedan quitar representa una total falta de visión. Nuestro compromiso en The New York Times es seguir apegándonos a los hechos y presentar un panorama completo, justo y preciso de las elecciones de noviembre y de los candidatos y los temas que presenten durante su campaña. El modelo democrático de nuestro país le asigna roles diferentes a cada una de sus instituciones: este es el nuestro.
Al mismo tiempo, sin embargo, y como representante de una de las principales organizaciones de noticias de Estados Unidos, me siento obligado a denunciar abiertamente las amenazas a la prensa libre, como mis predecesores y yo hemos hecho siempre con los presidentes de uno u otro signo político. Y lo hago desde aquí, desde las páginas de un estimado competidor, porque creo que se trata de un riesgo compartido por toda nuestra profesión y por todos los que dependen de ella. Poner de manifiesto esta campaña contra la prensa no implica aconsejarle a la gente cómo votar. El voto entraña innumerables cuestiones más cercanas al corazón de los votantes que la protección que merece mi profesión, que es ampliamente impopular. Pero el debilitamiento de la prensa libre e independiente importa, sin importar el partido político al que adscriba cada uno. El flujo de noticias e información confiable es fundamental para que un país sea libre, próspero y seguro para sus habitantes. Por eso es que a lo largo de la historia de Estados Unidos la defensa de la libertad de prensa ha sido un inusual punto de consenso entre ambos partidos mayoritarios. Como dijo una vez el presidente Ronald Reagan: “No hay ingrediente más esencial que una prensa libre, fuerte e independiente para seguir teniendo éxito en eso que los Padres Fundadores llamaron nuestro ‘noble experimento’ de autogobierno”.
Ese consenso hoy se ha roto. Y en proceso de elaboración hay un nuevo modelo que pretende socavar la capacidad de los periodistas de recabar información y difundirla libremente. Vale la pena conocer cómo funciona este modelo cuando se lleva a la práctica.
El modelo en la práctica
Un martes por la mañana de 2023, más de una docena de funcionarios indios irrumpieron en las oficinas de la BBC en Nueva Delhi y Bombay. A los sorprendidos periodistas y editores les ordenaron que se alejaran de sus computadoras y entregaran sus teléfonos celulares. Durante los siguientes tres días, los periodistas tuvieron prohibido el ingreso a sus propias oficinas, lo que permitió que el gobierno indio revisara sus archivos y dispositivos electrónicos. Pero más sorprendente que el allanamiento en sí fue que esos funcionarios no se identificaron como agentes de la ley, sino como auditores fiscales…
El gobierno del primer ministro Narendra Modi tiene un largo historial de llevar a cabo estas “encuestas impositivas”, como las llaman las autoridades, contra organizaciones de noticias independientes cuyos informes provocan la furia de su régimen. Y la ocasión en que se produjo el allanamiento permite discernir con facilidad qué lo desencadenó: el mes anterior, la BBC había publicado un documental que volvía a analizar las acusaciones de que Modi había tenido un rol en disturbios sectarios que terminaron con muchos muertos, un tema que el primer ministro ha tratado de mantener fuera del foco de atención de la opinión pública.
El gobierno de Modi argumentó que el allanamiento de las oficinas de la BBC no tenía nada que ver con el documental, sino que simplemente se trató de una medida normal de buena gobernanza: auditar los libros de una corporación para garantizar el cumplimiento del notoriamente complejo código tributario de la India. Pero el allanamiento les dio a las autoridades tres días de acceso a las computadoras y teléfonos de periodistas y editores, con el riesgo de dejar expuestas a fuentes confidenciales, y también fue un inequívoco mensaje de advertencia para cualquier denunciante futuro que tuviera intenciones de desafiar a Modi exponiendo sus conductas reprochables: si hablás con los periodistas, te vamos a ir a buscar y te vamos a encontrar. Muchos de esos disidentes han sido despedidos, condenados al ostracismo, hostigados y arrestados.
Hasta las leyes pensadas para apoyar un ecosistema de información saludable pueden ser manipuladas. En Hungría, el gobierno de Orban ha intentado tergiversar las normas de privacidad digital de la Unión Europea para bloquear las prácticas habituales del periodismo de investigación, como recurrir a bases de datos de acceso a la información pública.
Los norteamericanos tal vez estén acostumbrados a ver en la Justicia un garante de sus derechos y las libertades –como la libertad de prensa– contra este tipo de abusos y distorsiones de las leyes, pero las lecciones que llegan de otros países, como Brasil, nos recuerdan que el sistema judicial también puede ser mal utilizado para obstaculizar y encarecer el trabajo de los periodistas.
En Brasil, los frecuentes abusos del aparato del justicia por parte del expresidente Jair Bolsonaro y sus aliados han sido calificados de “acoso judicial”, con abogados que presentaban demandas ante jueces consabidamente hostiles a la prensa, y abrumando a los periodistas con causas judiciales superfluas para multiplicar sus costos de representación legal. El gobernador de un estado rural, aliado acérrimo de Bolsonaro, usó esas tácticas para perseguir a más de una docena de periodistas locales por informar sobre él, su familia y sus partidarios políticos, y también los demandó penalmente por sus acusaciones.
