La gloria robada de las campeonas españolas del mundo

Sin hablar, con la mirada fija al frente, las jugadoras de la selección española entraron en fila al Hotel Alameda, cerca del aeropuerto de Madrid. Había pasado un mes, casi exacto, desde que ganaron la Copa del Mundo. Debió ser una reunión alegre, una oportunidad agradable y jubilosa para que las mujeres disfrutaran la mayor gloria de sus carreras. En cambio, parecía como si fueran camino al campo de batalla.

Por supuesto que en cierto modo eso estaban haciendo. Muchas de las jugadoras españolas han estado en un conflicto abierto con la federación de fútbol del país —su empleador— durante más de un año. El desacuerdo se extendió hasta envolver a casi todas prácticamente desde el momento en que sonó el silbatazo final de la Copa del Mundo.

Durante la última semana, todos sus esfuerzos —por fin— han dado frutos. Las jugadoras lograron algo que se parece mucho a una victoria, aunque solo en la guerra, todavía falta ganar la paz. Se han hecho concesiones, se han asegurado compromisos y han empezado a rodar cabezas. Han caído tres figuras importantes. Con el tiempo caerán más.

Es lo que las jugadoras han querido desde el principio. La protesta original, la del año pasado que provocó que 15 miembros del equipo se negaran temporalmente a jugar con la selección nacional, tenía su origen en el deseo de obligar a la federación a cambiar. El equipo quería mejores instalaciones, un personal de apoyo adecuado, un entorno profesionalizado, un entrenador que no estuviera al pendiente de todos sus movimientos.

Con el fin de persuadir a algunas de las rebeldes de regresar para el Mundial, la federación había hecho ciertas concesiones. El equipo viajó a Australia y Nueva Zelanda con un nutricionista y un psicólogo. Se les consultó a las jugadoras sobre su lugar de hospedaje y entrenamiento. Cada miembro del equipo recibió un permiso para que sus familias y amigos se reunieran con ellas. Una tregua incómoda duró lo suficiente para que España conquistara el mundo.

Sin embargo, cuán poco había cambiado quedó claro incluso antes de que las jugadoras levantaran el trofeo. Luis Rubiales, presidente de la federación, besó con fuerza los labios de la delantera Jenni Hermoso mientras celebraban en el podio. Rubiales insistió después que había sido consensuado. Cuando Hermoso dejó completamente claro que no había sido así, Rubiales se obstinó en vez de disculparse.

La federación no solo lo apoyó, sino que lo siguió hasta el fondo de una situación surreal. En cierto momento, adoptó la postura de que estaba dispuesta a retirarse por completo de las competencias europeas —sus selecciones femeniles, varoniles y de clubes— si alguien se atrevía a intentar destituir a Rubiales. La madre de Rubiales se encerró en una iglesia. Se cuestionó la reputación de Hermoso; se la acusó de mentir. No parecía una federación comprometida a cambiar.

Fue más de lo que las jugadoras pudieron tolerar. Decenas de ellas divulgaron un comunicado en el que declaraban que no iban a representar a su país mientras Rubiales siguiera en su puesto. Cada vez se hacía más evidente que el seleccionador, Jorge Vilda, también estaba en una posición insostenible. Esta vez no habría medias tintas, ni un cese al fuego incómodo.

Con el tiempo, ambos se fueron —Rubiales, en particular, a regañadientes—, pero a pesar de todo la federación encontró la forma de socavar la posibilidad de cualquier tipo de buena voluntad.

A Vilda lo remplazó una de sus ayudantes, Montse Tomé, difícilmente una ruptura con el antiguo régimen. Cuando 39 jugadoras anunciaron que todavía no se había hecho un cambio estructural significativo que las persuadiera de volver al redil, Tomé las convocó de todos modos. Amenazaron a las jugadoras con que, en caso de ignorar la convocatoria, serían multadas y expulsadas incluso de las competencias de clubes. Por eso llegaron, refunfuñando y en contra de sus deseos, al Hotel Alameda.

Lo ocurrido después no solo demuestra su perseverancia, sino también la validez de su causa. En una reunión que negoció el gobierno español, las jugadoras por fin obligaron a la federación a ceder a su voluntad. Pidieron la salida de otros tres altos cargos, solicitaron medidas de protección más sólidas y exigieron cambios que impidieran que se repitiera todo lo que han pasado.

Ganaron. No fue una victoria fácil —se rumora que la reunión, celebrada en un hotel un poco al sur de Valencia, duró siete horas y no terminó sino hasta las cinco de la mañana—, pero bien que mal fue una victoria.

