El conocimiento es poder, pero ¿es divertido verlo?

Pocas cosas se degradan con tal rapidez como el elemento sorpresa, una vez expuesto a las condiciones presurizadas y aceleradas que brinda el fútbol de élite. En la mayoría de los casos, su vida media no durará más de 90 minutos. Incluso en circunstancias extremas y extenuantes, es poco probable que dure más del doble de eso.

Dos partidos —uno de local y otro de visitante— son lo único que se necesita en estos días para saber todo lo que vale la pena saber sobre cualquier rival. Dos partidos ofrecen tres horas de imágenes que el entrenador rival y su cuerpo técnico pueden aprovechar para obtener información. Generan montones de datos que los analistas pueden desglosar y examinar a fondo.

Y, por supuesto, otorgan una muestra tan grande como para que los jugadores mismos aprendan. “Cuando juegas contra alguien dos veces en una temporada, todas las temporadas, empiezas a ver pequeñas pistas”, declaró hace poco a la BBC Dan Burn, defensa del Newcastle. Burn señaló que, por lo general, los equipos llegan a los partidos “sabiendo lo que les espera”.

Hay excepciones, claro está: los equipos recién ascendidos, las escuadras que han incorporado muchos refuerzos y los entrenadores que acaban de llegar a un club pueden descifrarse con mayor facilidad sobre el papel que sobre el césped. Sin embargo, incluso sus secretos son relativamente efímeros.

“Por ejemplo, el Leeds, cuando subió con Bielsa”, comentó Burn, para referirse a Marcelo Bielsa. “Ese primer año, los jugadores corrían por todas partes y nadie tenía ni idea de qué hacer”. No obstante, después de un año, los oponentes no solo habían empezado a entender el sistema de Bielsa, sino a encontrar la manera de contrarrestarlo.

Sin embargo, saber lo que te espera no es lo mismo que ser capaz de detenerlo. En su mayor parte, para Burn, todo el mundo es consciente de lo que intentará hacer el Manchester City cuando salte al campo. No obstante, es tal la calidad del equipo que Pep Guardiola tiene a su disposición que no hay mucho que se pueda hacer al respecto.

Es difícil sobrestimar cuánto ha cambiado el fútbol en los últimos 30 años. Es más rápido, con mejor forma física, más técnico y más sofisticado a nivel táctico que nunca. Es más rico, más popular, más glamoroso y más poderoso: un gigante, un leviatán y una potencia hegemónica al mismo tiempo.

Sin embargo, se podría decir que saber mucho más de sí mismo que en cualquier otro momento de su historia es tan significativo como cualquiera de estos rasgos. El fútbol, de una forma que hasta hace relativamente poco se consideraba una herejía, ha llegado a comprender su mecánica interna y sus ritmos silenciosos. Ha aprendido a verse a sí mismo como un ejercicio tanto intelectual como atlético.

Por supuesto que esto es inevitable en la era de la información. Los equipos están incentivados —obligados, de hecho— a buscar cualquier ventaja que pueda aumentar sus posibilidades de victoria. Puede ser por medio de más talento, más energía o más trabajo que sus oponentes. O puede ser el resultado de estar mejor informado. Después de todo, el conocimiento es poder.

El problema es que el fútbol, como todos los deportes, tiene otro imperativo: entretener. La economía próspera del deporte se basa en la idea de que la gente pagará por verlo, ya sea con entradas a precios exorbitantes o paquetes de suscripción a precios exorbitantes. A cambio, exigirán un espectáculo atractivo y cautivador.

Esta alianza es bastante más incómoda de lo que solemos admitir. A toda la gente en el mundo del fútbol, desde los directores técnicos y los jugadores hasta los entrenadores y los analistas, se le paga por ganar. Si no ganan, tienden a dejar de recibir un pago. Esa es la métrica de rendimiento que más les importa. El hecho de que a los demás nos parezca entretenido o no, en el mejor de los casos, es una consideración secundaria.

