¿Qué pasó con la democracia en Venezuela?

Las imágenes de Hugo Chávez, Simón Bolívar y Nicolás Maduro en un mural cerca de un centro electoral de votación durante las elecciones presidenciales en Petare, Venezuela, el domingo. (Adriana Loureiro Fernandez/The New York Times)
Las imágenes de Hugo Chávez, Simón Bolívar y Nicolás Maduro en un mural cerca de un centro electoral de votación durante las elecciones presidenciales en Petare, Venezuela, el domingo. (Adriana Loureiro Fernandez/The New York Times)

El movimiento iniciado por Hugo Chávez, que prometía darle el poder al pueblo, se convirtió en un régimen autoritario que, según la oposición, acaba de robarse unas elecciones.

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Hace una generación, un carismático militar retirado llegó al cargo más alto de Venezuela con la promesa de una democracia más inclusiva, un sistema para el ciudadano común que transferiría las palancas del poder controladas por la élite política para ponerlas en manos del pueblo.

Ese hombre era Hugo Chávez, quien en una votación democrática llegó al palacio presidencial en 1999, impulsado por una ola de descontento para fundar lo que él llamó la revolución socialista del país.

Pero 25 años después, el sucesor de Chávez, Nicolás Maduro, supervisa un régimen autoritario que encarcela a disidentes, tortura a sus enemigos, censura a los medios de comunicación y acaba de proclamarse vencedor de unas elecciones que, según los opositores, fueron manipuladas de manera descarada, en contra de la voluntad del pueblo.

El lunes, mientras estallaban las protestas contra Maduro en todo el país y grupos armados afines al gobierno trataban de acallarlas, los manifestantes del norteño estado de Falcón subieron a una estatua de Chávez. Primero intentaron arrancarle la cabeza. Luego, obstaculizados por el volumen de la estatua, hicieron que todo su cuerpo de metal colapsara.

Una protesta antigubernamental en el centro de Caracas, la capital, el lunes (Adriana Loureiro Fernandez/The New York Times)
Una protesta antigubernamental en el centro de Caracas, la capital, el lunes (Adriana Loureiro Fernandez/The New York Times)

Venezuela se encuentra ahora aislada del plano internacional, tambaleándose por una crisis económica que se ha prolongado ya una década y padeciendo una herida abierta: la pérdida de millones de ciudadanos que han huido al extranjero.

Steve Levitsky, experto en democracia de la Universidad de Harvard, calificó la votación del domingo como “uno de los fraudes electorales más atroces de la historia moderna de América Latina”.

¿Qué le sucedió a Venezuela?

¿Cómo es que una nación rica en recursos, que alberga las mayores reservas conocidas de petróleo del mundo, gobernada en su día por una democracia imperfecta pero funcional, ha decaído tanto en tan solo una generación?

¿Cómo es posible que un movimiento que solía estar respaldado por “el pueblo” haya perdido tanto apoyo que gran parte del país crea que tuvo que robar unas elecciones para mantenerse en el poder?

En la década de 1970, cuando los precios del petróleo eran altos, la nación prosperó. Los ricos ganaban millones y los pobres se ganaban la vida decentemente trabajando para los ricos. Venezuela era destino de emigrantes y refugiados de todo el mundo.

Reinó un periodo de estabilidad política y democracia, tras un acuerdo conocido como Pacto de Puntofijo, en el que los principales partidos políticos del país acordaron respetar los resultados electorales y trabajar juntos para evitar la dictadura, que había asolado el país en el pasado.

Pero cuando los precios del petróleo se desplomaron en la década de 1980, la pobreza y los precios aumentaron, al igual que el descontento con los líderes políticos. En aquel momento, Venezuela se había convertido en una “democracia de amigos” en la que los miembros del sistema político bipartidista del país servían sobre todo a sus patrocinadores y a sí mismos, según Phil Gunson, analista del International Crisis Group.

La gente se volcó a la calle para protestar por el aumento en los costos de vida. Una serie de manifestaciones violentas que llegaron a conocerse como el Caracazo fueron señal de un volcán político en ebullición. En 1992, un joven militar encabezaba un golpe de Estado destinado a derrocar al presidente Carlos Andrés Pérez, símbolo de la democracia de unos cuantos.

El joven oficial era Chávez. Su intento fracasó. Pero tras una breve estancia en prisión, fue liberado y se presentó a las elecciones presidenciales. En 1998, arrasó a los partidos tradicionales, obteniendo el 56 por ciento de los votos.

Era, como escribió el periodista Rory Carroll en su libro Comandante: La Venezuela de Hugo Chávez, un “candidato insurgente, que decía a los venezolanos que su viejo modelo de dependencia del petróleo y política corrupta, su espejismo de desarrollo, había muerto”.

Uno de los gritos de guerra de Chávez fue el de levantar a los pobres.

Fue solo más tarde cuando Chávez empezó a llamar “socialismo” a su movimiento y a configurar su revolución en torno a lo que Carroll denominó la “santísima trinidad” de Jesucristo, Karl Marx y Simón Bolívar, el revolucionario que luchó contra el dominio colonial español en Sudamérica.

Andrés Izarra, un periodista que luego sería ministro de Comunicaciones de Chávez, dijo que cuando Chávez llegó al poder su objetivo era “acercar la democracia al pueblo”.

Para esto se requería una nueva constitución que incluía nuevas herramientas, como los referendos, que permitían a los ciudadanos decidir la política. Significaba nuevas instituciones, llamadas “misiones”, que no pasarían por los antiguos organismos gubernamentales para prestar servicios a los pobres.