“Bolsonaro le abrió la puerta al odio hacia el periodismo, y dejó allanado ese camino para empresarios, abogados, gobernadores, y organizaciones no gubernamentales, entre otros”, dice Cristina Tardáguila, fundadora de Agência Lupa, un medio brasileño de verificación de datos. “Hay un empresario, gran admirador de Bolsonaro, que en los últimos tiempos ha presentado más de 50 demandas contra periodistas.”
Fake news
Han pasado solo ocho años desde que Donald Trump popularizó el término “noticias falsas” como un garrote para desestimar y atacar al periodismo que lo desafiaba.
De boca del presidente de los Estados Unidos, esa frase fue todo lo que necesitaban muchos aspirantes a autócrata. Desde entonces, alrededor de 70 países de seis continentes han promulgado leyes sobre las “noticias falsas” nominalmente destinadas a erradicar la desinformación, pero que muchas sirven básicamente para que los gobiernos puedan castigar al periodismo independiente. Bajo el imperio de esas leyes, los periodistas han enfrentado multas, arrestos y censura por informar, por ejemplo, sobre el conflicto separatista en Camerún, por documentar las redes de tráfico sexual en Camboya, por hacer una crónica de la pandemia de covid-19 en Rusia, y por cuestionar la política económica de Egipto. Y Trump ha defendido tenazmente todas y cada una de esas iniciativas, como lo hizo cuando en una conferencia de prensa conjunta le dijo públicamente a Bolsonaro: “Estoy muy orgulloso de oír al presidente utilizar el término ‘noticias falsas’.”
Ahora las cosas han dado un giro de 180 grados, y son Trump y sus aliados los que miran el ejemplo de Bolsonaro y sus secuaces en busca de inspiración y estudian las técnicas antiprensa que han perfeccionado en estos años. Y la eficacia de ese manual no debe ser subestimada. En Hungría, los aliados de Orban controlan ahora más del 80% de los medios de comunicación del país. En la India, Modi ha subvertido con tanto éxito a la prensa independiente –bloqueando informes sobre cualquier tema, desde protestas masivas contra su política económica hasta el maltrato a la minoría musulmana del país— que gran parte de los medio tradicionales son ridiculizados como “medios falderos.” Y no caigamos en el error de creer que este es un problema exclusivo de los periodistas: cada medio de comunicación debilitado repercute en toda la sociedad, enmascarando la corrupción, ocultando los riesgos para la salud y la seguridad públicas, restringiendo los derechos de las minorías y distorsionando el proceso electoral. La democracia en sí, aunque todavía intacta —como quedó de relieve con el avance de los partidos opositores en las recientes elecciones en la India—, es cada vez más tenue y está cada vez más condicionada.
En Estados Unidos, concebíamos a la prensa libre como un freno fundamental contra el retroceso democrático.
No nos engañemos: a ningún líder político le gusta el escrutinio de los medios ni tiene el prontuario limpio en materia de ataques a la prensa. Todos los presidentes norteamericanos desde la fundación del país se han quejado de las preguntas incómodas de los periodistas que tratan de mantener informada a la gente. Y eso incluye al presidente Joe Biden, que habla con entusiasmo de la importancia de la prensa libre, pero esquiva sistemáticamente los encuentros no programados con periodistas independientes, que le ha permitido evitar responder sobre su edad y estado físico. Pero incluso con un historial imperfecto, tanto los presidentes, legisladores y juristas republicanos y demócratas por igual siempre han defendido y ampliado las protecciones para los periodistas. Durante el último siglo, Trump se destaca por sus esfuerzos agresivos y sostenidos para socavar la prensa libre.
Y si necesitan más pruebas de que Trump apenas estaba calentando motores, basta con recordar los últimos días de su primer mandato, cuando su Departamento de Justicia confiscó en secreto los registros telefónicos de los periodistas de las tres organizaciones de noticias que más detesta: The New York Times, The Washington Post y CNN. Sin embargo, como en Hungría, Brasil y la India, muchas de las amenazas más perniciosas a la libertad de prensa en Estados Unidos probablemente adopten una forma más prosaica: un clima de acoso y escarnio públicos, causas judiciales con sanciones económicas, trabas burocráticas, todo destinado a debilitar aún más a medios de comunicación ya famélicos por años de dificultades financieras. Y esa lista no es alarmista ni especulativa.
La historia de las campañas contra la prensa en todo el mundo pone de relieve la crucial importancia de la libertad de prensa para la supervivencia de la democracia. El acceso a noticias confiables no sólo deja mejor informada a la opinión pública, sino que fortalece a las empresas y hace que las países sean más seguros. En vez de desconfianza y división, el periodismo libre infunde comprensión mutua y compromiso cívico, desentierra la corrupción y la incompetencia para garantizar que el bien y los intereses del país estén por encima del interés personal de cualquier líder ocasional. Todo eso es lo que corre peligro cuando se debilita a la prensa libre e independiente.
Traducción de Jaime Arrambide