No obstante, vale la pena tener en cuenta esa tensión si consideramos el fútbol como una guerra de información. Es difícil argumentar a favor de que el fútbol es cada vez menos entretenido. Es verdad que hay variaciones de una temporada a la otra —por definición, algunas serán más atractivas que otras—, pero la curva general es ascendente.

Esta edición de la Liga Premier tal vez sea la más absorbente en mucho tiempo. En Alemania, el Bayer Leverkusen ha emergido como una auténtica amenaza para el Bayern Múnich. Cuatro equipos compiten por el título en España y al menos dos en Italia. El fútbol integral y aventurero se ha vuelto de rigor en toda Europa.

En Brasil está surgiendo toda una nueva escuela de pensamiento. La Major League Soccer sigue desarrollándose y mejorando. Arabia Saudita intenta construir una liga de élite desde cero. Y todo esto palidece en comparación con el fútbol femenil, el cual avanza a toda velocidad cada año, no solo en Europa y Norteamérica, sino también en África, Australia y Sudamérica.

Todo esto se ha logrado —acelerado, tal vez— porque el juego ha buscado el conocimiento. Al llegar a comprenderse a sí mismo, el fútbol ha sido capaz de ampliar los límites de sus propias posibilidades. La información ha servido para pulir el espectáculo en vez de depreciarlo.

El hecho de que siempre vaya a ser así es harina de otro costal. Al escuchar a Burn se entiende que el juego no se convierte en una competencia física —el ballet fluido y caótico que el fútbol cree ser— sino una mental, no tanto en una serie de batallas individuales como en una serie de maniobras colectivas y estratégicas.

Durante 90 minutos, dos equipos a los que no se puede sorprender, que saben con exactitud lo que el otro intenta hacer, se enfrentan en una serie de fintas, cambios y destrezas mientras buscan identificar una debilidad, diseñar una vulnerabilidad. El ganador será el que logre crear el más breve de los desequilibrios.

El desenlace de esto es un ejercicio completamente teórico, pero es posible que la conclusión natural no sea un mayor crecimiento, sino un estancamiento inquebrantable, en el que al deporte ya no lo eleven sus conocimientos, sino que se conviertan en un lastre, en el que el impulso para ganar llegue a costa de la necesidad de entretener. Después de todo, la familiaridad engendra desdén y hay veces en que sí se sabe demasiado.

Una ironía para todo el mundo… bueno, para casi todo.

Hay un cuento de hadas muy moderno en la historia del Girona, el equipo que lidera LaLiga en la actualidad y que, el fin de semana pasado, hizo el viaje corto a Barcelona y salió con una victoria sorprendente y propicia. Después de todo, es un equipo de pueblo que está frenando no solo al Barcelona, sino también al Real Madrid, un David que vence a dos Goliats.

Salvo que, como se trata del fútbol moderno, el David no es exactamente lo que parece. El Girona es propiedad de City Football Group, la red de inversiones que dirigen los dueños del Manchester City y en la actualidad incluye equipos en Italia, Francia, Bélgica, España, Uruguay, la India, China, Australia y Estados Unidos.

Las mismas redes de clubes son un tema digno de reflexión e investigación más exhaustivos —y eso llegará, a su debido tiempo—, pero, por ahora, concentrémonos en tan solo una de las complicaciones que presenta esta situación. Es (casi) posible que el Girona aguante y gane LaLiga. Es (casi) posible que el Arsenal, el Liverpool o el Aston Villa se impongan al Manchester City y ganen la Liga Premier.

El asunto es que, según las normas actuales de la UEFA, dos equipos con el mismo y máximo usufructuario no pueden jugar en la misma competencia. Lo cual, en este caso, significaría que el Girona jugaría la Liga de Campeones la próxima temporada y el Manchester City descendería a la Europa League. Después de todo, tal vez este modelo tenga sus ventajas.

c.2023 The New York Times Company