Y supuso un sistema en el que muchas personas resolvían sus problemas dirigiéndose directamente al presidente, escribiéndole cartas (conocidas como “papelitos”) en las que le pedían favores —un trabajo, un préstamo, una casa—, y Chávez les concedía sus deseos. A veces lo hacía en su programa de televisión, Aló presidente, en el que se dirigía a los ciudadanos durante horas y horas.

Izarra apoyó inicialmente este sistema. Pero acabó creyendo que la democracia directa era una ficción. “No existe”, dijo. “Es populismo”.

Al convertirse en el único hombre capaz de resolver los problemas del país, Chávez había socavado el Estado que se suponía que dirigía.

Chávez “era un hegemon”, dijo Gunson, refiriéndose a un líder hegemónico, que construyó un culto a la personalidad. “Era el líder mesiánico. Iba a llevarlos a la tierra prometida, y todo lo que había en medio era un estorbo para él: cualquier control y equilibrio, división de poderes, cualquier tipo de sociedad civil, prensa libre, todo lo demás. Es solo una molestia, se interpone en su camino”.

Pero el proyecto de Chávez “era una estafa”, dijo Gunson, “porque de lo que se trataba era de darle a Chávez más y más poder”.

En 2002, un grupo de militares disidentes y miembros de la oposición intentaron derrocar a Chávez en un efímero golpe de Estado. Poco después, los directivos de la poderosa compañía petrolera estatal del país protagonizaron una huelga nacional contra el gobierno que paralizó la economía durante meses.

Preocupado por la posibilidad de perder el poder, Chávez introdujo nuevas medidas de control, entre ellas la creación de una base de datos de ciudadanos que habían firmado en 2004 una campaña para derrocarlo en un referéndum. La lista constituyó el núcleo de un nuevo sistema de vigilancia.

Sin embargo, Chávez seguía gozando de una popularidad enorme. Los precios del petróleo habían repuntado y el país tenía mucho dinero. El Estado amplió la educación gratuita, las subvenciones, las becas y la atención médica. Los indicadores sociales se dispararon.

Era un icono de lo que los analistas llamaban la “marea rosa”, compuesta por líderes políticos de izquierda de toda Sudamérica que querían emular a Chávez.

Levitsky, coautor del libro Cómo mueren las democracias, describió los años entre 2004 y 2016 como un periodo de “autoritarismo competitivo”.

“El gobierno abusa del poder y viola los derechos de tal manera que la oposición está jugando en un campo de juego inclinado”, dijo. “Pero hay un campo de juego, hay una oposición y hay una competencia real por el poder”.

Esto empezó a cambiar cuando Chávez murió en 2013.

Su sucesor elegido a dedo fue Maduro, su vicepresidente, quien carecía del carisma de su predecesor.

Pero el mayor problema del nuevo presidente era que los precios del petróleo estaban cayendo de manera abrupta y la economía —extremadamente dependiente del petróleo y apuntalada por los subsidios del gobierno que mantenían las mercancías baratas— comenzó a entrar en espiral.

Ese año, Maduro ganó por un margen estrecho en unas elecciones presidenciales reñidas. Al año siguiente, su gobierno respondió con violencia a las protestas airadas por la recesión económica.

El movimiento iniciado por Chávez estaba perdiendo popularidad, y Maduro iba a tener su muerte en sus manos. En una votación celebrada en 2015, la oposición se hizo con el control del poder legislativo, una gran amenaza para el relativamente nuevo líder.

Pero Maduro encontró una manera de consolidar el poder. En 2017 convocó la elección de un nuevo órgano que sería rival de la Asamblea Nacional. La votación para hacerlo fue vista por muchos como una farsa, incluso la empresa que contó los votos dijo que el recuento había sido alterado por al menos un millón de votos.

Las fuerzas de seguridad aplastaron una nueva ronda de protestas y, en las elecciones presidenciales de 2018, los aliados de Maduro prohibieron que participaran los mayores partidos de la oposición y los principales políticos. Maduro ganó.

“Fue entonces cuando Venezuela se acercó a la dictadura”, dijo Levitsky.

La inflación aumentó, las tiendas de alimentos se vaciaron y los niños estaban muriendo de desnutrición. Entonces, Estados Unidos impuso amplias sanciones a la industria petrolera del país, llevando a la economía al borde del colapso.

Desesperado por conseguir dinero, Maduro aflojó las riendas de la economía. Los productos empezaron a fluir y pronto el dólar estadounidense sustituyó al bolívar venezolano como moneda de facto del país.

Pero el costo de los alimentos y los medicamentos subió y la desigualdad se intensificó. El círculo cercano de Maduro se convirtió en sinónimo de corrupción, incluida una trama en la que un empresario, Alex Saab, fue acusado de hacerse con cientos de millones de dólares destinados a alimentar a los venezolanos que pasaban hambre.

El alejamiento de cualquier tipo de socialismo parecía ser total.

Como muchos venezolanos, Izarra, el exministro de Comunicación, aún tiene palabras de afecto para Chávez. Pero critica con dureza a Maduro.

Ahora, la preocupación de Maduro “no es la pobreza de Venezuela, no es la democratización de Venezuela, no es ‘el poder para el pueblo’”, dijo. “Es ‘el poder para sus cleptócratas’”.

Añadió que ahora en Venezuela “hay más razones para rebelarse” contra el partido gobernante que hace una generación, cuando Chávez llegó a la presidencia prometiendo derrocar a la élite.

Anatoly Kurmanaev y Isayen Herrera colaboraron con reportería desde Caracas.


Julie Turkewitz
es jefa del buró de los Andes, ubicado en Bogotá, Colombia. Cubre Colombia, Venezuela, Bolivia, Ecuador y Perú. Más de Julie Turkewitz

Anatoly Kurmanaev y Isayen Herrera colaboraron con reportería desde Caracas.

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