Cayó Al-Assad: ¿tiemblan Maduro, los Ortega y Díaz-Canel?
Al siglo XXI le sobran sorpresas y traumas visibles. En apenas 24 años ya tuvo atentados terroristas devastadores, pandemias paralizantes, dos feroces recesiones globales, una crisis de inflación mundial, revoluciones regionales, oleadas autoritarias.
Tiene también dramas menos evidentes, pero igualmente decisivos. Uno en particular: sus guerras no terminan. En el siglo XX, la mayoría de los conflictos bélicos se cerraba con un acuerdo de paz, con una victoria o con un cese al fuego. Pero, fragmentados, el mundo, sus potencias y sus organismos internacionales perdieron la capacidad de resolver los problemas comunes y, con ella, la habilidad para acabar con las guerras.
El informe 2024 de Global Peace Index muestra que más del 60% de las guerras de la última década se convirtieron en conflictos de baja intensidad y persisten; ese número era, hasta la década pasada, siempre inferior a 40%. Otro dato del reporte explica ese fenómeno: los acuerdos de paz o de treguas son ya una rareza.
La guerra civil de Siria siguió precisamente ese camino. Entre 2011 y 2017, sacudió a Medio Oriente y el resto del mundo con sus muertos, sus desplazados, sus emigrantes y, con la nueva década, entró una etapa de baja intensidad. La integridad territorial apenas subsistió, pero Bashar al-Assad, el tirano de Damasco, sí lo hizo, gracias al socorro decidido de Rusia e Irán.
Y de repente, en apenas 10 días, el dictador sucumbió y el régimen implosionó. No fue súbito: los rebeldes islamistas del noroeste planeaban desde hacía un año el asalto a Damasco. Pero sí fue sorpresivo: en solo un puñado de días Irán y Rusia pasaron de ser pilares de la dictadura a retirarle sin explicaciones ni demora el apoyo. Sus propias guerras reclaman su atención activa, sus recursos y sus armas.
Hay otros males que en el siglo XXI persisten contra todo pronóstico, como las guerras de baja intensidad: las dictaduras, en especial las de América Latina, que sobreviven a elecciones, movilizaciones opositoras, bloqueos, aislamientos regionales. Nicolás Maduro, Daniel y Rosario Ortega y Miguel Díaz-Canel –heredero de los Castro- parecen inmunes a cualquier intento democrático, no importa cuán sistemático sea.
Por eso, la fuga de Al-Assad ilusiona a venezolanos, nicaragüenses y cubanos con un escenario de inesperada implosión en sus países. La trama y las coincidencias los esperanza: un dictador en apariencia blindado, aliados internacionales dispuestos a todo para sostenerlo y, con ello, su poder geopolítico y naciones en ruinas económicas.
La libre asociación no fue exclusiva de los opositores a esos regímenes. Hasta el propio Maduro lo pensó. “Nosotros estamos observando las circunstancias dolorosas del pueblo sirio. Ahora salen los descocados del extremismo fascista para pedir que en Venezuela se arme la guerra civil”, dijo hace algunos días el presidente venezolano.
¿Tiembla Maduro al pensar en Al-Assad? ¿Pueden él y sus amigos del ALBA caer en apenas días después de años de resistir la ofensiva democrática? ¿Se replegarán Irán y Rusia, debilitados por sus guerras con Israel y Ucrania, también de Venezuela, Nicaragua y Cuba? Dos estimaciones muestran que el futuro de esos dictadores no está asegurado, pero tampoco es tan precario como era el de Al-Assad hace 10 días.
1. Los dueños de la violencia y de las armas
Rusia e Irán apenas ocultan sus vínculos con Venezuela, Nicaragua y Cuba. Son lazos estratégicos porque les permiten a ambos usar esas naciones como trampolines al resto de América Latina y porque marcan presencia a un puñado de miles de kilómetros de su gran enemigo, Estados Unidos.
La sociedad tiene dos pilares, la seguridad y la economía, y ya es tan estructural que se transformó en una línea de vida para Maduro, los Ortega y Díaz-Canel. Es esencial, pero no tanto como lo era la sociedad con Teherán y Moscú para Al-Assad.
Hacia el final de la década pasada, Irán y Rusia salieron al rescate del ex dictador sirio cuando sus fuerzas armadas están rodeadas por los varios grupos rebeldes que combatían. Con un despliegue proyectado desde sus dos bases en la provincia de Latakia, Rusia proveyó la ofensiva aérea. Con militantes-soldados de Hezbollah y comandantes de la Guardia Revolucionaria, Irán se hizo cargo de la embestida terrestre. Y el régimen se salvó, refugiado en Damasco, parte de Alepo y otras ciudades importantes. El resto del país se dividió, sobre todo el norte, entre kurdos, rebeldes apoyados por Turquía o por Estados Unidos y extremistas islámicos. En pie de guerra, todos compartían el enemigo: el gobierno central.
La división del país no era nueva, todo lo contrario. Siria como país es un producto de la segunda mitad del siglo XX. Antes había sido un grupo de regiones que pasaron de ser controladas por el imperio otomano a estar bajo mandato francés luego de la primera guerra mundial.