Y, a pesar de todo, no es un triunfo de las fuerzas desvalidas de todo lo que es correcto y virtuoso sobre sus opresores indiferentes. O, en palabras más precisas, no se siente así. Por lo que han pasado las jugadoras españolas en el último año, y en particular en el último mes, es demasiado indignante como para que lo borre la silueta de un resultado edificante. El dejo es demasiado fuerte y demasiado amargo.

El hecho de que las jugadoras españolas alcanzaran su objetivo en el Mundial —que llegaran a la cima de la carrera de cualquier futbolista, al darle a su país el mayor premio imaginable con tanto brío, garbo y talento deslumbrante— debió ser una fuente inagotable de orgullo, satisfacción y alegría. El placer posterior tendría que haber resplandecido durante años.

Gracias a Rubiales, Vilda y al resto de las personas influyentes de la federación, quienes se negaron a escuchar hasta el último momento, a las jugadoras se les ha negado todo eso. Su victoria en el Mundial no está manchada —esa sería la palabra equivocada—, pero sí lo estarán sus recuerdos, una gloria que siempre llevará consigo un trasfondo de angustia.

Eso quedó claro cuando entraron en el Hotel Alameda, con el rostro serio y los hombros caídos, obligadas a luchar una vez más. Debió ser un momento de deleite, las campeonas del mundo juntas de nuevo. En cambio, parecía un momento de puro terror. Y no importa lo que pase ahora, nunca lo recuperarán.

¿Qué es entretenimiento?

En el fútbol —en todos los deportes— siempre ha habido una tensión existencial en particular a la que no quiere enfrentarse. Está relacionada con el propósito de la actividad. ¿Acaso, en esencia, es una forma de entretenimiento? ¿O es más preciso describir esto como un subproducto de la actividad? ¿Su objetivo real es establecer cuál equipo es mejor y cuál peor y el que la gente parezca encontrarlo cautivador sea tan solo un feliz accidente?

Tal vez sea mejor plantearlo en términos menos teóricos. Esta temporada, los árbitros omniscientes de la Liga Premier que todo lo ven han decidido que no hay mayor amenaza para el bienestar del pasatiempo más popular que el mundo haya conocido que la pérdida de tiempo.

En parte, esto se debe a que han recibido instrucciones para erradicarlo: el órgano que crea las reglas del juego aprobó un edicto según el cual ya no se tolera la pérdida de tiempo: entretenerse en las jugadas a balón parado, fingir lesiones, salir caminando del campo tras ser sustituido como si no te importara nada en el mundo.

Sin embargo, también es el producto de las consultas de la propia Liga Premier con “grupos de aficionados”, los cuales, según la liga, han revelado que la disminución del tiempo de juego se ha convertido en un problema. “Vemos una reducción de la cantidad de minutos efectivos de juego hasta el punto en el que la gente está preocupada por ello”, declaró al inicio de esta temporada Howard Webb, el hombre a cargo de los árbitros.

Por lo tanto, esta temporada, los árbitros han mostrado una tormenta de tarjetas amarillas a jugadores considerados culpables de perder el tiempo. Según el entrenador del Sheffield United, Paul Heckingbottom, incluso han apresurado a los arqueros que consideran que contemplan demasiado sobre la naturaleza de sus despejes de meta.

No es un acto neutral. En efecto, los árbitros han decidido que los jugadores son artistas y, por lo tanto, tienen la obligación de ofrecer el mayor espectáculo posible, como si una entrada o una suscripción de televisión de paga fuera una forma de alianza con los equipos mismos. Ahora resulta que no ser lo suficientemente entretenido se ha convertido en una ofensa.

Por supuesto que el primer problema es que el “entretenimiento” es un juicio subjetivo. ¿Quién decide lo que es bueno ver? ¿Que no hay placer en la lentitud, en el trabajo monótono hacia la victoria? ¿El fútbol rápido e incansable es el único buen fútbol? ¿Acaso el punto de todo no es que el deporte sea entretenido porque puede adoptar muchas formas?

Y el segundo problema es dónde acaba esto. ¿Hay que prohibir ciertos estilos de juego porque no son considerados tan agradables a nivel estético? ¿Debemos prohibir que los jugadores lleven el balón hacia la esquina en los últimos minutos de un partido en el que su equipo va ganando? Una medida de ese tipo parecería ridícula, excesiva. Sin embargo, la lógica, la remoción estricta de todo lo que pueda comprometer el espectáculo, es exactamente la misma.

c.2023 The New York Times Company