Esas diferencias étnicas, religiosas, políticas y geográficas resurgieron con la guerra civil y alimentaron el odio a Al-Assad y su gobierno alauita.
Al-Assad mantuvo la presidencia de Siria, pero no el monopolio de las armas y de la violencia en una nación de casi inexistente cohesión histórica. Eso, en definitiva, fue el germen de su final.
La relación de Venezuela, Nicaragua y Cuba con Rusia e Irán es también estratégica, pero la dependencia es menor. Rusia e Irán aportan a esas tres naciones ingredientes necesarios para la seguridad y la supervivencia del régimen: armas (los sistemas antiaéreos rusos y los dones iraníes, por ejemplo), entrenamiento, comandos especiales y protocolos de inteligencia y tortura y manuales antidisidencia.
A diferencia de Siria, cuyo Ejército tenía poco peso, el cerrojo militar que agobia a venezolanos, nicaragüenses y cubanos es dominado por Maduro, los Ortega y Díaz-Canel. Todos ellos cuentan con aparatos de seguridad extendidos y de fuerte penetración, que les permiten asfixiar la disidencia y asegurar el futuro de la dictadura. Siguen, claro, el manual de Vladimir Putin y de los ayatollahs, regímenes recostados en el fuerzas armadas y servicios de inteligencia tan despiadados como desarrollados.
Sin embargo, la mayor diferencia con Al-Assad es que las tres dictaduras latinoamericanas son las dueñas exclusivas de la violencia en sus países. Ni en Venezuela, ni en Cuba, ni en Nicaragua hay grupos armados que desafíen a los gobiernos, como en Siria.
Por eso, sectores de las oposiciones venezolanas, nicaragüenses y cubanas están convencidos de que su mayor oportunidad es la rebelión de las líneas medias de las Fuerzas Armadas (las jerarquías están atadas a los regímenes tanto por la lealtad como por los negocios).
2. Control total de la economía
En Siria no hubo rebelión de mandos medios. Las filas más bajas y las intermediarias simplemente desertaron ante el avance de los rebeldes hacia Damasco entre fines de noviembre y comienzos de diciembre. Los salarios bajos –casi de miseria- explicaban la falta de moral y de fidelidad de los soldados sirios del régimen.
Al-Assad llevaba una vida de opulencia mientras presidía un país en quiebra donde cualquiera que no pertenecía al entorno o a la familia del jefe de Estado se debatía entre la pobreza y la indigencia. Como todos los dictadores, Al-Assad sabía gastar, pero no gestionar una economía.
Siria tiene hoy un PBI de casi 9000 millones de dólares, según cifras del Banco Mundial; en 2010, antes de la guerra, era de 67.500 millones de dólares. Es decir que le economía se redujo en un 85% y hoy un 90% de los sirios vive en la pobreza.
Los dictadores latinoamericanos tampoco saben mucho de economía. Desde que asumió Maduro, en 2013, el PBI venezolano cayó en entre un 70 y 80%.
Cuba, en tanto, vive una de sus peores crisis; en la isla, no hay energía eléctrica, no hay combustibles, no hay alimentos.
Nicaragua está un poco mejor; crece y la gestión macroeconómica le permite a los Ortega mantener sus cuentas en orden, según el último informe técnico del FMI (de noviembre). Pero esa economía es un arma de doble filo para los Ortega. Descansa sobre dos pilares: el tratado de libre comercio con América Central y Estados Unidos y las remesas, que proceden mayoritariamente de las remesas. Con la llegada de un Donald Trump proteccionista y fóbico a la inmigración eso podría terminarse.
Pero los pesares económicos de los dictadores de la patria grande son menores que los que tuvo Al-Assad. Con el avance de la guerra civil, el expresidente sirio perdió progresivamente el control de su economía.
Antes del conflicto, un cuarto del PBI sirio provenía del petróleo, con una producción de 400.000 barriles diarios, según la Administración de Información de Energía de Estados Unidos, extraídos de unos 90.000 pozos. El régimen perdió, sin embargo, de 80.000 de esos pozos, sobre todo ante los rebeldes apoyados por Washington. En sus días finales, el régimen apenas producía 9000 barriles por día.
Aún empobrecidos, Maduro, los Ortega y Díaz-Canel controlan la mayoría de los resortes de la economía. Y eso les permite parcelar el mercado y los diferentes sectores productivos entre sus leales, fundamentalmente las Fuerzas Armadas y grupos de la economía ilegal. Esa repartija les asegura la fidelidad necesaria para persistir en el poder. Escasez o abundancia, nadie quiere perder un negocio.
Rusia e Irán tienen frentes bélicos que los desvelan y debilitan. La caída de Al-Assad sumó humillación a esa vulnerabilidad. ¿Optarán también por replegarse de la región para concentrarse en sus guerras en casa, como hicieron en Siria, o elegirán reforzar su presencia en América Latina para salvar su reputación? Ese interrogante está lejos de tener respuesta. Pero, mientras tanto, Maduro, los Ortega y Díaz-Canel se recuestan en el monopolio de las armas y de la economía para evitar una fuga a la Al-Assad.